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Empleados públicos

Fuentes: Rebelión

Uno de los rasgos más notables de la depresión económica que padecemos es la tenaz campaña de asedio a los empleados públicos. En la mayoría de los países europeos, y en especial en aquellos que se han visto más afectados por la depresión, los trabajadores del sector público han sufrido ataques sin precedentes, en forma […]


Uno de los rasgos más notables de la depresión económica que padecemos es la tenaz campaña de asedio a los empleados públicos.

En la mayoría de los países europeos, y en especial en aquellos que se han visto más afectados por la depresión, los trabajadores del sector público han sufrido ataques sin precedentes, en forma de pérdida de derechos, reducción de salarios e incluso despidos masivos. Naturalmente, nuestro país no supone una excepción. Tras la reducción salarial del 5% en 2010 y la congelación en 2011, viene una nueva congelación para 2012 (que podría convertirse en otra mengua cuando se aprueben los presupuestos en marzo o abril), el aumento de jornada laboral y la eliminación de la oferta pública de empleo, con la excepción de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y servicios esenciales. Añádase a ello el despido de funcionarios interinos y contratados en empresas públicas en determinadas comunidades autónomas y ayuntamientos, una sangría que ha alcanzado particular saña e infamia en la sanidad y la educación públicas de la comunidad madrileña y de Cataluña.

Con la pérdida de derechos se acompasa una campaña abominable de desprestigio de los empleados públicos, a la que se han sumado de mil amores los principales medios de comunicación del país y que oculta intereses feudales muy poco confesables. El pasado mes de diciembre, el presidente de la CEOE, ilustre señor Rosell, alcanzó a vomitar la salvajada más grande, reclamando que los funcionarios públicos puedan ser despedidos igual que los trabajadores del sector privado y pidiendo de hecho el despido de decenas de miles, que asegura sobran, aunque no sabe muy bien de dónde.

Los empleados públicos se han convertido en el gran chivo expiatorio. Para empezar, acostumbramos a referirnos a todos ellos, sin excepción, como funcionarios, sin diferenciar a funcionarios interinos, contratados laborales y funcionarios de carrera, que son por cierto los únicos afectados por el principio de inamovilidad que tanto ofusca al señor Rosell.

La palabra funcionario se asocia de inmediato al burócrata, al personaje gris y odioso con el que nos enfrentamos en oficinas de la Administración (verdad es que también en oficinas bancarias, de seguros y en empresas de telecomunicación, todas ellas privadas y a menudo más laberínticas que el propio Estado). Todos nos acordamos de Kafka y, en nuestro país, del célebre artículo de Larra «Vuelva usted mañana», al que le cupo en suerte el mismo mal que a tantas otras joyas de nuestra literatura: casi todo el mundo lo cita, pero casi nadie lo ha leído. Porque el artículo de Larra no es ni una denuncia de la Administración pública española ni una crítica de los funcionarios, sino del que para Larra era el peor pecado patrio: la pereza, que aqueja a funcionarios y no funcionarios. La mayoría de los personajes que en el artículo aparecen son lo que hoy llamaríamos autónomos o profesionales liberales (una sastra y un genealogista, entre otros). Curioso es, pues, que al recordar el insidioso «Vuelva usted mañana» pensemos exclusivamente en funcionarios y no en fontaneros o en soladores, por poner un ejemplo y sin ánimo de ofender.

Se han desmontado, bien es verdad que con escasa repercusión en la prensa, las mentiras y manipulaciones al uso para denigrar a empleados públicos. Se ha recordado que también son tales los médicos que hacen una labor magnífica en los hospitales sin apenas medios y los profesores que enseñan a nuestros hijos. Se ha probado que precisamente en los países que peor han resistido la crisis hay menor proporción de empleados públicos y, en cambio, en los países nórdicos, con economías más saneadas, existen sectores públicos mayores, más modernos y eficientes y con más personal. Se ha explicado, en fin, que el ataque a los trabajadores del sector público es la condición indispensable para la destrucción de los servicios sociales básicos.

Pero no se suele señalar el objetivo último de las andanadas contra los funcionarios, que no es otro que la propia democracia. El señor Rosell no ignora que ni los contratados laborales ni los funcionarios interinos gozan de la inamovilidad que únicamente afecta a funcionarios de carrera (de hecho, la temporalidad en el sector público es similar si no mayor que en el sector privado). También sabe el señor Rosell que esta inamovilidad responde a los principios constitucionales de objetividad, neutralidad e imparcialidad de la Administración pública.

Los funcionarios de carrera son seleccionados en procesos objetivos que miden su capacitación profesional y sus conocimientos en estricta igualdad de condiciones. Y su permanencia en su puesto de trabajo no depende de sus jefes sino del desempeño de su labor, con el fin de evitar que cada gobierno de turno cambie a los funcionarios y contrate a sus fieles. No es que no puedan ser separados del servicio, incluso de forma definitiva. Existe un régimen disciplinario por el que pueden ser sancionados si no cumplen con su trabajo y siempre que tal incumplimiento se acredite en expediente contradictorio.

Tampoco esto lo ignora el señor Rosell, porque el jefe de los patronos no reclama, lo que sería justo, una mejora de los regímenes disciplinarios de la Administración pública. Pide que los funcionarios puedan ser despedidos por meras razones económicas, justificadas o no, igual que en el sector privado. Aparte de que la comparación con el sector privado elude que los empleados públicos deben prestar servicios básicos a los ciudadanos que la Administración ha de proporcionar sean o no rentables, lo que subyace es el anhelo de la patronal de apoderarse por fin del Estado y regirlo sin intermediarios ni controles. Y el Estado privatizado es el Estado feudal, propio de la Edad Media, a donde nos quieren llevar todos los modernos liberales de pacotilla que se han adueñado del país.

El señor Rosell desea que si un inspector de Hacienda husmea en las cuentas de cualquier gran empresa el empresario disfrute de la oportunidad de hacer que lo pongan de patitas en la calle con una simple llamadita al ministro. Una estructura administrativa en la que los jefes pueden despedir a sus subordinados de manera arbitraria es una estructura intrínsecamente corrupta y clientelar. ¿Qué interventor podrá auditar cuentas de una Administración con independencia?, ¿qué juez procesará a alguien poderoso? Si ya es difícil sin que se pueda despedir sin más a los funcionarios, démosle ese arma a los gobernantes y la democracia se convertirá definitivamente en papel mojado.

Además, si a ello vamos, hay otra cosa que se omite al citar el famoso artículo de Larra. Que estaba escrito casualmente en la época en la que los funcionarios podían ser despedidos, en la que actuaban como simples e incompetentes siervos del cacique de turno, la época de las cesantías. Y el caciquismo continúa siendo el mundo ideal de los grandes empresarios españoles. A tenor de lo que declara su portavoz, claro.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.