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Los míticos “Estados Unidos de América”

En camino a la obsolescencia

Fuentes: Global Research

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Los tan alabados «Estados Unidos de América» no existen en ninguna parte. Es un Shangri-la. El Preámbulo de la Constitución deja perfectamente claro el tipo de nación que EE.UU. debería haber sido. Lo que existe actualmente no cumple con ninguno de esos objetivos. Algunos han argumentado que la nación fue un fraude desde el primer día. Sea o no exacto, lo que es obvio es que casi ciertamente fue asesinada rápidamente por John Marshall, presidente de la Corte Suprema, quien escribió la decisión conocida como Marbury contra Madison. Desde ese día, la Corte ha copiado la economía política de la Inglaterra del siglo XVII en la que falta sólo la monarquía. Los EE.UU. actuales son una nación del siglo XVII adornada con baratijas del siglo XXI, muchas de ellas letales. En lugar de ser, como pretende, «el líder del mundo libre», es un régimen autoritario y retrógrado anterior a la Ilustración.

Como por el momento no tengo acceso a mi diccionario Oxford, no puedo especificar exactamente cuándo se llegó a aplicar la palabra «filantropía», que etimológicamente significa «amor a la humanidad», a la donación de dinero para construir empresas que se autoengrandecen. Pero lamentablemente, ¡así es! La gente parece tener una manera de distorsionar significados para hacer que lo malévolo parezca benevolente. Y así, empresas de todos los tipos han sido financiadas por una ‘filantropía’ semejante.

Por ejemplo, la Universidad Carnegie Mellon fue fundada por Andrew Carnegie, Andrew W. y Richard B. Mellon; la Universidad Cornell fue fundada por Ezra Cornell y Andrew Dickson White; la Universidad Purdue fue fundada por John Purdue; la Universidad Rice fue fundada por William Marsh Rice; la Universidad Stanford University fue fundada por Leland Stanford y su esposa. Hay cientos más.

También hay museos: (el Museo Isabella Stewart Gardner, el Museo Amon Carter de Arte Estadounidense, el Museo de Arte Kimbell, el Museo Solomon R. Guggenheim, el Museo Whitney de Arte Estadounidense y muchos más), salas de conciertos (Louise M. Davies Symphony Hall, Carnegie Hall, Avery Fisher Hall, The Eastman Theatre, Morton H. Meyerson Symphony Center para sólo nombrar algunas), teatros de la ópera (el Nancy Lee y Perry R. Bass Performance Hall, The Dorothy Chandler Pavilion, The Peabody Opera House, The Margot and Bill Winspear Opera House, The BAM Howard Gilman Opera House), innumerables fundaciones caritativas y edificios construidos para uso público como son las bibliotecas.

Aunque cuesta negar un cierto mérito a la mayoría de estas iniciativas, también es difícil llegar a imaginar que cuando Cristo dijo: «ama a tu prójimo como a ti mismo», estaba propugnando el tipo de amor que ha llegado a expresar la filantropía. Pero no es mi intención restar importancia a la filantropía en este artículo. Estos ejemplos sólo se proponen establecer la base para una exposición de algunos contrastes y para sacar de ellos algunas conclusiones reveladoras.

Ante todo, el tipo de donaciones descrito anteriormente no es el único tipo de dádiva que predomina. Durante la campaña electoral para la elección de mitad de período de la semana pasada, montos no especificados de dinero fueron donados anónimamente a Comités de Acción Política en un intento de influenciar el proceso electoral. Lo que distingue a este grupo de donantes de los antes mencionados es el anonimato. Los benefactores, en el primer grupo, como los faraones del antiguo Egipto, no tienen ningún reparo en que sus nombres se coloquen sobre sus proyectos. (Sospecho que las más veces, insisten en que se haga). Pero no así los donantes del segundo grupo.

¿Por qué? Sospecho que existe un principio tras la diferencia: ¡La gente no oculta lo que los enorgullece! Los benefactores en el primer grupo se enorgullecen de sus donaciones, quieren que todos las conozcan, quieren que los recuerden por ellas. ¿Por qué entonces los «benefactores» en el segundo grupo no se sienten igualmente orgullosos de sus obras benéficas? ¿Son solamente cobardes que carecen del valor de sus convicciones? ¿O se avergüenzan de lo que hacen? ¿Ocultan su vergüenza tras el anonimato? En ambos casos, no pueden ser juzgados benévolamente.

El anonimato, sin embargo, es sólo una manifestación de una tendencia más profunda y creciente en la sociedad estadounidense -la tendencia hacia más y más secreto, y nadie, que yo sepa, ha revelado las desastrosas consecuencias en última instancia de esta tendencia.

Recientemente, Sir John Sawers, jefe del Servicio Secreto de Inteligencia de Gran Bretaña, MI6, dedicó gran parte de un discurso de 30 minutos de duración al rol central del secreto en el mantenimiento de la seguridad. «Secreto», dijo «no es una mala palabra. El secreto no existe como encubrimiento. El secreto tiene una parte crucial en que Gran Bretaña se mantenga salva y segura. Si nuestras operaciones y métodos se hicieran públicos, no funcionarían.»

Por desgracia, es obvio que Sir John no es un maestro del inglés. El secreto es por definición un encubrimiento. Pero Sir John no quiere decir encubrimiento en el simple sentido de oculto; quiere afirmar que no se está encubriendo nada impropio o inadmisible. Desafortunadamente, es imposible verificar esa afirmación y, si fuera aceptada, tiene que ser aceptada sobre la base de la confianza. Si alguien afirma que él o ella no hicieron nada malo, hay que revelar qué y cómo. ¿De qué otra manera se puede demostrar? Y sin embargo Sir John afirma que el qué y cómo deben mantenerse en secreto.

Consideremos la afirmación de que el universo contiene atributos absolutamente indetectables. La frase parece perfectamente sensata, pero no lo es. ¿Cómo podría llegar a otorgar a la afirmación un valor de verdad? Todo lo que uno puede hacer realmente al oírla o leerla es encogerse de hombros. La frase no tiene contenido. La afirmación de que los secretos no son encubrimientos es similar. Para saber qué secreto no es un encubrimiento, hay que revelar el secreto, pero sólo por definición un secreto no puede revelarse y ser un secreto. Afirmaciones semejantes carecen por completo de sentido.

¿Por qué entonces se debería confiar en todo caso en los pronunciamientos de los gobiernos y sus agentes? Que mienten se ha demostrado una y otra vez en la historia. En realidad, todo lo que hace realmente el secreto es provocar sospecha; el secreto lleva a la gente a desconfiar de sus gobiernos. También lleva a las naciones a desconfiar unas de otras, y un mundo en el cual las naciones desconfían unas de otras es inestable, peligroso y listo para el desastre.

El secreto gubernamental también anula todo símbolo de democracia que una nación pueda exhibir. Incluso una ciudadanía perfectamente racional no podría formarse opiniones racionales sobre asuntos políticos que le son ocultados por el secreto. ¿Cómo se puede esperar que alguien formule una opinión racional sobre algo que él o ella desconozca? El pensamiento racional requiere premisas objetivas. Sin ese conocimiento, el proceso electoral no es otra cosa que un ejercicio formal, sin sentido. A la gente se le podrá decir que es soberana, pero ni siquiera juega un papel significativo en el proceso. Los símbolos de la democracia no hacen que una nación sea democrática. Sólo lo logran la verdad y la honestidad reveladas con transparencia.

La mayor parte de la gente supone que el gobierno de EE.UU. está paralizado por la intransigencia ideológica. La suposición es que nuestra clase política ha adoptado la actitud de: «a mi manera o ninguna». Pero existe otra posibilidad. Tal vez los que verdaderamente poseen el poder, a los que les gusta la forma en que van las cosas y quieren contravenir cualquier cambio, corrompen o aíslan a todos los funcionarios recién elegidos y toda la retórica ideológica que se oye no es más que teatro para dar a la gente la impresión de que los políticos se preocupan. ¿De qué otra manera se puede explicar que todo siga igual después de una elección a pesar de los llamados al cambio en la elección? ¿De qué otra manera puede seguir actuando el Congreso, como lo ha hecho siempre, ante decenios de tasas de aprobación en el cuartil inferior? ¿De qué otra manera se puede explicar que un Congreso tras otro sea un Congreso que no hace nada? ¿Es porque las elecciones estadounidenses son totalmente fraudulentas? ¿Es porque el Congreso tiene un amo secreto que funciona detrás del sistema electoral?

Los tan alabados míticos «Estados Unidos de América» no existen en ninguna parte. Es un Shangri-la. El Preámbulo de la Constitución deja perfectamente claro qué clase de nación se pretendía que fuera EE.UU. ¡Leedlo! Lo que existe actualmente no cumple con ninguno de esos objetivos.

Algunos han argumentado que la nación fue un fraude desde el primer día, que la convención que redactó la Constitución estaba formada por una elite colonial que se propuso crear una nación que protegiera sus privilegios. Los hechos citados por los que lo afirman son exactos; el razonamiento es frecuentemente forzado. Sin embargo, no es fácil refutar la afirmación.

Incluso si la nación no nació muerta, ciertamente fue asesinada rápidamente. El vil hecho tuvo lugar el 24 de febrero de 1803. El asesino fue John Marshall, presidente de la Corte Suprema, quien escribió la decisión conocida como Marbury contra Madison, que no sólo se basa en argumentos absurdos sino que también es traicionera por dos motivos. Primero, Marshall adopta la posición de que «Es enfáticamente el campo de acción y el deber del departamento judicial decir lo que es la ley» lo que lleva a que la Corte se convierta en la única autoridad constitucional que no puede ser criticada. Desde ese día, la Corte ha gobernado EE.UU. como una oligarquía judicial. Segundo, la decisión provee a la Corte un paradigma sobre el cual podría basar decisiones clara y obviamente injustas. Marshall estuvo de acuerdo en que Marbury tenía derecho a ayuda pero se negó a proveerla. Es obviamente injusto; sin embargo la Constitución dice claramente que uno de los propósitos de la nación es «establecer justicia».

Aunque el argumento de Marshall es absurdo, el único que lo cuestionó fue Jefferson. Escribe: «la opinión que da a los jueces el derecho a decidir qué leyes son constitucionales y cuáles no, no sólo para ellos en su propio campo de acción sino para la Legislatura y el Ejecutivo también en los suyos, convertiría al poder judicial en una rama despótica». Es evidentemente contradictorio decir por una parte que la Corte tiene el deber de «decir lo que es ley» y luego decir que la Corte está impedida para proveer a Marbury la ayuda a la que tiene derecho porque la Constitución escrita no da a la Corte la autoridad para otorgarla. La Constitución escrita tampoco da a la Corte la autoridad para «decir lo que es ley». Sin embargo nadie señaló que si el deber de la Corte es decir «lo que es ley», las legislaturas son superfluas. De modo que Marshall, ese día, asesinó a la República.

Es curioso que nadie fuera de Jefferson se haya interesado. ¿Fue, por cierto, porque la elite colonial que había tomado el control del gobierno nunca apoyó plenamente los principios republicanos de la Constitución? Nunca lo sabremos. Pero antes de que la Constitución se ratificara, las colonias estaban plagadas de panfletos políticos a favor y en contra de su ratificación. Los Papeles Federalistas son los más conocidos y aparentemente fueron escritos por Alexander Hamilton, James Madison, y John Jay. Los tres estaban vivos cuando se emitió la opinión de Marshall; pero ninguno escribió un solo panfleto oponiéndose a la acción de Marshall. ¡Qué extraño!

Sin embargo, el resultado es obvio. Lo que hizo John Marshall fue reproducir la economía política de la Inglaterra del siglo XVII, con la sola ausencia de la monarquía, y los tribunales han promovido y mantenido esa abominación desde entonces. EE.UU. actualmente es una nación del siglo XVII adornada con baratijas del siglo XXI, muchas de ellas letales. En lugar de ser como afirma «líder del mundo libre», es un régimen autoritario, reaccionario y retrógrado anterior a la Ilustración. ¡Ése es el gran secreto! No se atreven a revelarlo.

En la temprana Europa moderna, el Estado se organizó para librar guerras más y más intensas que requieren ejércitos profesionales y conducen a los gobiernos nacionales a deudas perennes. Algunos afirman que la necesidad de librar guerras cada vez mayores creó el Estado como lo conocemos. La diplomacia fue conducida en secreto por las naciones frente a oponentes, adversarios y sus propios pueblos. Aunque todavía no se conocía como tal, la Realpolitik caracterizó la época. La política y la diplomacia se basaron primordialmente en consideraciones de poder e intereses nacionales, no ideales, morales, o principios. Se dijo que el equilibrio del poder de naciones autoritarias era necesario para mantener la paz, pero nunca lo hizo. ¿En qué difiere la descripción de Europa en el siglo XVII de una descripción de la condición del mundo actual? ¿Qué es diferente?

Podrá parecer duro calificar a EE.UU. de nación retrógrada, autoritaria, reaccionaria, anterior a la Ilustración, ¿pero de qué otra manera se puede explicar, y menos justificar, la disposición estadounidense a derrocar gobiernos democráticamente elegidos, apoyar dictaduras derechistas y convertirse en socio anuente de las naciones más corruptas del mundo? Ninguna nación inmersa en los principios de la democracia se involucraría en prácticas semejantes.

Por lo tanto, ¿qué esperan lograr los propugnadores de esta realpolitik del siglo XVII? ¿Con qué fin mantienen esta política? Trescientos años de historia han demostrado que nunca produce paz o seguridad. Ir a la guerra para preservar la paz es absurdo; cualquiera que propugne una tontería semejante debería ser ridiculizado hasta que se oculte.

Recordad lo siguiente: Los imperios sobre los cuales se decía que nunca se ponía el sol se desintegraron a plena luz del día. Todos los caballos y todos los hombres del rey no pudieron mantenerlos en pie. Por lo tanto propongo que cada cual pregunte a un inglés lo siguiente: ¿Qué valor posee un inglés de a pie en nuestros días que él o ella no habría poseído si el Imperio nunca hubiera existido? Cuando sepáis la respuesta a esa pregunta os daréis cuenta de cómo todos los recursos y vidas perdidos para crear el Imperio y tratar de mantenerlo fueron totalmente desperdiciados. Y eso es lo que siempre sucede con los recursos y la gente gastados en la construcción de imperios.

El secreto es una abominación. ¡La gente no oculta aquello que la enorgullece! Cuando los gobiernos guardan secretos, están ocultando actos vergonzosos, inmorales o ilegales. La guerra es lo contrario de la paz y no puede asegurarla. El secreto alimenta la desconfianza, la sospecha, y el conflicto; no son maneras de ganar amigos e influenciar a la gente. La realpolitik es en realidad vil politik. Hasta que el bienestar de los seres humanos se convierta en el objetivo de la actividad humana, en lugar del bienestar de las instituciones, la gente no llegará a ser otra cosa que carne de cañón y de la industria para ser sacrificada por nada meritorio.

De modo que es hora, demasiado tarde, muy demasiado tarde, de cerrar la puerta al gobierno autoritario del siglo XVII.

John Kozy es profesor jubilado de filosofía y lógica y escribe blogs sobre temas sociales, políticos y económicos. Después de servir en el ejército de EE.UU. durante la Guerra de Corea, pasó 20 años como profesor universitario y otros 20 como escritor. Ha publicado un libro de texto sobre lógica formal, en revistas académicas y en una pequeña cantidad de revistas comerciales, y ha escrito una serie de editoriales como invitado en periódicos. Sus artículos en línea se encuentran en: http://www.jkozy.com/ y se le puede escribir desde ese sitio.

 

© Copyright John Kozy, Global Research, 2010

Fuente: http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=21880

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