A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945 la detonación de Little Boy, una bomba con una potencia explosiva equivalente a 12,5 kilotones provocó que la temperatura ambiente ascendiese en el lugar de la explosión (a 600 metros del suelo) a 15 millones de grados centígrados en cuestión de segundos, siendo la temperatura en el suelo de 3.000 º C, y una ola de presión devastadora en un radio de 2 Km. Los efectos fueron inmediatos: en 3 segundos se desintegraron los cuerpos de 110.000 víctimas inocentes y causó graves heridas y quemaduras a otras 190.000, al tiempo que la completa totalidad de los edificios situados en el perímetro de la onda expansiva fueron destruidos por el fuego. Estos fueron los efectos inmediatos, los efectos convencionales; sin embargo, Hiroshima y sus habitantes habían sido víctimas del primer bombardeo nuclear de la historia, así que pronto vendrían los efectos de larga duración: las deformaciones y las malformaciones congénitas producidas por la exposición a la radioactividad de cientos de miles de víctimas inocentes.
Tres días después, sin atender a ninguna reacción diplomática de los japoneses, el presidente estadounidense Truman autorizaba el lanzamiento sobre Nagasaki de Fat Man, la tercera de las bombas que se fabricaron en el marco del Proyecto Manhattan; la primera (Trinity) había sido detonada en el desierto de Nuevo México como ensayo el 16 de julio anterior. En esta ocasión, los efectos también fueron devastadores, aunque un error de cálculo evitó que fuesen mayores, pues su carga explosiva (21 kilotones) casi duplicaba la anterior: 70.000 víctimas inocentes murieron también en cuestión de segundos y todo lo que había en un radio de 2,5 Km. del epicentro quedó reducido a cenizas.
Estamos ante el mayor acto criminal de la historia y sesenta años después, los EE UU continúan justificando su acción, que siguen considerando necesaria y legítima. En este sentido, resulta reveladora la lectura del prestigioso semanario neoyorquino Time, que dedicaba su portada del pasado 1 de agosto a Kimuyo Watanabe, «quien perdió a su familia el 6 de agosto de 1945» en Hiroshima, y titulaba el número «Testigos de Hiroshima». De hecho, el artículo que abre el reportaje («Vivir bajo la nube»), empieza con esta sentencia legitimadora: «la bomba atómica arrojada sobre Japón puso fin a una terrible guerra»; sin embargo, lo cierto es que, a pesar de la insistencia con que se repite ese argumento, no hay nada más falso. En este sentido, conviene recordar que Alemania ya capitulara, que las fuerzas nacionalistas chinas vencieran a las tropas imperiales en Manchuria, que las Filipinas, Iwo Jima y Okinawa ya estaban controladas por los EE UU, que la fuerza naval nipona fuera derrotada y destrozada en la batalla de Midway y que Tokio había sido tan persistentemente bombardeada que los japoneses ya habían solicitado la rendición por conductos diplomáticos que se mantuvieron ocultos a su población. ¿No es entonces cierto y evidente que la guerra pudo haber concluido también sin la necesidad de provocar semejante terror? Así pues, habrá que buscar otra justificación para semejante acción militar.
También llama la atención, en el especial aniversario de Time, el artículo de fondo de David M. Kennedy, profesor de Historia en la Universidad de Stanford, donde, a pesar del título («Cruzando el umbral moral»), no se realiza ninguna condena de los hechos, si no que por el contrario se minimizan al señalar que «las armas que incineraron esas dos desafortunadas ciudades (Hiroshima e Nagasaki) representaron una innovación tecnológica de temibles consecuencias para el futuro de la humanidad». Curioso tratamiento: armas incendiarias (¿y los efectos nucleares?), desafortunadas ciudades, innovación tecnológica… sólo al final señala las temibles consecuencias para el futuro da humanidad (aunque no indica cuales) y destaca la necesidad de centrar en ese punto una futura discusión moral.
No obstante, esa futura discusión moral no tendrá lugar en tanto que, como se advierte a lo largo del especial aniversario y de las noticias que leemos en toda la prensa occidental servil con el imperio, nos sentimos orgullosos de esa acción militar. En este sentido, fijémonos en el trato que deparamos a los «Testigos de Hiroshima» (los supervivientes del bombardeo nuclear, las víctimas, y la tripulación que pilotaba los dos bombarderos B-29 que arrojaron las dos bombas atómicas, los verdugos) en la revista Time:
– a las víctimas se les trata como víctimas, aparecen sus nombres, sus fotografías, sus historias son brevemente relatadas;
– a los verdugos se les trata como héroes, aparecen sus nombres, se recrea la acción militar, quién era quien en cada bombardero, aparecen sus fotografías, se recogen sus impresiones y sus recuerdos…
En este sentido, es necesario realizar una breve reflexión: mientras que se seleccionaron 10 supervivientes de entre las víctimas del bombardeo atómico, de las cuales se recoge una pequeña historia del tipo «Niimi estaba en casa con su madre y su hermana el 6 de agosto. Su hermano y su padre trabajaban cerca de la zona cero. Su padre fue gravemente herido en el bombardeo y murió una semana después; nunca volvió a ver a su hermano. Se casó con otro superviviente, con el que tuvo tres hijos», que se inserta como pie de una pequeña fotografía, a los verdugos se les realiza una amplia entrevista y se les dedica un amplio reportaje resaltando su aspecto humano, incluso se proyecta de ellos la imagen de ancianos entrañables y tiernos que le están contando a sus nietos una historieta de la que se muestran orgullosos. Destaca, pues, el hecho de que los miembros de la tripulación (cuyos nombres, rango y puesto que ocupaban son sobradamente conocidos) son vistos como héroes, como soldados patriotas que cumplieron satisfactoriamente su misión; de hecho, el coronel Tibbets declaró en más de una ocasión que estaba sumamente orgulloso de su acción, que sin dudarlo volvería a repetir, y fue condecorado por el gobierno de los EE UU. No en vano se les conoce con el nombre genérico de flyboys y nombres como Enola Gay, Bockscar, Little Boy o Fat Man, figuran en nuestro imaginario colectivo bajo el signo de la admiración, a penas recordamos que esas armas son las que causaron el mayor número de muertos en una sola acción militar.
Contrasta, frente a este tratamiento para con los héroes-verdugos, la información elaborada con ocasión de otro célebre aniversario: el de la liberación de los campos de exterminio nazis. Si los tripulantes del Enola Gay y del Bockscar son héroes, los ejecutores de Auschwitz y otros campos de exterminio son criminales de guerra, son asesinos que actuaban en nombre de una política genocida y xenófoba sustentada en el más odioso racismo alemán. No obstante, ¿cuál es la sutil diferencia que existe entre Auschwitz e Hiroshima? Quizás la única diferencia reside en el ordenante, en el primer caso el abominable Hitler, en el segundo el presidente Truman. De hecho, en ambos casos murieron víctimas inocentes: ya fueran judíos alemanes o japoneses, en ambos casos fueron víctimas de una guerra provocada para satisfacer intereses ajenos a los suyos.
En este sentido, hay que decir bien alto y claro que Auschwitz e Hiroshima son las dos caras de una misma guerra entre imperialismos, una guerra en la que, como ha demostrado brillantemente el historiador estadounidense Higham en su libro Transacciones concertadas con el adversario: desenmascaramiento del complot monetario nazi-estadounidense de 1939-1945, la familia Rockefeller, la Ford, Sosthenes Behn, o la familia Morgan, apoyaron y negociaron hasta el último momento con Hitler, dándose la circunstancia de que los aviones que bombardeaban a los norteamericanos que avanzaban hacia Berlín lo hacían gracias a los motores que le suministraba la Ford y el combustible que le suministraba la Standard Oil of New Jersey, de la familia Rockefeller: al gran capital no le interesan las vidas humanas, sólo los beneficios.
No obstante, en tanto que Auschwitz forma parte de los crímenes de los perdedores hoy, sesenta años después, son recordados bajo el signo de la condena y el nunca más, no hay que olvidar que el gobierno alemán que sucedió al III Reich pidió disculpas por los crímenes cometidos durante el nazismo; sin embargo, en tanto que Hiroshima forma parte de los crímenes de los vencedores hoy, sesenta años después, continúa siendo justificada como una acción necesaria para poner fin a una terrible guerra y, por tanto, continua siendo legitimada, de hecho, el gobierno de los EE UU nunca ha condenado ese crimen ni ha pedido disculpas a las víctimas.
En definitiva, 60 años después del bombardeo atómico norteamericano de Hiroshima e Nagasaki, es necesario pensar Hiroshima, es necesario pensar en las causas de la legitimación del mayor acto criminal de la historia de la humanidad. Así, hoy, sesenta años después, debemos denunciar el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki y renunciar a considerar que fueron actos de guerra necesarios. Hoy, sesenta años después, debemos admitir que en los campos de exterminio nazis, en la ciudad de Hiroshima o Nagasaki, como también en la ciudad de Dresde y Tokio (víctimas de un bombardeo convencional terrorífico), murieron víctimas inocentes de una guerra que únicamente satisfacía los intereses del gran capital.
Hoy, sesenta años después, debemos condenar con la misma intensidad Auschwitz e Hiroshima, pero sobre todo debemos condenar el sistema que engendró esas atrocidades, el mismo sistema que hoy nos gobierna con otras armas: el capitalismo.