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En defensa del método asambleario

Fuentes: Rebelión

Hoy es martes, último día de mayo de 2011. Desde el pasado sábado, la Acampada Sol tiene miedo de que el globo se desinfle, y la caza de brujas comience. A nuestro modo de ver, el pánico generalizado que nos estamos infundiendo los unos a los otros tiene que ver con una falla metodológica pequeña, […]


Hoy es martes, último día de mayo de 2011.

Desde el pasado sábado, la Acampada Sol tiene miedo de que el globo se desinfle, y la caza de brujas comience.

A nuestro modo de ver, el pánico generalizado que nos estamos infundiendo los unos a los otros tiene que ver con una falla metodológica pequeña, pero con repercusiones profundas, alojada en el propio sistema asambleario que la Comisión de Comisiones, el centro neurálgico de la Acampada desde su constitución durante el pasado fin de semana, ha difundido al resto de las asambleas.

Antes de entrar a analizar el problema, no nos olvidemos de lo más importante. Es un enorme éxito, que merecería estar celebrándose cada minuto que permanezcamos en Sol, el simple hecho de que el método asambleario haya sido el mecanismo de toma de decisiones y de convivencia desde que los héroes de la ciudad Sol, la noche del 15-M, decidieron quedarse a dormir en la superficie del Astro, desacreditando así los mitos sobre su naturaleza abrasadora e inhabitable. No es cierto que el método asambleario sea utópico, o sirva sólo para la toma de decisiones. La asamblea es soberana, es el órgano para sacar adelante providencias, y además es un modo de vivir y una forma de convivencia mucho más sanos que los que hasta ahora habíamos practicado. Lo que pasa es que, con el paso de los días, ese sistema asambleario que nos ilumina se ha ido desvirtuando por culpa de un pequeño error metodológico, con implicaciones, como digo, mostrencas: se trata de la aversión a utilizar la votación para resolver los debates intrincados, para desatar los nudos que de tan prietos no se pueden deshacer con el diálogo y el razonamiento colectivo. Hay individuos, en proceso de aprendizaje, que todavía no entienden que en una asamblea el bien común ha de prevalecer sobre sus intereses particulares, y que hay que estar dispuestos a ceder a veces en la demostración de las diferencias con el fin de que el colectivo salga beneficiado. Ahora mismo, combatir a esos aprendices de asamblearismo, cuando acampan, henchidos de ego (que es ignorancia), en medio de una asamblea, es prioritario. El único recurso que se me ocurre para hacerlo es apelar a la votación a mano alzada cuando ellos, siendo minoría, no quieren dar su brazo a torcer.

Algunas personas muy queridas, ayer en Sol, se estaban poniendo un poco paranoicas con este asunto. Voluntariamente orilladas de las comisiones de trabajo, comentaban en los corrillos que el batacazo que nos íbamos a dar era de escándalo. Sentían una gran desazón al imaginar que había alguna mente privilegiada queriendo transmitir este mensaje subliminal al colectivo: «¿Veis que el asamblearismo no funciona a la hora de tomar decisiones? Ya veis que lo que hay que hacer ahora es centralizar, crear un órgano independiente de carácter ejecutivo, un Parlamento, el Partido.»

Con todo mi cariño, creo que las personas que ayer estaban así rabiosas también se equivocan. El descrédito del método asambleario surge de forma espontánea desde la base de las asambleas, que se desesperan con toda la razón al ver que sus acuerdos consensuados quedan desestimados una y otra vez en la Asamblea General y les son devueltos de forma recurrente, mandatándolas para reformularlos. No creo que haya ningún campista con especial ánimo de cultivar su persona, desacreditar el asamblearismo e imponer la idea de que el «sufragio directo» es mejor que la búsqueda del «consenso». Es una simple confusión natural entre el «asamblearismo» que nos ilumina y el «asambleísmo», que a mi modo de ver no es, como dice la RAE, ‘la tendencia a que los asuntos se decidan a través de asambleas con demasiada frecuencia’, sino ‘la tendencia a que todos y cada uno de los asuntos se decidan por narices por consenso absoluto, en vez de por mayoría’.

El sábado pasado muchos de nosotros asistimos a una escena dantesca, que nos exasperó hasta el hiato. La Comisión de Educación, bastante morigerada en sus planteamientos por lo general, trasladó a la Asamblea General una propuesta de consenso que su delegada planteó como el fruto del trabajo deliberativo y cohesionador llevado a cabo por la asamblea a la que representaba durante más de una semana de arduo trabajo. El punto de consenso que se propuso a la Asamblea Madre, con la intención de que se incluyera en su tabla reivindicativa final, era el siguiente: «Exigimos una educación pública, gratuita y laica», con sus respectivas argumentaciones para defender cada uno de los adjetivos. Una porción notable de los allí presentes, los libertarios, no creen que el modelo educativo ideal deba ser público ni privado, sino autogestionado (¿acaso no funciona la Guardería del Campamento, y los niños allí se lo pasan pipa, al tiempo que aprenden cosas más interesantes que lo que les enseñan a diario en sus colegios?). Sin embargo, se callaron la boca y no plantearon ninguna opinión «radicalmente en contra», porque asumieron que el bien común debía prevalecer, y una propuesta de educación pública, gratuita y laica podía servir para aglutinar el sentir de la mayoría, indignada con el obsceno proceso de privatización de la educación que la Comunidad de Madrid, sus socios en el gobierno central y los dueños de las empresas constructoras conchabadas están implementando con descaro en nuestro entorno.

Cuando la delegada de la Comisión de Educación terminó de presentar su propuesta, una amplísima mayoría de los brazos de los asambleados se alzó, con las manos revoloteando al aire en señal de asentimiento. Si eran 1600 los brazos de los asambleados, me atrevería a decirles que 1598 de ellos estaban a favor de la propuesta. Faltaban dos, los de una mujer con sintomático aspecto monjil que los cruzó enseguida, reclamando de inmediato el megáfono para abrir el turno de palabra y expresar su desagrado. Lo que vino a decir en alto fue que ella no podía estar de acuerdo, que creía que las religiones debían incluirse en los currículos, porque eran parte de nuestra cultura y nuestra historia. Se abrió el turno de palabra, todas las opiniones eran contrarias a la voz de la discordia, pero aun así el moderador decidió suspender la propuesta de la Comisión de Educación por no haber encontrado el consenso. El punto del orden del día se zanjó conminando a los abnegados asambleístas de Educación a que volvieran a escribir su propuesta de una manera que dejase contenta a la señora monja.

He aquí el pequeño error monstruo del que les quería hablar hoy. Cuando una persona en medio de una asamblea general no se da cuenta de que ha de sacrificar su interés o sus creencias individuales en favor de una mayoría aplastante que no piensa como ella, el moderador tiene que abrir un turno de palabras por el que la voz de la mayoría intente, con razonamientos bien construidos, abrir el corazón y el cerebro del elemento discordante. Si con todos los argumentos en su contra, la persona de la discordia sigue en sus trece, entonces el moderador debería pedir una rueda rápida de opiniones por la que todos los asambleados expresen de forma positiva su opinión opuesta a la de la persona enquistada. Si la asamblea es multitudinaria, como la del otro día, se podría seleccionar una serie de voces aleatoriamente. Si ni con esas la voz singular de la zizaña se apaga, entonces hay que recurrir sin miedo ni vergüenza a la votación a mano alzada.

La Comisión de Comisiones, consciente de lo que está pasando, lleva un par de días intensificando sus esfuerzos para que se apruebe una propuesta suya para dinamizar las asambleas, y que alberga como punto principal la «regla» de que los acuerdos puedan quedar aprobados con el voto afirmativo de cuatro quintas partes de los asambleados. Esta propuesta acabará triunfando, por sentido común y por cordura. La próxima vez que la Comisión de Educación vuelque a la Asamblea General su propuesta de mínimos en defensa de la enseñanza pública, gratuita y laica, la señora con pinta de monja podrá decir misa si quiere. Su opción de veto absoluto habrá desaparecido. Al sentirse excluida y no representada, en un proceso de reflexión personal, ella tendrá que plantearse muy seriamente si seguir dentro del Movimiento o volver a su parroquia de origen o intentar entrar como numeraria en el Opus Dei, para poder cambiar las cosas desde dentro de aquellas organizaciones, si es que le dejan. ¿Pero saben lo que les digo? Yo estoy seguro de que, enfurruñada y todo, se quedará en nuestro Campamento.

Detrás de todo esto, la cuestión grande que se está planteando sobre el maravilloso solar en donde estamos viviendo consiste en saber si triunfa la pulsión integradora que nos ha llevado hasta este punto, o si por el contrario empezamos a cerrar filas en torno a los que allí pasamos la mayor parte de nuestro tiempo. Es evidente que si continuamos con la estrategia integradora, corremos el riesgo de que hordas de señoronas del Barrio de Salamanca también quieran venir a participar en nuestra asamblea algún domingo después de la misa de 7. Y que si ese día estamos un poco cansados o entretenidos en otras cosas, consigan aprobar un punto por el que conste en acta que los de la Comisión de Espiritualidad, que hacen cantos a la Pachamama y al dios Chac todas las mañanas cuando amanece el Sol, son unos felones, unos sodomitas, y se van a quemar en el Infierno. Yo personalmente, si se da el caso, me manifestaría a favor de la propuesta de las señoras del barrio de Salamanca, porque sinceramente me parece que la espiritualidad es una cosa que se desarrolla, el que la tenga, en el ámbito doméstico, y no en un territorio políticamente ocupado. Además, me parecería muy interesante poder asistir a un debate encarnizado entre el chamán que dirige el cotarro en dicha comisión y una firme devota de la virginidad de María.

En todo caso, y bromas aparte, es importante saber que ese debate entre los partidarios de seguir haciendo la envolvente y los que prefieren cerrar un poco el círculo en torno al Sol, se está traduciendo, en el espacio físico, en un debate muy serio sobre cómo gestionar la reestructuración del campamento supuestamente aprobada por la Asamblea General el domingo por la noche, cuando decidió quedarse «por ahora». Hay una propuesta firme, emanada de la Comisión de Infraestructuras, de reutilizar el material del campamento y fabricar un barracón en el que sólo quepan los que vayan a dormir cada noche. El argumento es que las noches son complicadas, personas con problemas de drogadicción o con ganas de gresca perturban el sueño o el trabajo de nuestros valientes nocherniegos. Habría que hacer un corralito, que en el futuro se convierta en punto de información donde arda de forma continua la llama de nuestra rebeldía y sirva para iluminarnos en el ignoto camino hacia los barrios. La Comisión de Migración, con la sensatez y pureza de ideas que ha venido demostrando desde el primer día, ya ha trasladado a las demás comisiones su oposición decidida a la construcción de un barracón, con lienzos y murallas que nos separen del resto. En Migración están pidiendo desde el primer día la libre circulación de personas por el mundo, sin que ningún ser humano sea ilegal, y no van a consentir que se construyan fronteras dentro de nuestro propio territorio conquistado.

Mi opinión, si es que sirve para algo, es que la Comisión de Migración y Personas tiene más razón que un ángel. Recomendaría a los bellos durmientes que se comunicasen más con los vagabundos que llevan pasando las noches de Madrid al raso, no dos semanas, sino muchos años. Quedarán alucinados, como yo me he quedado estos días, viendo el discurso político y la claridad de ideas que tiene la mayoría de ellos.

Permítanme que les ponga un ejemplo. El viernes 20 de mayo, después del subidón del desafío masivo contra la Ley Electoral y el logro de que el Campamento se mantuviera en Sol durante la jornada de reflexión, yo volvía a mi casa de amanecida. Al pasar por una plaza céntrica del Distrito de La Latina, propuse, de cansado, hacer una paradilla técnica en el medio de aquel espacio público. Después de un rato, un hombre llamado Ahmed, con la piel curtida y algunos síntomas de embriaguez, se nos acercó a pedir tabaco. Se lo dimos, le preguntamos de dónde había aterrizado, y nos contó que había llegado de Tetuán en el año 1989, que tenía 54 años, que vivía de recoger chatarra y que en estos momentos (que por el dolor reflejado en su rostro y la ruina de su dentadura se nos figuraron momentos largos) estaba durmiendo en el parque. Hablamos de lo que estaba pasando en Sol y, aunque él no había estado, nos deslumbró con sus conocimientos y su sabiduría política. El Sol brillaba en sus ojos. Nos habló con detalle de la realidad de su país, dijo que «ellos» (los gobernantes que reinan aquí y allí, y sus validos) piensan que nosotros somos dibujos animados. Al despedirse, nos dio un abrazo a cada uno de los tres que allí asambleábamos. Mientras se iba, nos recordó:

– No os olvidéis de esto. Ellos se piensan que nosotros (y se señalaba) somos dibujos animados.

Yo creo que si al final se decide construir un barracón, éste debería servir para que Ahmed y los demás personajes que viven en las calles de Madrid, tengan un espacio allí, se autoorganicen junto a nosotros y se rearmen contra quienes les han empujado a la vida cruel de la intemperie. No nos olvidemos que ellos son los primeros por quienes estamos luchando y a los que nuestro gesto simbólico de ocupación del espacio público más les sirve. Según se desprende de las declaraciones hechas por Alberto Ruiz Gallardón el pasado 13 de abril, las milicias fascistas del Ayuntamiento de Madrid, disfrazadas de amarillo fosforescente y tanquetas de agua y desinfectante, a las órdenes de la subcontrata Selur, tenían ya preparada desde hace tiempo una ofensiva para barrerlos del mapa de la ciudad y mandarlos a algún basurero privado y alejado del centro. Nuestro deber es defenderlos.

A ese respecto, vamos a ver si conseguimos proyectar esta noche en el Cine Sol la última peli de José Luis Guerín, que se llama Guest. Nos gustaria mucho pedirles a los acampados que se fijen en lo que dicen los «gamines», los «desechables» que habitan la Plaza de Armas (Tahrir) de la megápolis de Bogotá, Colombia. ¿No será que los que duermen en las calles del mundo desde hace siglos son los primeros convencidos de que la revolución es posible? ¿Por qué no nos ponemos a escucharlos un poco en serio?

Ésa fue la historia de hoy, contada de sol a sol. Mañana hablaremos de pepinos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.