La noche en la que Batista se fugó ni los borrachos andaban por las calles… El general, renunciando a la última bala de sus declaraciones, había elegido el último de sus aspavientos napoleónicos: un golpe de Estado contra sí mismo. Y desde la escalerilla del DC3 de Aerovías Q, una de sus empresas con base […]
La noche en la que Batista se fugó ni los borrachos andaban por las calles…
El general, renunciando a la última bala de sus declaraciones, había elegido el último de sus aspavientos napoleónicos: un golpe de Estado contra sí mismo. Y desde la escalerilla del DC3 de Aerovías Q, una de sus empresas con base en el aeropuerto militar de Columbia, repetía a sus cómplices los detalles claves del libreto que pretendía conservar su memoria y su régimen de «hombre fuerte». Después, la solitaria madrugada del primero de enero de 1959 no sintió el ruido de aquella nave fuera de itinerario y de las dos que la siguieron un poco más tarde aventada de jerarcas, lacayos y criminales de guerra. Tras el despegue, ciertos personajes discaron sigilosamente sus teléfonos avisándose de que el Chief se había ido…
Todos sabíamos entonces que la situación del país era la de un enfermo de gravedad que en las próximas 72 horas -plazo habitualmente médico- debía entrar en una crisis que decidiría su destino: vive o muere.
La muerte tenía que ver también con que la gente no festejara en las calles el tránsito de un año a otro. Ese espacio de propósito reformulados, esperanzas renovadas, promesas recalentadas en la probabilidad de un nuevo almanaque, era más íntimo, recoleto, familiar que nunca antes. En esos días, sobre todo en los últimos meses, los ciudadanos comunes podían convertirse en las víctimas -asesinadas o torturadas- de una equivocación, de un error policiaco que nadie jamás resarciría ante un tribunal.
Esa madrugada, solo algunos automóviles cola’epatos de hijitos del barrio refinado de Miramar, rodaban desalados por el Malecón. Quizás aún en el Casino del Hotel Nacional, o en el cabarets del Capri, turistas y gángsteres norteamericanos, y profesionales de la nocturnidad inauguraban ese jueves un nuevo año. Unas horas más tarde, abierta ya la mañana, el año comenzaba como casi todos deseaban, pero como nadie podía imaginar, salvo los que recordaban el 12 de agosto de 1933, cuando el pueblo derrocó a Gerardo Machado, otro tiranuelo predilecto de los Estados Unidos.
De súbito, la noticia partió de la voz inquieta, alterada, de una emisora que se distinguía por su sobriedad. Radio Reloj tocó a la puerta de una, dos, cien, mil hogares atrancados por el terror, o la cautela, o el apoyo militante a la insurrección cuyo estado mayor, radicado en la Sierra Maestra, había pedido silencio en las Navidades y el fin de año. La nota confirmaba lo que se escuchaba nebulosamente:
¡Batista se fue! ¡Se fue Batista!
Y la felicitación tradicional de ese primer día del año, trastornó sus letras. Fidelidades, decía una vecina. Fidelidades, respondía la otra.
Han pasado ya 46 años y solo un tercio de los habitantes de Cuba recuerdan aquel día en que miles de adultos y jóvenes, niños y ancianos se adueñaron de las calles ejerciendo la libertad que la revolución les traía en el nuevo año, como un insuperable Rey Mago. Desde entonces la mayoría de los cubanos se atrincheraron en los sueños, en el afán de construir un país distinto. Pero, si hemos perseguido sueños, la vida no ha sido tan fácil como soñar. La sangre, la abnegación, la carencia, la mutilación nos han acompañado. Ningún juicio que intente apoyarse en la sensatez, en el equilibrio, podrá negar que la obra de la revolución cubana ha sido limitada en eficacia y cuantía por la política hostil de los Estados Unidos, cuyos resortes han oscilado entre la invasión preparada por los gobiernos de Eisenhower y Kennedy, y derrotada en Playa Girón, y las sanciones económicas unilaterales que suelen ser calificadas de embargo por unos y de bloqueo por otros.
Hasta ciertos errores que podían tenerse en cuenta al pasar las cuentas en el interior de Cuba, proceden de algún modo de la constante guerra caliente o fría organizada y pagada por Washington desde 1959. Nunca desmentida, esta hostilidad ha condicionado una mentalidad de cerco en los cubanos, imponiendo un exceso de cautela ante el riesgo de caer en alguna de las acechanzas de los enemigos de la independencia y la justicia social conquistada por la revolución. ¿Quién lo negaría? La revolución surgió defendiéndose. Los Estados Unidos y sus aliados criollos y extranjeros no la querían. Ni la quieren. Las águilas de la codicia se percataron tempranamente de que el cambio de hombres de enero de l959, era también cambios de esencias.
La cautela, la necesidad constante de convocar la unidad de la nación ha retrasado o soslayado decisiones que hubiesen aligerado nuestra etapa de tránsito hacia el socialismo. Y esa reacción beneficia, desde luego, la campaña de los Estados Unidos que ve incrementadas las ganancias de sus restricciones o limitaciones contra la vida cotidiana de los cubanos. En Cuba, por ello, es posible que no todos estemos de acuerdo en que nuestra sociedad es un paraíso. Nos percatamos de nuestras contradicciones e insuficiencias. Y creemos que aún nos apremia el desafío de convertir la teoría de Marx en un dialéctico proyecto que equilibre, a pesar cuanto bueno hayamos edificado, lo social y lo económico para que la igualdad no radique en la pobreza, sino en el bienestar.
Estamos, en cambio, mayoritariamente de acuerdo en que si no vivimos en el paraíso, el paraíso es posible. Y será posible, sobre todo, si Cuba, como lo previó José Martí, mantiene su independencia de los Estados Unidos.