Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
4. La vida en el Gueto.
Alrededor de Ramala, el Muro de Segregación todavía presenta el aspecto de una serpenteante alambrada electrificada, rodeada de carreteras militares y pequeños huertos, en lugar de los bloques de hormigón que se ven en otras ciudades. A cinco minutos de coche en dirección de la cercana aldea de Rafat, situada entre Ramala y Jerusalén, se encuentra uno de bruces con tres tramos del Muro. El Muro que separa Jerusalén de sus barriadas árabes de Beit Hanina, Shu’fat y al-Ram, se extiende hacia el norte para rodear el aeropuerto de Jerusalén, mientras que excluye a los barrios árabes alrededor del aeropuerto. Desde allí, forma un lazo que aísla el aeropuerto de la cercana Rafat, y vuelve a hacer un zig-zag para rodear la zona militar israelí que se encuentra en el otro extremo de la ciudad. Como consecuencia, esta pequeña aldea está casi cercada por el Muro por tres de sus extremos y queda unida por una estrecha carretera al enclave un poco mayor de Ramala.
En el interior del Muro de Segregación, esos enclaves palestinos, que antes eran ciudades prósperas, ahora se parecen más a guetos en sentido estricto. El cerco físico y la desesperación de sus habitantes producen un aparente caos. Las moderadas declaraciones de la Autoridad Palestina se contradicen con los miles de pintadas en las paredes de todos los edificios del centro de las ciudades: «No a los traidores Acuerdos de Ginebra», «no a las negociaciones», «recordaremos siempre a los mártires», etc. etc. Esos eslóganes están por todas partes junto a miles de fotografías de los mártires, en su mayoría palestinos normales que perdieron la vida por la violencia israelí. A pocos pasos de la Iglesia de la Natividad, vimos un cartel reciente, en el que figuraba un niño de once años asesinado en Belén la semana anterior. Al lado de una tienda en Ramala vemos un andrajoso cartel dedicado a un joven muy guapo. Un conocido me informó de que el muchacho era su primo: «los israelíes le asesinaron a los cuatro meses de su boda». Da la impresión de que todos conocen a alguno de los asesinados o son familiares suyos.
Antes de nuestro viaje, intenté apaciguar la natural ansiedad de mi mujer mostrándole estadísticas, con las que pensaba que podía probar que existían pocas probabilidades de resultar tiroteados. Entré en la web de la Cruz Roja y bajé los últimos datos. Con el deseo de hacer el viaje lo más aceptable posible, tomé los datos más conservadores que pude encontrar, los que sólo mostraban las víctimas civiles, excluyendo a los policías de la Autoridad Palestina, a cualquiera que perteneciera a grupos de la resistencia, e incluso a las víctimas de los asesinatos israelíes extra-judiciales. Aunque, tal como esperaba, la posibilidad de resultar asesinado en Ramala no era muy alta, me sentí conmocionado por el número de palestinos heridos: 5.000 en el distrito de Ramala durante los últimos cuatro años, lo que según el censo de 1999, con una población de 250.000, indicaba que uno de cada 50 habitantes de Ramala había sufrido heridas en la Intifada, normalmente por armas de fuego israelíes. Ello suponía que en un corto paseo por las atestadas zonas del centro de la ciudad, sin duda, encontraríamos o pasaríamos al lado de al menos un puñado de víctimas de la Intifada, lo que no resultaba muy confortador.
El control económico de Israel en las zonas palestinas aumenta la sensación de cautividad. Yo había boicoteado los productos israelíes en EE.UU., por lo que me vi sorprendido al ver los mismos productos israelíes en las estanterías de la mayoría de las tiendas de Cisjordania. La explicación que se me dio fue que era muy difícil encontrar otros productos por la simple razón de que Cisjordania se había convertido en una economía completamente cautiva. Debido al control israelí de las fronteras, los productos israelíes pueden pasar con mayor facilidad que los otros, mientras que los productos palestinos de Cisjordania se tienen que enfrentar a restricciones a la exportación. Incluso los productos agrícolas de una aldea cisjordana tienen grandes dificultades de transporte para su venta en los principales mercados de Cisjordania. Por ejemplo, muchas aldeas están aisladas por completo, y las carreteras que conducen a ellas cerradas permanentemente lo que impide que los camiones de mercancías lleguen a ellas. Incluso cuando los camiones pueden hacerlo, necesitan permisos para circular por algunas carreteras del interior de Cisjordania y para pasar los puntos de control israelíes, permisos que son difíciles de conseguir y que no se conceden con la frecuencia que se desea. Por ello, las cosechas llegan a los mercados sólo de forma ocasional y con mucho retraso.
La misma sociedad palestina es responsable en parte de la autocomplacencia económica: he visto a palestinos bebiendo despreocupadamente la cerveza israelí Maccabee cuando podían tomar cervezas palestinas o de otros países, o renunciar a ese trago de cerveza. Lo mismo ocurre con el café israelí, bebidas refrescantes, chocolate y otros productos de consumo que pueden considerarse un lujo para un pueblo que lucha por su supervivencia. Todavía peor es la corrupción oficial- de la que se habla abiertamente en las calles- de los funcionarios palestinos que venden cemento a las compañías israelíes encargadas de la construcción del Muro de Segregación, por ejemplo. En un plano más individual, se existen tiendas para turistas en el Viejo Jerusalén, que a pesar de pertenecer a palestinos, exhiben orgullosamente camisetas y productos con símbolos a favor de los sionistas y contra los palestinos. Si bien el propietario puede conseguir un dólar por la venta de una camiseta del ejército israelí, muchos turistas extranjeros y sus conocidos se sentirán emponzoñados por esa propaganda y, en última instancia los palestinos sufrirán.
Se podría haber hecho mucho más en términos de resistencia pacífica a la ocupación si los dirigentes nacionales palestinos lo hubieran querido. Además de boicotear los productos israelíes, se hubiera podido realizar un serio esfuerzo para acabar con las trabas de los permisos israelíes y el sistema de restricción de movimientos. Cada palestino que quiere viajar se enfrenta al dilema de aceptar y reconocer de hecho las normas israelíes al solicitar el permiso, o desafiar las leyes israelíes y circunvalar las carreteras bloqueadas a costa de graves riesgos personales. Si se hubiera adoptado la decisión colectiva de hacer el boicot a los permisos israelíes y decidir «puentear» los checkpoints al viajar, los riegos personales se hubieran compartido y los opresivos controles de carreteras israelíes habrían quedado vacíos y rechazados. En su lugar, la Autoridad Palestina, aprobó oficialmente el bloqueo de las carreteras y lo legitimó al actuar como intermediaria de los palestinos para conseguir los permisos. Así, los negocios continúan a expensas de las prioridades nacionales.
En contraste con la complacencia oficial, gran número de ONGs y de iniciativas locales intentan compensar estas actuaciones mediante pequeñas actuaciones para conseguir una sociedad independiente. Durante nuestra estancia, tuvimos la oportunidad de visitar la Universidad de Birzeit, donde una reciente escuela de periodismo se afana en educar un cuadro de jóvenes palestinos en la importancia de la palabra escrita y hablada. Los estudiantes dirigen las pequeñas emisoras de radio y televisión de la universidad, bajo la asesoría de experimentados periodistas palestinos. Otra ONG, al-Haq (La ley al servicio del hombre), estaba recopilando con el máximo rigor todas las violaciones de los derechos humanos en Palestina, tanto los cometidos por las autoridades israelíes como los de la Autoridad Palestina. Pudimos ver una exposición de fotografía y otros documentos que mostraban los castigos colectivos israelíes, un crimen de guerra según las Leyes Internacionales. La exposición se celebraba en el Centro Cultural Sakakini de Ramala, una de las instituciones que trabajan esforzadamente para educar a la población y para facilitar una salida a la creatividad artística. Otra institución parecida que visitamos es el Centro al-Qattan, ONG especializada en la formación de profesores y en el desarrollo de los planes de estudio en las zonas palestinas de «autogobierno» con el objetivo de reafirmar muestra identidad independiente.
En Jerusalén nos reunimos con miembros de la Fundación Faisal Husseini, que en la actualidad está implicada en un ambicioso proyecto para conseguir dinero en apoyo de la sanidad y educación públicas en el abandonado Jerusalén Este. Aunque Israel considera la totalidad de Jerusalén su capital unificada, la municipalidad israelí gasta muy poco dinero en los barrios árabes de la ciudad y los está reduciendo a guetos. Haciendo turismo por la Ciudad Vieja, por ejemplo, no pude encontrar un simple contenedor donde depositar mi basura, por lo que me vi obligado a añadirla a la ya existente que da una falsa imagen del Jerusalén árabe como ciudad atrasada y poco civilizada.
Por contraste, no pude escapar a las enormes cámaras israelíes, situadas en cada esquina de las calles y que cubren centímetro a centímetro la Ciudad Vieja, vigilando todos los movimientos de los 250.000 palestinos que viven en la ciudad. Según el sistema israelí, las escuelas de Jerusalén que reciben dinero de la corporación municipal tienen que impartir el curriculum israelí en hebreo, dirigido a borrar la identidad palestina de los niños y a proporcionarles la manipulada versión israelí de la Historia. La Fundación Faisal Husseini intenta oponerse a esta tendencia mediante la consecución de fondos para apoyar escuelas alternativas que impartan un currículo palestino y mantengan a los niños alejados de las calles y de las drogas.
En general, los palestinos que se encuentran en esos enclaves mantienen escasas esperanzas de liberarse a sí mismos bien sea a través de negociaciones bien sea por medio de acciones militares. Pocos prevén un final inminente de la ocupación, del desmantelamiento de las colonias ilegales o incluso de la caída del Muro de Segregación. Para la mayoría de los palestinos, la resistencia hoy consiste en la mera supervivencia- «Sumud» en Árabe-, o en permanecer existiendo en su tierra y esforzarse en conseguir una vida normal a pesar de todos los obstáculos que Israel pone en su camino para forzarles a que se vayan.
5. Cambiar el Mapa.
Después de contemplar directamente en este viaje el desarrollo de los acontecimientos, para mí es evidente que lo que está sucediendo allí es un auténtico genocidio. Un genocidio a cámara lenta pero un genocidio en cualquier caso. Cuando el Muro de Sharon se haya completado varios millones de palestinos quedarán rodeados por completo, separados del mundo y entre ellos mismos. Sus tierras y recursos hídricos quedarán en la zona israelí del Muro y sus únicos medios de supervivencia estarán más allá del Muro a los que sólo tendrán acceso mediante las autorizaciones de los vigilantes militares israelíes de los puntos de control. Y esto es, en efecto, un genocidio subvencionado en gran parte por los señores contribuyentes estadounidenses, incluido yo mismo por irónico que resulte.
Es obvio que los obstáculos que Israel impone para cubrir las necesidades más esenciales de la vida cotidiana lo son para que la gente se vaya y no vuelva, y equivalen a una limpieza étnica a falta de otra palabra mejor. Incluso la mayoría de los palestinos que permanecen allí no deben ser vistos. Cisjordania se ha transformado en un patio principal israelí con pequeñas huellas de vida árabe a la vista. Una gran red de nuevas carreteras atraviesan las montañas para enlazar las enormes colonias israelíes (denominadas «asentamientos»). Los viejos caminos que unían las ciudades y aldeas árabes han sido bloqueados simplemente y se han dejado perder. Los árabes que quieren viajar de una parte a otra de Cisjordania tienen que adentrarse en estrechas y remotas carreteras y, con frecuencia, dejar los coches y caminar a través de colinas desnudas, arriesgándose a ser tiroteados por los «colonos» israelíes que tiran al blanco con ellos.
Un viajero que conduzca por las nuevas carreteras israelíes no verá rastros de vida árabe, sólo «barriadas» judías como llaman cariñosamente los israelíes a sus ilegales y opresivas colonias, construidas para rodear a las aldeas árabes sobre tierras expropiadas de forma ilegal a los campesinos árabes. Incluso los carteles están todos en hebreo e inglés, con los nombres de lugar modificados para que parezcan hebreos. Por ejemplo, en lugar de las ciudades históricas de Beit ‘Ur de arriba y Beit ‘Ur de abajo- las mismas Beth Horon de arriba y abajo mencionadas en el libro de Josué como ya existentes antes de su invasión de Canaá, ahora se encuentra una única y enorme colonia llamada simplemente «Beth Horon», construida cerca de sus homónimas árabes. Aunque las aldeas árabes todavía existen, se hallan convenientemente ocultas desde las nuevas vías de circunvalación que excavadas en la montaña.
Parece que los nombres o la percepción que se tiene de ellos son fundamentales en este conflicto. Jerusalén, por ejemplo: los árabes desde siempre la han conocido como al-Quds– la ciudad santa-pero desde que los israelíes se hicieron con su control han intentado imponer el nombre hebreo arabizado de «Orashalim», por ejemplo en los partes meteorológicos. Cuando era niño, recuerdo que los señales de carretera que indicaban Jerusalén eran muy sencillos: «Yerushalayim», en hebreo, «al-Quds», en árabe, y «Jerusalem», en inglés. Cuando volví en 1993, me di cuenta de que se había convertido en «Orashalim al-Quds» en árabe, en lugar del simple «al-Quds». Hoy, en una carretera cerca de la ciudad árabe de Nazaret, en una señal de tráfico he leído su esquela de defunción: «Orashalim (al-Quds), con la palabra al-Quds entre paréntesis y con letras pequeñas, lo que me llevó a preguntarme. «¿Cuál será lo siguiente?» ¿Sólo «Orashalim?
Por supuesto que esta locura de construcción de colonias y carreteras ha producido un enorme impacto medioambiental al agotar las tierras de labor y las fuentes de agua y al desgarrar el paisaje de las colinas. Es difícil encontrar hoy en Cisjordania una cima de montaña en la que parar sin ver alambradas o un muro de 8 metros de altura. Los cuatro millones y medio de palestinos que residen en Cisjordania, Gaza e Israel son casi invisibles. En Ramala los he encontrado muy tranquilos. Aunque los palestinos no se sienten felices con la situación, les resulta muy difícil tan siquiera protestar de forma pacífica cuando su opresor se encuentra parapetado convenientemente tras varios metros de Muro. Resulta muy fácil controlar a una población cautiva, con una economía cautiva.
La situación en el interior de Israel todavía es peor. Yo no puedo ni soñar con volver algún día a la tierra de mis antepasados cerca de Yafah y Ramleh. En la actualidad tengo que suplicar que se me conceda permiso para visitar esas ciudades. Ni tan siquiera puedo pasar allí la noche ya que mi permiso establece de forma explícita » de las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche», con varios puntos de control que cierran completamente a las seis de la tarde. Conduciendo por las tierras de Palestina ocupadas en 1948, apenas se encuentran huellas de que la zona estuvo habitada antes por árabes. En apariencia, la masiva campaña de destrucción llevada a cabo a partir de 1948 ha dado resultado. Si me esfuerzo y presto atención podría ver allá un edificio árabe destruido parcialmente, o acá los restos de un cactus de una granja árabe, pero de la mayoría de las 418 aldeas que Israel ha demolido no queda rastro alguno.
Al cruzar la «línea verde» desde Cisjordania hacia Israel, súbitamente uno se siente transportado desde el cuarto mundo al primero. Actualmente, Israel ofrece la imagen de una enorme megalópolis donde los especuladores se frotan las manos ganando dólares con el descontrolado crecimiento urbano, mientras el centro de las ciudades (en el que habitualmente viven los árabes israelíes) se deja que se vaya cayendo a pedazos. Han desaparecido los grandes campos de naranjos que en los años 90 había entre Ramleh y Yafa. En su lugar, los israelíes han construido enormes bloques de apartamentos, almacenes y avenidas urbanas. En la actualidad, Israel está poblada de una mayoría de rusos. En Jaifa y en Jerusalén, se oye en las calles más ruso que hebreo o árabe, y el ruso es ahora lengua oficial en los anuncios de muchos lugares. Me pregunto por qué el lugar de origen de mis antepasados resultaba más accesible a personas de origen ruso o eslavo (cuyos ancestros quizás se habían convertido al judaísmo en fecha reciente y no habían tenido relación alguna con esa tierra) que a mí. ¿Con qué derecho? ¿Porque Dios lo ha establecido así?
Vimos la misma tendencia al volver al aeropuerto. Gentes de todo el mundo recibían la bienvenida a Israel: europeos, estadounidenses, argentinos, etíopes, chinos. Todos pasaban el control de fronteras con facilidad, excepto aquellos pocos de nosotros que realmente éramos originarios de esta tierra y nos aventurábamos a volver, y a quienes se nos llevaba a aquella sala árabe donde se nos ignoraba durante horas, como si los empleados del aeropuerto tuvieran muchas cosas importantes que hacer y como si se nos estuviera diciendo que no éramos bien acogidos aquí.
Empecé a tener esa sensación ya en 1993, cuando hice mi primer viaje de vuelta tras marchar para hacer estudios universitarios en mitad de la primera Intifada. Habían cambiado muchas cosas, entre ellas el supuesto «acuerdo marco» entre la OLP e Israel. Lo que me llamó la atención entonces fueron los cambios en el terreno: el casi permanente cierre de Jerusalén (una medida nueva en aquella época), los proyectos de construcción masiva en las colonias israelíes en Cisjordania, y el inicio de la enorme red de carreteras que unía las colonias y rodeaba la ciudades árabes. Viajando por una de esas carreteras (en aquella época todavía accesibles a los palestinos), al pasar por Beth Horon me fijé en un pequeño letrero en árabe que señalaba las dos aldeas de Beit ‘Ur. Una vez en la carretera principal que va de Ramala hacia el Oeste, las aldeas de Beit ‘Ur se encontraban apartadas del camino, y sólo se podía llegar a ellas a través de un camino lateral de la carretera colonial. Miré a derecha e izquierda y en lugar de las viejas y familiares casas abovedadas de Beit ‘Ur me encontré con los tejados rojos de la moderna Beth Horon. En vez de los campos cultivados, bordeados de cercas de cactus, vi pequeñas parcelas rodeadas de alambradas que protegían a la nueva colonia. ¿Seguro que eso era Cisjordania? ¿No se suponía que era el último baluarte de la tierra palestina? Busqué alguna señal de que allí había vida árabe pero, salvo el pequeño cartel que indicaba Beit ‘Ur, el resto de las indicadores estaban en inglés y hebreo exclusivamente, y señalaban los lugares bíblicos y las colonias israelíes con nombres de origen bíblico. De pronto, me sentí como un extranjero en mi propia tierra, como si la historia se hubiera abierto de par en par y hubiera engullido la memoria de mis antepasados.
Miles de años desaparecidos en el vacío, de forma que los años 90 se hubieran enlazado directamente con los tiempos bíblicos. Al volver a casa, me sentí asaltado por el miedo de que un turista que visitara Tierra Santa y no conociera mucha historia pudiera creer que nunca hubo árabes en esas tierras. Viajando por Cisjordania, a sólo unos centenares de metros de millones de palestinos, un turista desinformado podría tener la impresión de que los judíos habían vivido permanentemente en una tierra que no había cambiado desde la época de Jesucristo.
Visto desde los tiempos actuales, aquella sensación aterradora de invisibilidad y alienación que experimenté en 1993 fue sólo una premonición de lo que iba a suceder. Las colonias en rápida expansión que vi entonces eran simples embriones de las megalópolis que ahora ávidamente se adueñan de cada uno de los centímetros de aquel paisaje lleno de gente. Los tejados rojos de Beth Horon han quedado eclipsados por los rascacielos de Modi’in, otra nueva colonia que sobrevuela la carretera. El cartelito que indicaba la dirección a Beit ‘Ur ha desaparecido, la carretera secundaria que conectaba Beit ‘Ur con la carretera colonial está totalmente cegada, aislando a las dos aldeas del resto del mundo. La misma carretera colonial ya no es accesible directamente desde Ramala y su único acceso, cercano a las instalaciones militares a través de Beitunia, está también bloqueado. La única posibilidad que tienen los palestinos de acceder a esa carretera es cruzar el primer checkpoint hacia Jerusalén (que precisa de un permiso), y llevar un coche con placas de matrícula amarillas, que le identifican a uno como «israelí».
Hoy, los turistas que viajan por Cisjordania tienen que esforzarse en buscar a palestinos para encontrar alguno. Con pocas excepciones, Israel controla la mayoría de los lugares turísticos históricos, incluso en el interior de Cisjordania. Antes de iniciar este viaje, mi mujer y yo dedicamos mucho tiempo a consultar libros de viaje para intentar identificar lugares de interés para ella. Yo quería mostrarle todo lo que pudiera de mi país, pero todo el tiempo que invertimos en ello fue tiempo perdido. La mayoría de los lugares interesantes no resultaban accesibles para los palestinos, debido a las carreteras cortadas o por encontrarse detrás del Muro. Tuve mucha, mucha suerte al conseguir permiso para visitar «Israel» y Jerusalén, pero la mayoría de la gente de allí es menos afortunada- una generación completa de niños palestinos que han crecido en Belén o Ramala- a sólo diez minutos de Jerusalén-, no han podido visitar la ciudad santa. Viven en una de las más ricas partes del mundo, en el terreno histórico y cultural, pero no se les permite disfrutar de esa riqueza. Al controlar los lugares históricos, los israelíes se aseguran también de que los turistas se llevan su versión de la historia. Los israelíes, de esta forma, controlan el futuro al ignorar o dejar de lado nuestro pasado.
Hoy, soy realmente un extraño en mi propio país. Se me discrimina incluso para entrar en el aeropuerto porque en mi pasaporte figura como «ciudad de nacimiento» Jerusalén, y por si fuera poco tengo que solicitar un permiso para visitar mi lugar de nacimiento.
6. Una excursión a Tel Aviv
La última semana de nuestra estancia, decidimos visitar Tel Aviv. Era Lunes de Pascua, y muchos cristianos de toda Palestina se reunían para celebrarlo en la ciudad árabe de Yafa, en la actualidad muy despoblada y rodeada por Tel Aviv. Decidimos ir con un grupo de amigos de Ramala todos los cuales, al ser cristianos, podíamos obtener un permiso especial de Pascua para viajar a Israel. Al visitar Yafa y Tel Aviv, contrastaban de forma evidente dos cosas en las dos ciudades vecinas. En el primer momento, quedamos fascinados por los amplios barrios de modernos edificios, los hoteles frente a la playa y el interesante estilo arquitectónico de Tel Aviv. Tel Aviv, a la vista de sus edificios y playas daba la impresión de ser un rico centro internacional de las finanzas, o un lugar de la Riviera francesa.
Volver a Yafa, fue como entrar en un barrio del tercer mundo con la mayoría de sus edificios decrépitos y desmoronándose. Con muchos de ellos con las huellas de la destrucción producida en la guerra de 1948, Yafa recordaba a una auténtica ciudad fantasma. En otros tiempos considerada la «novia de Palestina», su ciudad más moderna e importante, con jardines y playas por todas partes, y capital de la industria de la naranja, Yafa, una vez que sus cien mil habitantes fueran expulsados violentamente en 1948, ha quedado reducida a un barrio decrépito y se ha convertido en centro del tráfico de drogas. La causa principal de la decadencia, además del exilio de sus gentes, ha sido su anexión al término municipal de Tel Aviv, cuya corporación municipal es casi en el 100% judía. Durante más de 55 años de gobierno, la municipalidad ha concedido pocas licencias de construcción o rehabilitación en Yafa, de forma que las nuevas edificaciones son los hoteles y restaurantes de propiedad judía, o el nuevo y rehabilitado complejo de la «Ciudad Vieja», ahora dirigido por judíos. Muy pocos de los habitantes árabes de Yafa han obtenido esas licencias, lo que ha ocasionado que las casas árabes, las mezquitas e iglesias, así como otros edificios públicos se hayan ido deteriorando y destruyendo. Los árabes que se arriesgan a construir sin licencia- aunque sólo sea arreglar una gotera del tejado o añadir a la casa una habitación para sus hijos-, corren el peligro de que la casa entera sea arrasada por las excavadoras de las autoridades israelíes. En resumen, así es cómo Yafa se ha convertido en un barrio marginal.
A pesar de esa decadencia, tengo que resaltar cómo los habitantes de Yafa llenaban las calles aquel Lunes de Pascua, celebrando gozosos la festividad, participando en desfiles, con las iglesias atestadas de gente, merendando en los parques y bañándose en las playas. Resultaba una señal alentadora: a pesar de todas las opresiones y la decadencia que les rodeaba, los habitantes palestinos de Yafa y sus visitantes todavía conservaban el gusto de sentirse vivos y de disfrutar con los sencillos placeres de la vida.
Ello contrastaba con la impresión que nos produjo Tel Aviv. A la sombra de los fantásticos hoteles y de los modernos edificios, las calles estaban vacías y las playas desiertas. Las tiendas estaban cerradas y los coches permanecían aparcados delante de las casas. Quizás se debía a la celebración de Pesach (la Pascua de los judíos), pero ¿no era de esperar que la gente estuviera disfrutando de la festividad y yendo a los lugares públicos? Durante nuestra estancia en Tel Aviv pudimos percibir nerviosismo en el ambiente. Habían pasado más de dos semanas desde el asesinato del líder de Hamas, el Jeque Ahmada Yassin, y no se había producido ninguna represalia. El hecho cierto de que no se hubiera producido ningún ataque suicida hacía que todo el mundo presagiase que llegaría una represalia cualitativamente diferente de cualquiera otra de las sufridas en el pasado. Todo el mundo caminaba con la impresión de que el cielo pudiese estallar en cualquier momento. Podíamos percibir el miedo que abrumaba a Tel Aviv. Incluso una heladería en la que entramos disponía de guardia de seguridad para registrar a los clientes cuando llegaban a la puerta. Personalmente, desde luego, estábamos preocupados por partida doble, no sólo por el riesgo de resultar heridos si se producía un atentado aquel día, sino por el hecho de que, por el hecho de ser palestinos, éramos los sospechosos habituales y, por ello, potenciales objetivos de los eventuales actos de venganza.
De cualquier manera, no pude sino sentir piedad por los habitantes de Tel Aviv. Se veían pocos niños en las calles, ya que la gente, por miedo, mantenía a sus hijos en casa. En lugar de disfrutar de sus vidas, permitían que sus propios miedos los tuvieran cautivos. Al intentar deshumanizarnos con el Muro y la opresión militar, eran ellos quienes acababan deshumanizándose a sí mismos, como todos los ocupantes coloniales que piensan que sólo la fuerza les puede proporcionar seguridad.
A pesar de la extrema vulnerabilidad de los palestinos, no había sentido un miedo tan abrumador como el que experimenté en Tel Aviv. Las calles de Ramala, Belén, o del mismo Jerusalén árabe, estaban bastante llenas de gente que iban a sus tareas diarias, y estaban como siempre ocupadas. Aunque la gente se queja y aspira a una vida mejor, la mayoría de los palestinos que conozco duermen bien por la noche. En Tel Aviv, sabedores de las injusticias que han infligido y continúan infligiendo a los nativos palestinos, los israelíes no disfrutan de sus lujos. El asesinato del Jeque Yassin se suponía que terminaría con Hamas y les proporcionaría seguridad. En lugar de ello, sólo ha servido para avivar sus miedos todavía más. Los muros que encierran a todas las ciudades y aldeas palestinas no son suficientes para apaciguar ese miedo. Es como si cada sombra palestina, cada rumor árabe, cada nuevo recién nacido palestino, fueran suficientes para producir escalofríos en los cuerpos israelíes. Pude experimentarlo personalmente en Haifa. Mientras estaba en un mirador en el Monte Carmelo entre unas pocas familias judías cambié unas palabras en árabe con nuestro conductor, algo tan simple como «¿qué hora es?». De repente, en pocos segundos, todo el mundo había desaparecido lleno de miedo. Las palabras se habían convertido en un arma de fuego.
Incluso antes de llegar a Israel, durante el vuelo a Tel Aviv y en el aeropuerto, percibimos ese miedo israelí. Todo el mundo recelaba, ningún israelí fue capaz de cerrar tranquilamente sus ojos y dormir en el avión. Todo el mundo miraba alrededor, vigilaba a sus vecinos, intentaba escuchar a escondidas sus conversaciones por si su vecino fuera un «terrorista». Lo mismo ocurría con los soldados en los puntos de control: tenían que vigilar lo que estaba a sus espaldas, a pesar de estar bien provistos de modernas armas. Torres de vigilancia de aspecto medieval dominaban el horizonte de cada checkpoint, con soldados en alerta continua, parapetados tras paredes blindadas y cristales a prueba de balas para evitar convertirse en objetivo de francotiradores.
Aunque no puedo sentir compasión por los soldados ocupantes, siento piedad por los niños de Tel Aviv, obligados a crecer con miedo en el interior de sus casas, sin que se les permita jugar fuera, sin poder ir a la playa por el hecho de que sus padres cometieron injusticias. Me entristece pensar que tienen pocas expectativas de vida salvo la de servir en el ejército al igual que todos los israelíes para perpetuar esa surrealista forma de vida. También siento compasión por los niños palestinos de los campos de refugiados, que han nacido en un auténtico infierno, rodeados de alambradas y muros, acorralados en la pobreza y aprendiendo cuando van a la escuela la violencia de los soldados de ocupación. Me resulta imposible imaginar la desesperanza en la que se deben sentir al crecer en una prisión física de la que no pueden escapar.
El resultado final es una sociedad israelí que desarrolla la creencia de que no existe otra alternativa que la solución militar mediante la cual, de forma unilateral, imponer su voluntad gracias a su superioridad militar, y una sociedad palestina que se resiente del militarismo de Israel y que, perdida la esperanza en una solución pacífica y amenazada de extinción, ve como única salida la resistencia armada.
Habida cuenta de todo ello, considero decepcionante y casi ridículo que los políticos internacionales estén todavía enredados en laberínticos planes de partición, conocidos como «la solución de dos Estados». Desde 1947, se han propuesto muchas soluciones basadas en la división de la tierra entre los dos pueblos: una ristra de resoluciones de la ONU, varios planes estadounidenses, el plan de la OLP de 1988 que condujo a los acuerdos de Oslo de los años 90, y recientemente al Informe Mitchell, la Hoja de Ruta y, para terminar, los abortados «Acuerdos de Ginebra». El hecho de que ninguno de esos planes haya servido debería ser un testimonio de la inutilidad de una solución que se basa en partir un territorio como si se tratara de una manzana. Una división en dos estados nunca estará bien delimitada, y nos obligará a elegir entre peligrosas fronteras serpenteantes, como el moderno Muro de Segregación israelí, o fronteras rectilíneas que dejarán a mucha gente en el lado inapropiado, o a emigraciones forzosas masivas que producirán heridas durante muchas generaciones. La fórmula de los dos Estados ignora el derecho de los individuos, y busca en su lugar cimentar un sistema de segregación al crear otro sistema de segregación opuesto. Ya hemos visto lo bien que funciona una solución semejante en el subcontinente indio, una solución cuyos 55 años de «éxito» han registrado un sin número de guerras mortíferas y amenaza al mundo entero con un holocausto nuclear.
Por contraste, un compromiso mucho más racional llevaría a la misma solución que dio fin al Apartheid en Sudáfrica y que funciona razonablemente bien aquí, en Estados Unidos: un único Estado, basado en una Constitución que garantiza la igualdad de derechos para todos, sin tener en consideración la etnicidad, raza o religión. De esa forma, los judíos que quieran comprar legalmente tierras en Hebrón y vivir allí podrían hacerlo sin sufrir el estigma de verse llamados colonialistas y precisar del ejército para imponer su presencia. A su vez, los palestinos, como yo, originarios de Yafa o Ramleh serían libres para recuperar las tierras de sus padres y establecerse en ellas, si lo desearan. La constitución tendría que proteger los derechos de las minorías al mismo tiempo que respetar la voluntad de la mayoría y garantizaría la igualdad de derechos individuales.
En países como Estados Unidos que disfrutan de todos los privilegios de una democracia constitucional y libre, y que incluso se autoproclaman garantes de ella, oponerse a la solución de un Estado único en Palestina-Israel es imperdonable. Para muchos estadounidenses, sería impensable aprobar una ley que prohibiera a los negros comprar tierras en ciertas regiones, o que prohibiera a los Latinos casarse con blancos. ¿ Por qué, entonces, habrían de aceptar esos mismos estadounidenses una discriminación semejante como «solución» al conflicto en Oriente Próximo? La igualdad ante la ley y el derecho al voto son derechos humanos fundamentales que trascienden la identidad nacional. Una solución basada en dos Estados nunca ofrecerá a la gente tanta libertad como la de un único Estado, semejante al establecido en Sudáfrica.
Dr. Saber Zaitoun es el seudónimo de un palestino-estadounidense, que está en la treintena. El Dr. Zaitoun creció bajó la ocupación israelí y fue a Estados Unidos por primera vez para completar sus estudios durante la primera Intifada. Está casado, y en la actualidad es profesor en una Universidad de la Costa Este. Para más información sobre su viaje a Palestina, por favor consulten: www.triptopalestine.com
1 Título de una serie de seis artículos sobre el viaje a Palestina realizado por un profesor palestino de nacionalidad estadounidense. Se publican en dos partes, cada una de las cuales agrupa tres de los artículos.
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