Me imagino la decepción de George W, de John F y de los gusanos de Miami, cuando alguien les sopló que Fidel Castro había caído. «¿Por fin lo derrocaron?», preguntaron mientras corrían a la heladera a buscar champán. «No, se resbaló y cayó», les habrán aclarado. En Argentina el dicho popular reza: «Un resbalón no […]
Me imagino la decepción de George W, de John F y de los gusanos de Miami, cuando alguien les sopló que Fidel Castro había caído. «¿Por fin lo derrocaron?», preguntaron mientras corrían a la heladera a buscar champán. «No, se resbaló y cayó», les habrán aclarado. En Argentina el dicho popular reza: «Un resbalón no es caída».
Cuando quedó claro que el jefe de Estado cubano había tenido un resbalón que le provocó fracturas en una rodilla y el brazo derecho, esos seudo defensores de los derechos humanos que se turnan cuatro años en la Casa Blanca hasta llenarse los bolsillos, volvieron a mostrar toda su inhumanidad. El portavoz del Departamento de Estado, Richard Boucher, declaró que no le deseaban ninguna mejoría al líder cubano.
Es que los dirigentes norteamericanos son casi humanos. Parecen gente pero son genocidas. El peor de todos ellos ordena torturar a los detenidos en la base de Guantánamo, territorio usurpado a Cuba, y deja a los ciudadanos americanos sin vacunas. El demócrata que quiere desplazarlo de su sillón presidencial, agita ante las cámaras de TV que la hija del vice de su rival es lesbiana, como si fuera un delito.
Fidel Castro, en cambio, cuando el pueblo estadounidense estaba shockeado por el atentado a las Torres Gemelas, instantáneamente ofreció los hospitales cubanos, donación de sangre y el uso de sus aeropuertos. La diferencia está a la vista. Por eso Fidel es como las águilas que vuelan alto, entre las nubes. Aquellos dos candidatos a la presidencia son como las víboras, que reptan y nunca llegarán más alto que el suelo o un arbusto (valga el juego de palabras para Bush).
Estoy convencido que el estadista cubano es como las águilas. Recuerdo que en 2003 el movimiento indígena norteamericano lo premió con una pluma de águila, su mayor condecoración. Los indios norteamericanos, que tienen presos políticos como Leonard Peltier desde hace 28 años y una historia de sufrimientos, saben distinguir perfectamente entre los continuadores del Séptimo de Caballería y los amigos. Los pobres del Bronx, los pastores de la Paz del reverendo Lucius Walker y tanta gente progresista perseguida y detenida por años en EE.UU. como el periodista afroamericano Mumia Abu Jamal, también. Fidel es su amigo del alma y se habrán preocupado, como en Argentina y el resto del mundo, por las fracturas provocadas por ese resbalón en la plaza Ernesto Che Guevara, el 20 de octubre pasado.
Si hasta creo que el propio Che habrá querido levantarse de su mausoleo para correr a darle una mano a su hermano Fidel. Pero no hizo falta porque al punto se acordó que no estaba en Vallegrande sino en Cuba, donde la medicina de primer nivel es una conquista de todo el pueblo. Los médicos se ocuparían de ese paciente famoso como curan a los once millones de cubanos. Y como lo hacen gratuitamente con muchos miles de pacientes en Haití, Nicaragüa, Venezuela y otros países del Tercermundo. Ellos no son sólo expertos en el arte de curar sino también, y fundamentalmente, doctorados en humanismo revolucionario. ¿Dónde aprenden eso los cubanos? En toda la isla, de punta a punta, menos -por ahora- en la base de Guantánamo arrebatada por los malos vecinos en 1902. Allí los ocupantes enseñan otras cátedras: Torturas I, II, III y así hasta que los presos, sin abogados, revienten.
Una de las voces más brutales que resonaron fue la de Loyola de Palacio, la española del Partido «Popular» y vicecomisaria de la Unión Europea, quien declaró que espera que Fidel «muera cuanto antes y que espera estar viva para verlo». Pobre franquista. Que no apueste tanto a la muerte porque le puede pasar como a Celia Cruz, que también había hecho planes para volver a La Habana bailando salsa en festejo por la muerte del héroe y la parca la llamó antes a ella en Miami. O como también le pasó al difunto Jorge Más Canosa, presidente vitalicio de la Fundación Nacional Cubano-America y financista del terrorismo anticubano, otro que crepó antes que Castro.
Los cavernícolas que odian a Fidel confunden sus deseos con la realidad. Uno de los más preparados intelectualmente, Andrés Oppenheimer, ya sufrió flor de desengaño: publicó «La hora final de Castro» en 1993 pero desde entonces hasta hoy esa «hora» se estiró once años.
Varios medios en Argentina también usaron el accidente para fantasear con la derrota de la revolución cubana, como Clarín, que el 21 de octubre puso en tapa la foto de la caída y tituló «Fidel por el suelo».
Es al revés: esa circunstancia puso nuevamente por las nubes el aprecio que sienten millones de habitantes del planeta por el dirigente cubano. Las águilas a veces pueden volar bajo y hasta lastimarse, pero las víboras nunca podrán despegar del suelo. Las gallinas tampoco, a lo sumo escalan hasta el palo más elevado del gallinero y desde allí ensucian a las otras aves que dormitan un palito más abajo.
La diferencia entre los liderazgos de Estados Unidos y Cuba es notable. El film de Michael Moore, Farenheit 9/11, muestra cuando le dan la noticia del atentado del 11 de setiembre de 2001 a Bush, que se quedó sin saber qué hacer y después se escondió en una base militar. Fidel, inmediatamente después de sus fracturas, con el dolor en su rostro, pidió un micrófono, explicó lo sucedido, se puso en manos de los facultativos y se fue a la clínica, no sin antes pedir a los 25 mil concurrentes al acto político-cultural que siguieran con el programa. Ellos festejaban la graduación de más de 3 mil instructores de arte, otra proeza de la sociedad cubana, y nada debía empañar la fiesta. Ni siquiera las heridas del comandante en jefe.
Obviamente que algún día Fidel va a morir como todo ser humano. Un día las águilas también dejan de volar. Por suerte para eso falta mucho. El hombre llegará a ese momento con la rótula cosida en ocho pedazos pero con todas las ideas intactas. Por ahora se anticipa a su destino trabajando doce o más horas por día, para adelantar la labor y generar más conciencia revolucionaria en los cubanos. También le gana al tiempo, además de haber sobrevivido hasta ahora a diez administraciones imperiales que pasaron por el Salón Oval y a decenas de atentados terroristas planeados por la CIA. La votación del año pasado en la ONU contra el bloqueo la ganó 177 contra 3. Este año será igual.
La vida de un revolucionario, como dijo el Che, se consume al servicio del pueblo. Cuando Fidel no esté físicamente, es seguro que continuará más presente que nunca con sus enseñanzas en tanta gente, dentro y fuera de Cuba, incluso en aquella que no comparte sus ideas pero respeta su opción de vida y lo valora como estadista. En cambio a Bush, lo seguirán maldiciendo en todos los idiomas. Es más, ya lo insultan, como indican las encuestas sobre el desprestigio de Estados Unidos en todo el planeta. ¿Quién es el que está muerto, políticamente, entonces, y agoniza bajo una montaña de dólares y misiles?.
Los que han festejado las heridas de Fidel no son cristianos, aunque se golpeen el pecho y vayan a misa todos los domingos. Los marxista-leninistas, los antiimperialistas, los tercermundistas, los humanistas en suma, no nos hubiéramos reído si el que se caía y rompía varios huesos era Juan Pablo II, por más diferencias políticas e ideológicas que tenemos con el Vaticano.
* Secretario General del Partido de la Liberación (PL) de Argentina, miembro del MAP y de MIL POR CUBA