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Fidel: la historia real de por qué el asalto al Cuartel Moncada

Fuentes: Rebelión

Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día se presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones Corrían los días iniciales del año 1952 y el pueblo avizoraba las próximas elecciones con el triunfo seguro de una nueva fuerza política […]

Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día se presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones

Corrían los días iniciales del año 1952 y el pueblo avizoraba las próximas elecciones con el triunfo seguro de una nueva fuerza política para hacer realidad el lema «Vergüenza contra dinero» del Partido del Pueblo Cubano Ortodoxo. En esas circunstancias se produjo, el 10 de marzo, el golpe de estado en que participaron militares y civiles encabezados por Batista, con trayectoria anterior de traición, ínfulas de poder y gobierno dictatorial.

En ese escenario de ruptura constitucional e institucional, de luto político nacional, de traición sorpresiva y de resistencia pacífica nula, emergió la figura de Fidel Castro, capaz de apelar primero a la denuncia y acusación de aquel acto criminal, y luego, casi inmediatamente, dispuesto a organizar y ejecutar la acción de la resistencia popular frente al régimen usurpador que se había entronizado en la República de Cuba..

Fue así como Fidel lideró el asalto al Cuartel Moncada el 26 de Julio de 1953, que sentó las bases, a partir del enjuiciamiento del grupo revolucionario por tal hecho, de una época marcada por la vía insurreccional para derrotar a aquel régimen tiránico.

A 65 años de aquel hecho que representó la rebeldía nacional, y un homenaje singular a José Martí, autor intelectual del movimiento armado, en el centenario de su natalicio, nadie mejor que Fidel para relatarnos el cuento real de la historia política y judicial en el que todos los porqués de esta historia fueron develados, y en el que el acusado principal por el ataque, dejó constancia en su alegato de defensa titulado luego como «La historia me absolverá». He aquí el cuento según lo relatara Fidel:

«Si este juicio, como habéis dicho, es el más importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se instauró la República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura de silencio que me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros hagáis, la posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y por encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo sentido. (…) Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo.

Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.

¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se despertó estremecida; a las sombras de la noche los espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies y por el cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces, aquellas guadañas de muerte, aquellas botas… No; no era una pesadilla; se trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie esperaba.

Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en las leyes de la República y en la integridad de sus magistrados a quienes había visto ensañarse muchas veces contra los infelices, buscó un Código de Defensa Social para ver qué castigos prescribía la sociedad para el autor de semejante hecho y encontró lo siguiente:

«Incurrirá en una sanción de privación de libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida.»

«Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevare a efecto la insurrección.

«El que ejecutare un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, a los Representantes, al Presidente de la República o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de sus funciones constitucionales, incurrirá en un sanción de privación de libertad de seis a diez años.

«El que tratare de impedir o estorbar la celebración de elecciones generales; […] incurrirá en una sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años.

«El que introdujere, publicare, propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que tienda […] a provocar la inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos años a seis años.

«El que sin facultad legar para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas, fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez años.

«Igual sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución como propia de alguno de los Poderes del Estado.

Sin decir una palabra a nadie, con el Código en una mano y los papeles en otra, el mencionado ciudadano se presentó en el viejo caserón de la capital donde funcionaba el tribunal competente, que estaba en la obligación de promover causa y castigar a los responsables de aquel hecho, y presentó un escrito denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y sus diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como ordenaba imponerle el Código de Defensa Social con todas las agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad.

Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué decepción! El acusado no era molestado, se paseaba por la República como un amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y nada menos que el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en el lugar de honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia.

Pasaron otra vez los días y los meses. El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de la ley, que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y acusó ante los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y devolverle al pueblo su libertad.

Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la República, se me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí veintiséis años de cárcel.

Me diréis que aquella vez los magistrados de la República no actuaron porque se lo impedía la fuerza; entonces, confesadlo: esta vez también la fuerza os obligará a condenarme. La primera no pudisteis castigar al culpable; la segunda, tendréis que castigar al inocente. La doncella de la justicia, dos veces violada por la fuerza.»

Y efectivamente, Fidel fue sancionado a quince años de prisión por protagonizar el mayor acto de rebeldía en la época republicana.

Ha pasado el tiempo y 65 años después estos acontecimientos son carne de nuestra realidad política, social e histórica. Viven en la memoria colectiva del pueblo y deben perdurar en el futuro durante siglos, porque los pueblos en su forja y renovación permanente tienen que salvar, para salvarse, el patrimonio heroico esencial de su historia nacional, como lo fueron los asaltos al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo aquel glorioso día 26 de julio de 1953.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.