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Fidel: ser o no ser

Fuentes: Cuba Posible

La consigna «Yo soy Fidel», con la cual el pueblo cubano recibía a la caravana que transportaba las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Castro por el territorio nacional hasta el Cementerio Santa Ifigenia, pero que ha trascendido ese escenario fúnebre de finales de noviembre, constituye un homenaje un poco paradójico. Ser Fidel, en un […]

La consigna «Yo soy Fidel», con la cual el pueblo cubano recibía a la caravana que transportaba las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Castro por el territorio nacional hasta el Cementerio Santa Ifigenia, pero que ha trascendido ese escenario fúnebre de finales de noviembre, constituye un homenaje un poco paradójico. Ser Fidel, en un sentido revolucionario más que metafórico -y no porque las metáforas no puedan ser revolucionarias, sino porque revolucionar debe ser mucho más que una metáfora- significa no ser Fidel. Significa ser Ana, Ernesto o Yamilé. Ser nosotros mismos.

No es posible ser leal a la memoria de Fidel -quienes decidan ser leales a su memoria- y limitarse a preservar su legado, como si se tratara de una colección de muñecas de porcelana. Lo más vital que legó Fidel es, curiosamente, lo que más nos falta en la Cuba actual: su espíritu revolucionario. La lealtad a su memoria se debería demostrar, ante todo, con lealtad a la época en que se vive. Nadie que dé la espalda a las injusticias que padece la sociedad cubana, que niegue sus conflictos y dolores, puede decirse leal a Fidel; sin importar qué tan alto grite las consignas de moda.

Fidel siempre fue Fidel. Cuando en 1953 dijo que su generación no podía dejar morir a José Martí en el centenario de su natalicio, no honró a José Martí recitando sus versos o citando frases de sus discursos y escritos. Fidel Castro, en 1953, con apenas 26 años, fundó un movimiento revolucionario y organizó el asalto a dos cuarteles militares para intentar derrocar la dictadura de Fulgencio Batista. Honró a José Martí haciendo lo que consideraba correcto en sus circunstancias: tomar las armas para construir una república soberana, digna y justa.

Hoy, por supuesto, no son tiempos de hacer una revolución por la vía armada. Ni de asaltos, ni de expediciones, ni de guerrillas en las montañas. Otra es la época, otro es el pueblo, otro es el Gobierno. Sin embargo, siguen siendo tiempos de hacer revolución, aunque otras sean las vías: el pensamiento, el diálogo, el arte, la ciencia, el periodismo. Cuba todavía no es esa república soberana, digna y justa ideada por José Martí, por la que Fidel Castro tomó las armas, por la que miles se convirtieron en mártires, por la que millones salieron a las calles para respaldar el triunfo de 1959, por la que el pueblo cubano ha debido de ser algo más grande que heroico.

A pesar de que las conquistas del proceso revolucionario, desde una perspectiva regional e histórica, resultan sumamente valiosas e inspiradoras, la Cuba que tenemos ahora en 2017 es una Cuba donde muchísima gente, sobre todo joven, ya no quiere vivir. Aunque los resultados de las encuestas realizadas por instituciones estatales (que nos permitirían dimensionar esa realidad), no son de dominio público, basta con revisar nuestras redes de socialización para percatarnos de todas las ausencias con las que convivimos, de todas las despedidas que se nos acercan, de cuán lastimados por la distancia se encuentran nuestros afectos. Todas esas separaciones ofrecen el testimonio más descarnado de nuestras fallas como nación.

Nos faltan demasiadas personas en la familia, en el barrio, en los grupos de amigos, en Cuba. Se marchan no porque sean ingratas, avariciosas o ingenuas. Se marchan porque, para ellas, Cuba dejó de ser una opción de vida, un futuro posible, un final feliz, un hogar. La emigración hacia cualquier parte del mundo, no solo hacia Estados Unidos, es un fenómeno lo suficientemente serio como para creer que quienes emigran, lo hacen porque se dejan llevar por supuestos «defectos de carácter» o por los «cantos de sirena» de gobiernos malintencionados. Sus causas, sin dudas complejas, expresan problemas estructurales internos. Lo que debemos descifrar es cómo podemos refundar un país donde las generaciones del presente quieran vivir.

Irse de aquí, «largarse», se ha vuelto, en cierta medida, algo tan fuerte como una cultura. En ocasiones, parece hasta un instinto. Pero esa cultura de irse no se supera promoviendo una cultura del sacrificio. Quedarse no puede significar sacrificio. El sacrificio no es sustentable, ni estratégico. Ningún proyecto social justo se plantea la consecución de sus fines a costa del sacrificio permanente de la sociedad. La cultura de irse debe superarse con la promoción de una cultura de poder cambiar las realidades que conducen a irse. Nadie puede sentirse parte de un país si siente que no lo puede cambiar.

Lógicamente, para poder cambiar las realidades, no basta con que exista una voluntad. Debe existir una serie de condiciones que favorezcan esa voluntad. Los ciudadanos deberían tener derecho, por ejemplo, a asociarse libremente en torno a la causa que estimen, a manifestarse en espacios públicos sin esperar a que convoque el Gobierno, a realizar huelgas en sus centros de trabajo estatales o privados, a crear un medio de prensa que no subordine su compromiso con la sociedad a la política del Partido en el poder; lo cual no sería más que tener derecho a hacer lo que crean correcto en sus circunstancias.

No impulsamos una Revolución para que alguien tuviera que decirnos, constantemente, como si fuéramos menores de edad, qué es lo que debemos hacer, cómo, cuándo, dónde, para qué, con quiénes… La hicimos para ser mujeres y hombres libres, para poder decidir el destino de nuestro país y poder construir ese destino, de manera colectiva y diversa, sin que el ejercicio de esa libertad implique enfrentar represión, en cualquiera de sus modalidades. Ese es el tipo de ser humano que siempre aspiramos a formar en la sociedad cubana -o al menos eso es lo que hemos dicho. Un ser humano que obedezca a su conciencia, a sus valores, antes que al poder, que no se coloque máscaras para avanzar en la vida, que tenga el coraje de mostrarse tal cual es y asumir las consecuencias.

Lo cierto, sin embargo, es que nos encontramos en un contexto donde, con una frecuencia alarmante, se recompensa la hipocresía y se castiga la honestidad. Poco a poco, se ha ido legitimando la simulación, no solo como estrategia de supervivencia, sino también como praxis política. Cada vez que alguien es castigado por defender sus ideas o disentir del discurso oficial, el mensaje que se envía a quienes atestiguan el suceso es inequívoco: miente o calla. De esa manera, mucha gente ha aprendido a mantener en secreto lo que piensa y siente, sea para preservar su status o evitarse un infarto, o porque, simplemente, cree que nadie tomará en cuenta lo que piensa y siente.

Nuestro problema más grave no es ninguno de nuestros problemas sociales, sino creer que nosotros, los de abajo, no podemos solucionar nuestros problemas. Hemos perdido la fe en nosotros, en la sociedad, en la política, en el periodismo, en las ideas. Y esa fe tan esencial no se recuperará aumentando la cifra de visitantes extranjeros o de licencias otorgadas para abrir negocios privados. Antes que próspera, necesitamos una nación genuinamente socialista e inclusiva. Tan importante como el crecimiento de la economía es el crecimiento de la democracia. Cuba necesita abrazar por igual a cada uno de los cubanos.

Cuando atacamos lo distinto, lo marginamos, lo aislamos, lo oprimimos, estamos atacando la esencia emancipadora que justifica la Revolución cubana. Si la Revolución cubana no nos sirve a todos, sin excepción, para emanciparnos permanentemente, no sirve para nada. Su firmeza y sostenibilidad depende de la capacidad de la sociedad para transformarse a sí misma, no de su docilidad para dejarse transformar por su Gobierno sin hacer cuestionamientos. Si no potenciamos esa capacidad, si por el contrario, la atrofiamos con prohibiciones, lo único firme y sostenible serán las relaciones de dominación. Y el socialismo puede ser de muchas maneras, le podemos enganchar todas las etiquetas que se nos ocurran para intentar renovarlo, pero nunca será socialismo si se basa en relaciones de dominación.

Para preservar esa gran obra popular que es la Revolución cubana lo más determinante será garantizar que continúe siendo una gran obra popular. Que pueda tocarse, caerse al suelo, romperse, rearmarse, arrojarse a la tierra y al viento. Así es como probaremos su resistencia, no elevándola en un altar al que solo pueda acceder una minoría privilegiada. Fidel, sin el pueblo cubano, hubiera sido un soñador solitario. Agradecerle por todos nuestros méritos, así como culparle por todos nuestros fracasos, significaría sustraernos a nosotros -el pueblo cubano- de la historia. No somos apenas deudores, ni apenas víctimas. Si tenemos el país que tenemos en este instante, con sus luces y sombras, es fundamentalmente por lo que hemos hecho y hemos dejado de hacer. Pero, asumamos la posición que asumamos, necesitamos superar a Fidel Castro.

El pasado, que sirva para movilizarnos y andar hacia delante, no para estancarnos en la nostalgia. Cada generación necesita sus propias conquistas. Necesita soñar y luchar por lo que sueña, rebelarse, experimentar, equivocarse, rectificar, generar cambios. Porque lo que para las generaciones mayores constituyen conquistas, para las más jóvenes constituyen derechos naturalizados. Nos toca preguntarnos quiénes somos cada uno de nosotros, quiénes somos como tejido social, quiénes somos como historia, para poder continuar construyendo esa república soberana, digna y justa, «con todos y para el bien de todos», como definiera José Martí.

Fuente: http://cubaposible.com/fidel-ser-o-no-ser/