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Francesc Camps o la política entendida al revés

Fuentes: Rebelión

La fotografía que el 20 de julio publicaba el diario El País para ilustrar la noticia de la dimisión del beatífico soldado de Dios Francesc Camps, ex-Molt Honorable, no es más que una escenificación chusca de la pasión de nuestro señor Jesucristo. Francesc Camps, soberbio, iluminado por la luz del espíritu santo que sólo toca […]

La fotografía que el 20 de julio publicaba el diario El País para ilustrar la noticia de la dimisión del beatífico soldado de Dios Francesc Camps, ex-Molt Honorable, no es más que una escenificación chusca de la pasión de nuestro señor Jesucristo. Francesc Camps, soberbio, iluminado por la luz del espíritu santo que sólo toca a los elegidos, se dispone a una crucifixión controlada y anestesiada, mientras Rita Barberá, esa Alcaldesa mezcla de Jefa Provincial de la Sección Femenina y de una María Magdalena trabucaire, asiste con rabia a un acto que considera a todas luces injusto, como una madre que ve escarnecido al hijo querido. A la izquierda, Federico Trillo, el hombre del Perejil y de otras cosas menos cómicas por las que jamás dimitió, como Poncio Pilatos, reconoce con aplauso superficialmente conmovido, el sacrificio del hombre bueno que siempre fue su amigo Francesc Camps. Examinando bien la magnífica fotografía de Tania Castro no se sabe bien cuál es el juego, más cuando se prohibió a las cámaras de televisión grabar el acto en que el presidente valenciano dimitía, más cuando dos de sus más íntimos colaboradores han reconocido su culpabilidad, total, sólo se trata de pagar unos pocos millones de pesetas, dónde tanto ha corrido, qué más da.

El asunto de los trajes no es algo anecdótico, ni un pequeño descuido, ni una confusión, es un ejemplo más del nivel de degradación a que ha llegado la vida política de este país gracias al ingreso masivo en la dirección de los asuntos públicos de personas que tienen un extraño sentido de la ética y una comprensión torcida de lo que forzosamente tiene que ser un político, ni más ni menos que un servidor público. Durante los tres últimos lustros, en la Comunidad valenciana la política se convirtió en algo pequeño, pueblerino, opaco y, aunque parezca contradictorio, despilfarrador. Se trataba según Zaplana y Camps -dos hombres y un destino- de poner a Valencia en el mundo a través de inversiones multimillonarias que, sobre todo, diesen lustro a la capital, dentro de un nuevo centralismo que nada tenía que envidiar al de la Villa y Corte en tiempos de Patas Cortas. Frente a proyectos megalómanos e innecesarios como la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el Palacio de la Ópera, El Hemisferio, el Ágora, Terra Mítica, la destrucción del barrio del Cabañal, el aeropuerto peatonal de Castellón y la Ciudad de la Luz, tanto Zaplana como Camps emprendieron una política basada en el clientelismo y en la economía especulativa del dinero fácil que ha destruido buena parte del tejido industrial de una de las zonas más prósperas de España. Abandonada la industria productiva, esquilmada la agricultura, exhaustas las arcas públicas con tanto dispendio y compadreo, a vista de pájaro la Comunidad valenciana muestra hoy esos grandes proyectos faraónicos como los restos de un naufragio que nunca tuvo que suceder si se hubiesen mantenido unos parámetros racionales de crecimiento y de gasto en las cosas verdaderamente necesarias y con futuro.

Mientras se gastaban millones y millones de euros en la construcción de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, la provincia de Alicante se llenaba de chabolas -contenedores del puerto con ventanas, para que nos entendamos- dónde se metían a miles de profesores y escolares para que se labrasen un futuro en las mejores condicione; mientas se dilapidaban cantidades ingentes de dinero en la construcción del Palacio de la Ópera -algo imprescindible para el progreso y el bienestar de la ciudadanía-, las escuelas públicas tenían carencias tan increíbles como carecer de biblioteca o de recursos para pagar los recibos de la luz; mientas se daban montones de euros a los curas para que construyesen fastuosos colegios concertados, la enseñanza pública agonizaba en edificios ruinosos o tercermundistas; mientras se entregan cantidades desmesuradas a Julio Iglesias en concepto de nosequé, los barrios de las ciudades valencianas sufrían un deterioro imparable de manos de la exclusión social; mientras se gastaban barbaridades en organizar una carrera de niñatos de fórmula uno en un circuito urbano de Valencia, se externalizaban servicios sanitarios esenciales y hasta hospitales enteros como el de Alcira, mostrando así el camino que seguirá el gobierno central del Partido Popular en cuanto termine de conquistar lo poco del poder que todavía no tiene.

La Comunidad valenciana, bajo el mandato de Eduardo Zaplana, hoy alto cargo de la Telefónica de César Alierta, y de Francisco Camps, ha vivido narcotizada, en un estado de catalepsia, como esperando de nuevo la llegada de aquellos años en que en cualquier esquina se podía dar un pelotazo. Empero, estos hombres y sus compañeros de viaje han hipotecado para muchos años el futuro del país. Lo de los trajes es el síntoma de la enfermedad, el grano que sale a la superficie y avisa de que algo que no es bueno ocurre en el interior del cuerpo, la punta del iceberg que esconde bajo la superficie del mar un volumen muchísimo mayor del que nuestros ojos ven. La Caja de Ahorros del Mediterráneo, una de las más grandes y rentables de España hasta hace unos años, está a punto de ser nacionalizada por un Estado acuciado por los desmanes de tanto irresponsable, en una situación parecida se encuentra Bancaja, ahora asociada a Caja Madrid en Bankia. Dos entidades de ahorro de primera fila, dirigidas por los hombres de Zaplana y Camps, están atravesando dificultades tremendas y postergan por esa situación a la que se les obligó, la recuperación económica de una tierra que dependía mucho del crédito de esas dos entidades. El panorama desde el puente no puede ser más desolador, de la nueva California -como les gustaba llamar a Valencia hace unos años- estamos pasando a la nada, sin que nadie, absolutamente nadie dimita ni por poner en la picota a esas dos instituciones, ni por secar las arcas públicas, ni por que te toque la lotería un puñado de veces, ni por las tramas de corrupción que anidan que hacen irrespirable el aire que respiramos.

Hoy siguen en pie, a modo de burla, esos monumentos al despilfarro que son la Ciudad de las Artes y las Ciencias, Terra Mítica o el circuito de Fórmula Uno. Mientras tanto, no hay de dónde sacar un duro para reflotar una economía que necesita con urgencia oxígeno, cantidades enormes de oxígeno, ni manera de dar trabajo a los miles de personas que deambulan desesperadas entre las urbanizaciones que nunca fueron habitadas. El asunto de los trajes no es un asunto baladí, es el símbolo de lo que ocurre cuando la política se entiende al revés.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.