George W. Bush ha vuelto a abrir la boca para pronunciar la palabra Cuba. Y lo ha hecho desde su condición de jefe del Instituto de los cibemercenarios Made in USA. Hace unos días organizó una conferencia bajo el título de «La Ola de la Libertad: Tempranas Lecciones del Medio Oriente». Al parecer, el […]
George W. Bush ha vuelto a abrir la boca para pronunciar la palabra Cuba. Y lo ha hecho desde su condición de jefe del Instituto de los cibemercenarios Made in USA. Hace unos días organizó una conferencia bajo el título de «La Ola de la Libertad: Tempranas Lecciones del Medio Oriente». Al parecer, el motivo de la misma no era otro que el de, aprovechando las lecciones de la llamada primavera árabe, instruir a la disidencia que trabaja para los intereses del gobierno de los Estados Unidos en países que están fuera de sus garras -entre ellos Cuba, por supuesto-, con el propósito final de derrocar a sus gobiernos. Además de despreciable, el ex inquilino de la Casa Blanca es tan necio que puede tropezar con la misma piedra no sólo dos veces, sino miles de ellas. Si con el inmenso poder que le otorgó unas elecciones fraudulentas estuvo a años luz de doblegar al heroico pueblo cubano, ¿lo va a conseguir ahora desde un escalón infinitamente más bajo? ¿Acaso padece de amnesia? Lo que expongo a continuación es el resumen de su evidente fracaso.
Bush sabía que no era posible cumplir su promesa de destruir a la Revolución Cubana, luego mintió descaradamente cuando dijo que acabaría con ella. Pero qué iba a importarle una mentira más o menos a un individuo que no mucho después ordenó el inicio de una matanza -en Afganistán, primero, y luego en Iraq- (in)justificada nuevamente con miserables mentiras y que a día de hoy supera con creces el millón y medio de personas asesinadas.
En el transcurso de 2000, ávido por obtener los votos de la mafia cubano-americana en su competencia electoral contra Al Gore, George W. emBUSHtero llegó a anunciar, públicamente, que el problema de Cuba lo podía resolver él muy fácilmente. Y entre los métodos a utilizar para tratar de eliminar tan «ingente problema», no descartó el asesinato de dirigentes revolucionarios. Esto último, por su puesto, lo susurró a los oídos de sus mafiosos amigos, que también son indiscretos, por lo que al final todo se sabe.
El prepotente fascista debe saber bastante de prácticas siniestras, algo perfectamente entendible conociendo sus antecedentes familiares. Y es que los Bush cuentan, entre otras muchas perlas, con estafas y desfalcos por cuatro millones y medio de dólares al Broward Federal Saving, en Sunrise, Florida, o la estafa a millones de ahorristas del Banco de Ahorros Silverado, en Denver, Colorado.
Que el psicópata estadounidense rebosa nazismo hasta por las orejas es algo más que evidente. De Samuel Bush, su bisabuelo, podemos decir que fue la mano derecha del magnate del acero Clarence Dillón y del banquero Fritz Thyssen, quien escribió «Yo financié a Hitler», afiliándose en 1931 al partido nazi. Acercándonos un poco más a nuestros tiempos, Prescott Bush, su abuelo, llegó a ser socio de Brown Brothers Harriman y uno de los propietarios de la Unión Banking Corporatión. Ambas empresas fueron de vital importancia en la financiación de Hitler en su ascenso hacia el poder alemán. Y su padre, todo el mundo lo sabe, llegó a ser director de la siniestra CIA, así como vicepresidente y presidente de los Estados Unidos con unos resultados no precisamente muy humanos y decorosos.
Por aquel entonces, en Cuba no pasaron desapercibidas las amenazas del candidato republicano vertidas contra la Revolución. Pero su población ya estaba acostumbrada a escuchar bravuconadas semejantes por parte de los anteriores presidentes norteamericanos.
Fidel aprovechó su discurso en el 47 aniversario del asalto al cuartel Moncada, y, desde Pinar del Río, sede de aquel año, le recomendó: […] «señor Bush, si llega a convertirse en jefe de lo que ya no es ni puede llamarse república sino imperio, con espíritu de sincero adversario le sugiero que recapacite, deje a un lado la euforia y las calenturas de su Convención [Filadelfia, 2000], y no corra el riesgo de convertirse en el décimo Presidente que pasa de largo contemplando con amargura estéril e innecesaria una Revolución en Cuba que no se doblega ni se rinde ni puede ser destruida».
Obviamente, Bush no le hizo caso y, llegado a la presidencia -de manera fraudulenta, insisto-, comenzó con las hostilidades. El bloqueo ilegal fue endurecido -ejercicio harto difícil, pues la Ley Torricelly de 1992 y la Helms-Burton de 1996 ya habían colocado el listón muy elevado-, y la «oposición» mercenaria cobró nuevos bríos recibiendo el incremento de importantes sumas de dinero destinadas a la subversión contra el Gobierno revolucionario.
De nada les sirvió -ni les sirve- tanto esfuerzo y tanto derroche monetario procedente del erario público. Han causado daño, es cierto, pero Cuba hace rato que aprendió a vivir sin la «ayuda» y las «recomendaciones» del imperio norteamericano -y europeo-, que para nada han conseguido su perverso y enfermizo objetivo de destruir a la Revolución.
El 11 de junio de 2002, más de 9.000.000 de cubanos se manifestaron por las calles de toda la Isla, tras la convocatoria realizada sólo veinticuatro horas antes por el Comandante en Jefe. E incluso la cifra se queda corta, porque como el mismo Fidel dijo al día siguiente: «Conste que hicimos un informe restrictivo sobre cuanta gente se movilizó, porque las cifras reales que tenemos superan los 10.000.000».
Por si fuera poco, desde el sábado día 15 a las 10 de la mañana hasta el mediodía del martes 18 del mismo mes, la propuesta conjunta de las organizaciones sociales y de masas, para que quienes estuvieran en edad de votar expresaran con sus firmas la voluntad de reformar la Constitución, a fin de que constara en ella tanto el carácter irrevocable del socialismo como que las relaciones de la República con cualquier otro Estado no podrán jamás ser negociadas bajo agresión, amenaza o coerción de una potencia extranjera, fue refrendada por 8.188.198 ciudadanos cubanos y más de 10.000 que encontrándose en el exterior por diversos motivos enviaron su adhesión. Después, entre los días 24 y 26 de junio, durante la Sesión Extraordinaria realizada por la Asamblea Nacional del Poder Popular, se aprobó por unanimidad la Reforma Constitucional anteriormente citada.
Esta implacable lección la impartió el pueblo de Cuba en respuesta a los amenazadores e injerencistas discursos que el presidente Bush pronunció en Wáshington y en Miami -ante la gusanera en este último lugar- el día 20 de mayo y en la Academia Militar de West Point el primero de junio.
También respondiendo a nuevas agresiones imperialistas, el 14 de mayo de 2004 y con los dirigentes revolucionarios al frente, 1.200.000 personas participaron en la «Protesta contra la política fascista de Bush» a lo largo del Malecón habanero.
La «Proclama de un adversario al gobierno de Estados Unidos», leída por el compañero Fidel antes del inicio de la citada marcha, decía entre otras cosas lo siguiente: «Este pueblo puede ser exterminado -bien vale la pena que lo sepa-, barrido de la faz de la tierra, pero no sojuzgado ni sometido de nuevo a la condición humillante de neocolonia de Estados Unidos».
Mientras Cuba seguía luchando por la vida en el mundo, salvando cientos de miles de vidas de niños, madres, enfermos y ancianos con su admirable y generosa política internacionalista, Bush sembraba el terror matando a incontables personas con sus ataques indiscriminados, preventivos y sorpresivos.
Finalmente al genocida se le acabó el tiempo al frente del imperio. De modo que se fue. Y no lo hizo por la puerta grande, tampoco por la pequeña, sino reptando por la mugrienta y sangrienta rendija de un estrepitoso fracaso en todos los órdenes. Dejó su cargo con dos guerras prendidas, cuyo fuego nunca dominó y su sustituto no consigue apagarlo. Dejó la dirección del gobierno estadounidense con un planeta infinitamente más dañado, con muchos más hambrientos dentro y fuera de su «casa» y una convulsión a nivel internacional mucho más notable, si cabe. En cuanto a la economía de su país y la del resto del mundo, ¿qué decir? Bush nacionalizó bancos. Recurrió a métodos socialistas para rescatar al capitalismo de una crisis sin precedentes, ¡qué extraña paradoja! Eso sí, saneados los bancos con el dinero del contribuyente, quizás ya estén otra vez en manos privadas, comprados por las elites de siempre a precios de ganga.
Bush se fue. Y lo hizo observando con disimulada amargura cómo América Latina estaba ya mucho más unida que cuando llegó, más bolivariana y martiana que nunca. Una creciente ALBA nació ante sus propias narices enterrando al ALCA, que hace rato ya no respira; y el Tratado de Libre Comercio -TLC-, diseñado para expoliar a los países latinoamericanos, nunca acabó de coger impulso porque, aunque defendido por algunos de sus lacayos gobiernos, fue rechazado por los pueblos.
Bush se fue con más pena que gloria -bueno es que lo recuerde Barack Obama y los futuros sustitutos-. Y es ya el décimo presidente de los Estados Unidos que, a pesar de sus ingentes esfuerzos por destruirla, tampoco pudo con la Revolución Cubana, esa que ya tiene más de cincuenta y dos años de admirable e imprescindible existencia.
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