John Green, productor ejecutivo de uno de los programas más populares en Estados Unidos, pedía perdón en estos días, públicamente, por haberse expresado hace dos años sobre el presidente Bush en términos que él mismo ha acabado desautorizando. Ocurrió, según cuenta la noticia, durante los debates entre candidatos en las elecciones del 2004. John Green […]
John Green, productor ejecutivo de uno de los programas más populares en Estados Unidos, pedía perdón en estos días, públicamente, por haberse expresado hace dos años sobre el presidente Bush en términos que él mismo ha acabado desautorizando.
Ocurrió, según cuenta la noticia, durante los debates entre candidatos en las elecciones del 2004.
John Green intercambió emails con compañeros de trabajo en los que dijo:»Bush me pone enfermo. Como vuelva a usar la frase -mensajes mixtos- voy a vomitar».
Ignoro si, a estas horas, además de la vergüenza, Green se ha quedado también sin empleo pero, creo, que no se está siendo justo con su persona, tampoco con su arrepentimiento. Y porque siempre he tenido debilidad por hacer de abogado del diablo, me excusan si intercedo en su favor y, como buenamente pueda, pongo las cosas en su sitio.
En primer lugar, la afirmación de que Bush lo enferma, lejos de ser un agravio, casi constituye un motivo para el regocijo y la celebración. Y es que, Bush, a otros los mata.
Fuese como gobernador, a reos condenados; o como presidente, a pueblos sin condena, Bush ha observado siempre una nada disimulada pasión por la muerte, especialmente la ajena. Y la ha venido prodigando públicamente y a la vista de todos, con la única excepción de las guerras en las que se negó a servir como soldado.
A otros, a los que no mata, Bush los deporta. Todas sus políticas migratorias, menos las que aplica a los cubanos, no tienen otro interés que repatriar de Estados Unidos las sobras, generalmente latinas, que no tienen cabida en su modelo social, a aquellos a los que calificara de «marroncitos» en los tiempos en que era el gobernador que más negros y latinos sentaba en la silla eléctrica.
A algunos más, a los que no mata ni deporta, los despide. Decenas de miles de trabajadores despedidos en Estados Unidos, echados a la calle, sin empleo, como consecuencia de sus políticas económicas.
A muchos los desampara, les recorta servicios, les niega recursos. En Nueva Orleans y otras ciudades y estados próximos no sólo rechazó aumentar los fondos para asegurar los diques de la ciudad y sus defensas sino que redujo los recursos materiales y humanos existentes. Las consecuencias, tras el paso del huracán Katrina, fueron mil muertos y algunos miles más desaparecidos, a la espera de recibir sus correspondientes responsos.
A otros los tortura, los secuestra, los mutila. Y tampoco faltan entre la extensa lista de damnificados, aquellos a los que arruina, para no mencionar sus muchos pasados socios económicos y financieros, desde Laden hasta Enron, a los que dejó por el camino y no, precisamente, sentados.
John Green, sin embargo, tiene la suerte de que Bush no lo mate, no lo deporte, no lo despida ni lo arruine, no lo desampare, no lo torture, no lo secuestre ni mutile, … simplemente, lo enferma.
¿Y hay bien más preciado para el actual gobierno estadounidense que un arrepentido que se reconozca enfermo?
Donald Rumsfeld, por ejemplo, secretario de Defensa y uno de los principales mentores del fármaco Tamiflu para combatir la gripe aviar, vería multiplicada su inversión si John Green enfermara, precisamente, de esa famosa dolencia.
No quiero ni imaginar los titulares: «John Green agarra la gripe aviar», «La gripe aviar llega a Good Morning América». En 2 horas se habrían agotado las existencias de Tamiflú en todo el país y Rumsfeld sería un poco más rico.
Igual pudo enfermar de ántrax y aprovechar el brote Bush para atacar Burkina Fasso luego de descubrir en ese país el origen del atentado.
O enfermar de viruela y acabar corroborando aquella patética presentación de Colin Powell en la televisión, cuando mostró como evidencia de lo que se trajinaba en la Iraq de Sadam, un frasco conteniendo supuesta viruela.
Y además, al propio Bush, también, lo enferma Bush. Conocida es esa pasión desenfrenada del presidente estadounidense, por ejemplo, por las galletas Prezzler que, ya en una ocasión estuvo a punto de costarle la vida luego de que se atragantara e inconsciente cayera al suelo mientras veía por televisión un partido de rugby estadounidense. (Ellos lo llaman fútbol) Y se sabe de otras dolencias que han enfermado al presidente, serias adicciones, además de las etílicas y las psiquiátricas.
De ahí que, el hecho de que Bush enferme al prestigioso productor televisivo estadounidense, ni es relevante ni constituye ofensa, y sólo por la generosa personalidad de Green puede entenderse que, incluso, pida perdón por una oración expresada hace dos años y en el ámbito de lo que se suponía era un espacio privado, íntimo.
El pretendido insulto de Green, por otra parte, no parece más mordaz e hiriente que aquel comentario de Bush a un compañero suyo poco antes de que se iniciara una rueda de prensa en la Casa Blanca y en referencia a un periodista que, al parecer, no le caía en gracia: «Ahí está ese montón de mierda», comentario por el que aún se esperan sus sentidas disculpas.
Refiere Green en su arrepentido pecado que si Bush volvía a decir «mensajes mixtos» iba a vomitar.
Parece obvio, si aceptamos el derecho de Green a enfermarse, que el pobre hombre vomite. De alguna manera va a tener que aliviarse. Pero vomitar en Estados Unidos también puede ser un buen negocio. El vicepresidente Chenney , entre sus muchas empresas, no dudo ya esté calculando, también, la construcción de bacinillas, escupideras o retretes, por los pingües resultados económicos que pudieran darle, si la enfermedad de Green llegara a contagiarse, a expandirse, y provocara una epidemia.
Las últimas encuestas hablan de un 37 por ciento de estadounidenses que, todavía, no vomitan.
Y repito que no hablo de los periodistas asesinados en Iraq o en Los Angeles, de los votantes engañados, de los inversores estafados, de los profesionales envilecidos…sólo de los que se enferman.
Y el bueno de Green, ni siquiera está confirmando su vómito. No lo da por un hecho, incluso, tal posibilidad la condiciona a que el presidente reitere la frase «mensajes mixtos».
¿Y qué tan grave, me pregunto, qué tan molesta e irritante es esa frase como para merecer tantas arcadas y disculpas?
Hace falta ser un periodista muy ingenuo y confiado, muy honesto y noble como para elegir, precisamente, esa frase de Bush. Otra prueba de la inocencia de John Green, de su absoluta falta de malicia, es que se fuera a perturbar por unos mensajes mixtos que yo, honestamente, ni recuerdo. Y eso, cuando en su memoria de veterano comunicador debe almacenar, al menos, parte del surtido prontuario de insensateces, bellaquerías y estupideces del presidente Bush. Es tan amplio el inventario que tampoco voy a molestarme en recordarles una de sus babosadas. Escojan la de su preferencia, que cualquiera será más grave que esos mixtos mensajes que conturbaron al infeliz periodista.
Tampoco es la primera vez que se ofende, públicamente, a Bush, y el insulto no purga su pena.
Años atrás, Federico Fasano, director del periódico uruguayo La República, era conminado a rectificar por el embajador estadounidense en Montevideo, luego de que el periodista comparara a Bush con Hitler. La respuesta al emplazamiento no se hizo esperar y fue de antología. Entre otras lindezas, agregaba Fasano al parecido: «Bush es un fanático paranoico, intoxicado de mesianismo, con menos luces que una babosa, borracho de poder como de alcohol, contracara del homo sapiens, encarnación del homo demens…» Y no pidió perdón.
Tampoco se disculpó Francoise Ducros, directora de comunicaciones del primer ministro canadiense Chretién, cuando en noviembre del 2002, expresó a alguien de su confianza un juicio sobre Bush que fue escuchado por un periodista y echo público al día siguiente: «Bush es un tarado».
Kurt Vonnegut, escritor estadounidense, calificó a Bush como «el más sórdido y patético golpista de opereta que es dable imaginar». Tampoco ha rectificado el juicio.
Hasta el Papa, al declarar la guerra ilegal e inmoral, por directa consecuencia definía al declarante como sinvergüenza y delincuente.
Y cito estos casos, por expresar mejor la diferencia con el que nos ocupa, el de este ejecutivo de los medios que está siendo acusado de disponer de insultos de destrucción masiva y contra cuyos insultos, los que serán y que aún no son, igualmente se aplica la censura preventiva. Y para colmo, Green ni siquiera llegó a ofender. En todo caso se hizo el favor de enfermarse y amenazó con vomitar.
Pero su arrepentimiento no le va a permitir conservar su trabajo y, en estos momentos, para él, ya alguien está firmando el «Good Nihgt América».