Israel ha logrado un extraño privilegio: ser el único Estado que puede cometer los más graves delitos internacionales y los más alevosos crímenes de guerra, dentro y fuera de sus fronteras, y permanecer totalmente impune. Aunque sus actos desaten el repudio generalizado de la ciudadanía mundial. El reciente ataque israelí contra la Flota de la […]
Israel ha logrado un extraño privilegio: ser el único Estado que puede cometer los más graves delitos internacionales y los más alevosos crímenes de guerra, dentro y fuera de sus fronteras, y permanecer totalmente impune. Aunque sus actos desaten el repudio generalizado de la ciudadanía mundial.
El reciente ataque israelí contra la Flota de la Libertad, iniciativa de la campaña Free Gaza, ha sacudido a Estados, ONGs y organizaciones internacionales, provocando reacciones de rechazo. Esta flotilla, consistente en seis barcos que transportaban ayuda humanitaria, buscaba romper por mar el bloqueo a la franja de Gaza, esa estrecha lengua de territorio sitiada por tierra, mar y aire y en la que sobreviven 1,5 millones de habitantes. Free Gaza ya había logrado romper el cerco en dos ocasiones, en agosto y octubre de 2008. Pero en 2009 y 2010 los variados intentos de arribar por mar habían fracasado, producto de las agresiones de la marina israelí. Esta vez, se esperaba lograrlo por la masividad de la convocatoria, 750 personas de unos sesenta países, incluyendo a una sueca chilena: Kimberly Soto Aguayo, miembro de la ONG sueca Palestina-grupperna. Además viajaban 12 parlamentarios de Alemania, Noruega, Suecia, Bulgaria e Irlanda, la sobreviviente de Auschwitz, Hedy Epstein, y la Premio Nobel de la paz Mairead Maguire. Free Gaza visitó Chile en 2009, lo que habla del grado de legitimidad y de solidaridad internacionalista que había alcanzado su propuesta.
La diputada árabe-israelí Hanin Zombi, que viajaba en la nave Mavi Mármara, ha afirmado que «estaba claro por las dimensiones de la fuerza con que el ejército de Israel abordó el barco, que el propósito no era detenerlo, sino causar el mayor número de bajas para impedir futuras iniciativas similares». Efectivamente, los soldados israelíes que invadieron esas embarcaciones violaron el derecho internacional y, al matar civiles, cometieron un crimen de guerra. Se ha comprobado que el gobierno israelí aprobó que el abordaje lo realizara una unidad de elite de comandos con armas automáticas, sin equipo de control de multitudes en caso de resistencia. Israel no posee mandato internacional para controlar el mar de Gaza como si fueran sus propias aguas territoriales. Al hacerlo, demuestra que mantiene una ocupación ilegal y beligerante de la franja de Gaza. Si Israel ocupa ese territorio, tiene responsabilidad directa de velar por el bienestar de esas personas. Sin embargo, este largísimo bloqueo ha impuesto a los palestinos de ese territorio una situación insostenible, que exigiría que Israel comparezca en el banquillo de los acusados por cometer un crimen contra la humanidad.
La impunidad de Israel se asienta en tres gruesas corazas: la primera es el impenetrable escudo militar de la única potencia nuclear de Medio Oriente, que además no ha suscrito el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), y rechaza poner sus instalaciones nucleares bajo supervisión de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA). La segunda coraza es la complicidad de Estados Unidos y la OTAN, que subvenciona con miles de millones de dólares anuales su economía y paraliza en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier sanción que se pretenda imponer a sus crímenes. La tercera coraza es el manto de legitimidades simbólicas que Israel cultiva con esmero, tratando de identificar al Estado racista que gobierna Netanyahu con el pueblo y la religión judía. La larga historia de genocidios y persecuciones a este pueblo ha sido usurpada y manipulada al hartazgo por el terrorismo de Estado israelí para tratar de estigmatizar a cualquiera que les denuncie, calificándolo de antisemita y filofascista.
Se trata de corazas poderosas, pero que empiezan a mostrar grietas inesperadas. La más evidente es la creciente tensión política entre Israel y EE.UU. desde el arribo a la Casa Blanca de Barack Obama. El punto clave es el rechazo norteamericano a los nuevos asentamientos israelíes en territorios ocupados, ya que impiden que Obama pueda llegar a mostrar durante su gestión algún grado de avance en las negociaciones de paz con los palestinos. La segunda grieta es el reciente acuerdo de canje nuclear iraní, obtenido como producto de la mediación de Brasil, una potencia emergente, y de Turquía, uno de los socios de la OTAN. Como ha señalado Emir Sader, este acuerdo ha hecho evidente que «Estados Unidos no es el buen negociador para la paz de la región, tanto por ser parte integrante del conflicto, al definir a Israel como su aliado estratégico, como porque ha fracasado a lo largo del tiempo, sin que se haya obtenido concreción alguna del acuerdo de la ONU de garantizar la existencia de un Estado palestino en las mismas condiciones que el Estado israelí». En este escenario, si bien Washington va a mantener su hipócrita apoyo a Tel Aviv, ya no posee margen de maniobra para sostener el liderazgo en la búsqueda de una resolución al conflicto. Nuevos actores entran en escena, y nuevas correlaciones de fuerza se empiezan a prefigurar.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 711, 11 de junio, 2010)