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Gumersindo ya tiene prólogo

Fuentes: Gara

Tras cincuenta años de ocultación y retraso una editorial aragonesa editó a finales de 2003, poco antes de la feria anual del Libro en Durango, las memorias de la asistencia a los condenados a muerte del capuchino Gumersindo, entresacadas de sus diarios: «Fusilados en Zaragoza 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos». Su […]

Tras cincuenta años de ocultación y retraso una editorial aragonesa editó a finales de 2003, poco antes de la feria anual del Libro en Durango, las memorias de la asistencia a los condenados a muerte del capuchino Gumersindo, entresacadas de sus diarios: «Fusilados en Zaragoza 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos». Su diario es un relato de guerra y ejecución bestial; duro pero real. El porqué de largos años de huida y vagabundeo de unas memorias, que golpean puertas ajenas huyendo de unos superiores que las perseguían para destruirlas, hay que seguir buscándolo ­decía en un artículo de entonces­ no en la introducción del libro sino en otra parte, en otros libros y otras gentes, que sí han dedicado páginas y esfuerzo. Las memorias de Gumersindo de Estella seguían necesitadas de prólogo.

«La Iglesia de Franco» es un libro del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova, autor de otras obras importantes sobre la rebelión militar del 36; este libro ­publicado ya en el 2001, ha sido reeditado, también semanas antes de la feria de Durango de 2005, «con notas donde pueden comprobarse las principales fuentes de información que habían guiado mi investigación»­ constituye, sin duda, un prólogo iluminador al diario de Gumersindo y, en parte, casi epílogo definitivo a sus memorias, tan necesitadas de encuadre y reflexión veraz de la Iglesia de aquellas fechas. Pero este libro es, sobre todo, un relato de historia, de documentación ágil y fundamentada de la Iglesia de Franco, de gran valor para quien quiera informarse de la Iglesia española en esa época, en la que juegan un papel las Memorias de Gumersindo «porque no conozco, dice Casanova, un documento tan estremecedor y fidedigno… de denuncia de abuso político de la religión,… un documento único, de protesta y perdón por la complicidad del clero en una matanza en nombre de Dios».

«De nuevo la tragedia y la comedia juntas. La tragedia de decenas de miles de españoles asesinados, presos, humillados. Y la comedia del clero paseando a Franco bajo palio y dejando para la posteridad un rosario interminable de loas y adhesiones incondicionales a uno de los muchos criminales de guerra que se han paseado victoriosos por la historia del siglo XX». Hay que decir que Franco tenía un capellán privado, el padre José María Bulart, oía misa todos los días y cuando podía se juntaba con doña Carmen Polo a rezar el rosario. Cristiano ejemplar, «bonísimo católico» decía de él el cardenal primado Isidro Goma. Le trataban como a un enviado de Dios. No olvidemos que tuvo casi cuatro décadas la mano momificada de santa Teresa en la capilla del palacio del Pardo, proporcionando «consuelo espiritual» al caudillo y guiando sus pasos. La santa de la Raza. La Iglesia y el caudillo caminaron, asidos de la mano, durante casi cuarenta años. ¡Franco, el gran cruzado católico! A su entierro acudió otro gran católico, también de misa diaria, el dictador Augusto Pinochet.

«¡No venga usted a molestarme! ¡Vago! ¡Cien veces vago! ¡Vaya usted a trabajar (…) No habéis trabajado en toda vuestra vida, pero vivís a costa de la Religión», le espetó uno de los catorce fusilados en la madrugada del 15 de diciembre de 1939 a otro cura que acompañaba al capuchino Gumersindo de Estella en la cárcel de Torrero de Zaragoza. Amplios sectores de las clases populares consideraban a los curas como: «parásitos siempre al lado del poder, viviendo del cuento de la religión». No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo XX ­¡y mira que los ha habido de diferentes colores e intensidad!­ en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan diáfana en el control social de los ciudadanos como en el Estado español. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. En ningún caso llamaron a la venganza y al derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón que lo hizo la Iglesia católica en España, quizá comparable con lo que ocurrió en Croacia entre 1941-1945 entre Ante Pavelic y los ustashi, por una parte, y el primado Alojzije Stepinac y la Iglesia con los frailes franciscanos asesinos, por la otra. «Nunca tenían bastante esos clérigos, que derrochaban regocijo, religiosidad y pasión. Como ese fraile cordobés, que le decía al cura del cementerio de san Rafael que setenta y seis asesinatos en una noche eran pocos: ‘¡setecientos deberían ser!'».

Antonio Bahamonde, que sabía muy bien de qué hablaba, decía que «a los informes facilitados por los sacerdotes se deben muchos fusilamientos». Gumersindo sabía que muchos de esos presos, que acababan ante el pelotón de fusilamiento, habían sido denunciados por los propios curas. Y el cura Marino Ayerra de Alsasua denunciaba, en otro documento estremecedor el «placer inconfensable» que los sacerdotes sentían ante las ejecuciones. «¡Que no quede un maestro vivo!», coreaban los requetés sublevados de Navarra.

Las normas que el obispo de Teruel, Anselmo Polanco, envió el 10 de agosto de 1937 a los «señores arciprestes y curas» sobre la inscripción de defunciones en su diócesis mostraban su destreza para mantener la falacia de que en un bando se asesinaba impunemente y en el otro todo se ajustaba a la ley. Los muertos por los «revolucionarios» tenían que constar como «asesinados», si la muerte se debía, en cambio, a una «orden de la autoridad militar» la palabra exacta era fusilado, pero sólo cuando conste «oficialmente» o sea «notorio» (la mayoría de las veces se describía como «accidente relacionado con la guerra», «hemorragia interna», «herida por arma de fuego», el ejecutado por garrote vil se inscribía como «asfixia por suspensión»).

El decreto de la Jefatura de Estado del 16 de noviembre de 1938 establecía que «en los muros de cada parroquia figurara una inscripción que contenga los nombres de sus caídos ya en la presente cruzada, ya víctimas de la revolución marxista». Y todas acabaron comenzando con el nombre de José Antonio. Los otros muertos sencillamente no existían. La consagración definitiva de la memoria de la cruzada llegó con las construcción del monumento del Valle de los Caídos, «el panteón glorioso de los héroes» en boca de su apologeta fray Justo Pérez de Urbel e inaugurado el 1 de abril de 1959. «Se trataba de unir bajo el mismo concepto de persecución religiosa todo lo sucedido en España desde 1931 a 1939, señalando a la República como principal causante de instigadora de la violencia clerical. La Iglesia no soportó la República, ‘ese sistema de representación parlamentaria, de legislación anticlerical, de presión popular, en la que los valores católicos ya no eran hegemónico'».

Hoy somos muchos quienes creemos que la Iglesia católica española, la Iglesia de la Cruzada, la de Franco, la de la venganza, la de hoy, debería pedir perdón por bendecir y apoyar aquella masacre, porque examinando la Iglesia de Franco su pasado tiene muy poco de ejemplar, salvo que el cura cristiano siga queriendo ser el ministro de la muerte, como aquel requeté que daba los tiros de gracia en aquella madrugada del 21 de octubre del 36 en «la Tejería» de Monreal, es decir, el coadjutor de la parroquia de Murchante Luis Fernández Magaña.

Y esto a pesar de que hasta el 1 de enero de 2000 el difunto papa polaco, Juan Pablo II, había beatificado a 239 mártires de la cruzada española. Sí, Pavelic murió en España bajo la protección de Franco y el mismo Juan Pablo II, en octubre de 1998, elevó a Stepinac a la categoría de beato. ¿Extraño? Después y todo hoy sabemos que en el Vaticano encontraron refugio y huida, entre otros, gentes como Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, el doctor Joseph Mengele, el ángel de la muerte de Auschwitz, el inventor de la cámara de gas portátil el general de la SS Walter Rauff, Gustav Wagner comandante del campo de concentración de Soribibor, Stangl comandante del campo de concentración de Treblinka, Pavelic y Adolf Eichmann, por citar tan sólo a algunos conocidos criminales.

* Mikel Arizaleta. Traductor