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Sin salida en Gaza

Hogares destruidos, vidas rotas

Fuentes: TomDispatch.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Escombros. Esa ha sido la única constante de la familia Awayah desde que les conozco.

Hace cuatro meses, su casa fue demolida por el ejército israelí; no era la primera vez que Kamal, Wafaa y sus niños pasaban por tal situación. Desde hace seis años, la familia se halla atrapada en un ciclo de destrucción y reconstrucción; con su hogar convertido en una maraña de hormigón hecho añicos y barras de acero retorcidas, o bien a punto de convertirse en una casa.

La primera vez que me encontré con la familia, en agosto de 2009, estaban viviendo en una tienda de campaña. Les filmé y me contaron lo que les había sucedido ocho meses antes durante la invasión militar que Israel llamó Operación Plomo Fundido, alegando que era una respuesta al lanzamiento de cohetes desde la Franja de Gaza.

No tenía la intención de hacer un documental cuando me dirigí a Gaza pero, tras escuchar la historia de la familia, supe que tenía que hacerlo. Volví de nuevo en 2012 y desde entonces he seguido en contacto con ellos, entendiendo que la terrible situación de los Awajah abría una ventana a lo que toda una sociedad se estaba enfrentando, a lo que supone vivir en medio de una guerra interminable y de un temor constante. La historia de los Awajah arroja luz sobre lo que los palestinos de Gaza llevan tantos años soportando.

Sin embargo, lo que más me impactó fue la petición de los niños de los Awajah respecto a la reconstrucción de su nuevo hogar en 2012: insistían en que la casa tuviera dos puertas.

Lo que vivieron los Awajah

En entrevistas separadas en 2009, Wafaa y Kamal Awajah me contaron la misma historia, rompiendo ambos a llorar al ofrecerme sus recuerdos de los traumáticos hechos que habían tenido lugar ocho meses antes, la noche en la que perdieron mucho más que una casa. Al día siguiente, Wafaa, todavía desconsolada, compartió conmigo sus recuerdos de aquella noche, indicándome el lugar donde se había producido cada incidente.

El 4 de enero, cuando empezó la campaña terrestre de la Operación Plomo Fundido, la familia Awajah se hallaba en su casa. La hija mayor de Wafaa, Omsiyat, entonces de doce años, se despertó alrededor de las dos de la madrugada. «Mamá», dijo Omsiyat, «hay soldados en la puerta». Wafaa saltó de la cama para mirar. «No hay soldados en la puerta, cielo», le aseguró a su hija. Cuando Omsiyat insistió, Wafaa miró de nuevo y esta vez sí pudo divisar a los soldados y los tanques apresurándose a poner velas encendidas junto a la ventana para que los soldados israelíes supieran que había una familia dentro.

De repente, el techo empezó a venirse abajo. Wafaa, Kamal y sus seis niños salieron huyendo mientras un buldózer del ejército israelí arrasaba su hogar. Acababan de salir cuando el tejado se derrumbó del todo. Como no cesaban de pasar tanques, la familia se acurrucó bajo un olivo cercano a la casa. Cuando finalmente amaneció, pudieron examinar las ruinas de su hogar.

Justo cuando los Awajah estaban intentando encajar su pérdida, Wafa oyó gritar a su hijo Ibrahim, de nueve años. Le habían disparado en el costado. Como los disparos proseguían, Kamal levantó a su hijo herido y corrió para protegerse junto al resto de la familia. Wafaa tenía heridas en ambas caderas, pero ella y cinco de los niños consiguieron refugiarse tras un muro de adobe. Desde allí, vio a Kamal, también herido, tirado en medio de la carretera con Ibrahim todavía entre los brazos.

Los soldados israelíes se acercaron a pie hasta su marido e hijo mientras Wafaa observaba y -según lo que tanto ella como Kamal me contaron-, sin que mediara advertencia alguna, uno de ellos disparó contra Ibrahim a quemarropa, matándole. Quizá pensó que Kamal ya estaba muerto. A pesar de las heridas de Kamal y Wafaa, la familia consiguió volver a su arrasada casa, donde se escondieron bajo el derrumbado tejado durante cuatro días sin comida ni agua potable, hasta que una familia que pasó con un carro tirado por un burro les recogió y llevó el cuerpo de Ibrahim a un hospital de Ciudad de Gaza.

Por lo que sé, el ejército israelí no investigó jamás el incidente. De hecho, sólo un puñado de los posibles crímenes de guerra de la Operación Plomo Fundido fue investigado de alguna forma por Israel. En lugar de una investigación oficial, los Awajah se quedaron con un hijo muerto, dolorosas heridas físicas que finalmente curaron, aunque las psicológicas no van a poder superarlas nunca, y un hogar reducido a una pila de escombros.

(Véase el corto filmado por Jen Marlowe, ganador de un premio, «Una familia en Gaza«, sobre la familia Awajah)

Y la vida sigue…

Cuando volví a encontrarme con ellos ocho meses después, los Awajah luchaban intentando reconstruir sus vidas. «Lo más duro de todo es no poder ofrecer seguridad a mis hijos», me dijo Kamal. «Su conducta no es la misma de antes».

Wafaa señaló a Diyaa, de tres años. «Este niño está traumatizado desde la guerra», dijo. «Duerme con una barra de pan entre los brazos. Si intentas quitársela, se despierta, la sujeta más fuerte y dice ‘Es mía’«.

«Lo que no puedes eliminar ni cambiar es el miedo en los ojos de los niños», continuó Kamal. «Si Diyaa ve un buldózer, cree que viene a destruirnos la casa. Si ve un soldado, ya sea israelí o árabe, piensa que el soldado quiere matarle. Intento mantenerles lejos de la violencia, pero cuando te besa puedes sentir cómo en ese beso hay violencia. Te besa y después te empuja lejos de él. Podría pegarte o darte una bofetada. Estoy en contra de la violencia y de la guerra en cualquiera de sus manifestaciones. Apoyo las vías pacíficas. Así es como vivo y educo a mis hijos. Desde luego que trato de alejarles de la violencia y de ayudarles a olvidar lo que han vivido, pero no puedo borrarlo de su memoria. Llevan el recuerdo del miedo pasado grabado en la sangre».

Pensé en las palabras de Kamal cuando filmaba a Diyaa y a su hermana de cinco años, Hala, trepando por los escombros de su destruido hogar -su único patio de juegos- gritando alborozados mientras hacían rodar casquillos de bala y de metralla por el desmoronado tejado.

Lo que me conmovió más profundamente fue la determinación de Kamal y Wafaa de crear un futuro para sus hijos supervivientes. «Sí, destruyeron mi hogar, destruyeron mi vida, pero no destruyeron lo que hay en mí», dijo Kamal. «No me mataron como Kamal. No nos mataron como familia. Estamos viviendo. A pesar de todo, continuamos viviendo. No es la vida que queríamos o teníamos, pero trataré de proporcionar cuanto pueda a mis niños».

La fragilidad de la esperanza

En 2012, volví a Gaza y a la tienda en la que la familia Awajah aún estaba aún viviendo. Era evidente que el trauma de su experiencia de 2009 -junto con las privaciones diarias y la falta de seguridad y libertad que caracteriza a la Gaza bajo asedio- les había cobrado peaje. «Creía que aquellos habían sido los días más difíciles de mi vida», dijo Kamal, «pero descubrí después que los días que siguieron eran aún más difíciles».

En 2009, Kamal me dijo que la guerra no le había cambiado a él en lo fundamental. Pero ahora, me dijo con sencillez: «Me siento perdido. El Kamal de antes de la guerra ya no existe». Habló de los gritos de sus hijos, despertándose continuamente por la noche a causa de las pesadillas. «La guerra sigue alcanzándoles en sus sueños».

Para Kamal, lo más penoso era constatar su incapacidad para ayudar a sus niños a superar la situación. Su desesperación y sentimientos de indefensión habían aumentado hasta el punto que ahora se sentía paralizado por una grave depresión. «Intenté, todavía lo intento, sacarnos de la situación en la que estamos, la situación social, la situación educativa de los niños y la situación mental mía y de mi familia. Pero todo», añadió, «sigue empeorando».

Sin embargo, mi visita en 2012 tuvo lugar durante un raro momento de esperanza. Después de casi cuatro años, la familia Awajah estaba finalmente reconstruyendo su casa. Los camiones llevaban sacos de cemento; se volcaban carretillas llenas de grava en las paletas; se atornillaban planchas de madera. En 2009, había filmado a Diyaa y Hala jugando sobre los escombros de su casa destruida. En 2012, les filmé trepando y saltando sobre los cimientos de su nuevo hogar.

«Estoy construyendo una casa. Tengo derecho a construir una casa para mis hijos», dijo Kamal. «La llamo la casa de mis sueños porque sueño con que mis hijos vuelvan a ser lo que eran. Será el primer paso para que podamos refugiarnos, lejos del sol, del calor y las tiendas de campaña, para que salgamos de la situación de no tener hogar. La mayor esperanza y la mayor felicidad a la que aspiro es ver a mis niños sonriendo y sintiéndose bien… a que puedan dormir sin tener pesadillas», añadió Kamal. «Yo no puedo dormir porque temo por ellos».

Para Wafaa, aunque el nuevo hogar representaba la esperanza en el futuro, su construcción también le volvía a traer los recuerdos de la noche del buldózer. Como me contó: «Los buldózer y los camiones que traen los materiales de construcción vienen por la noche y, en ese momento, es como si guerra se iniciara de nuevo. Cuando los veo ahora acercándose con sus grandes luces, el corazón se me sale del pecho. Me siento realmente aterrada».

Planificar la nueva casa también les traía a Wafa y Kamal un recuerdo punzante de la fragilidad de la esperanza en Gaza. «Los niños dicen que hagamos dos puertas en la casa», me dijo Wafaa. «Una puerta normal y otra para que cuando los israelíes demuelan la casa poder utilizarla para escapar. Intentamos calmarles y decirles que nada de eso va a suceder, pero no, insisten en que hagamos dos puertas. ‘Dos puertas, papi, una aquí y una allí, para que podamos escapar’«.

La guerra contra Gaza de 2014

Tras mi visita de 2012, seguí contactando periódicamente con la familia Awajah. La construcción de la casa iba a trancas y barrancas, me dijo Kamal, debido a la escasez de materiales en Gaza y a su falta de recursos financieros. Sin embargo, finalmente, a mediados de 2013, la casa estaba acabada y como paso final, el cristal de las ventanas se colocó en febrero de 2014.

Cinco meses más tarde, en julio, se inició el más reciente de los ataques de Israel contra Gaza. Llamé de inmediato a la familia Awajah.

«Los niños están aterrorizados pero están bien», me dijo Wafaa.

El ejército israelí había advertido a su barriada para que la evacuaran y estaban alquilando un pequeño apartamento en Ciudad de Gaza. Durante un alto el fuego por motivos humanitarios, Kamal pudo volver a su casa: la habían arrasado hasta los cimientos junto con toda la barriada.

Cuando hablé con la familia Awajah a finales de septiembre, Kamal me dijo que se les había agotado el dinero para el alquiler. Buscar refugio en alguna de las escuelas de la UNRWA no era una opción viable, porque las aulas de las escuelas estaban atestadas de familias de refugiados. Los Awajah se instalaron de nuevo bajo una carpa cerca de los escombros de su casa, destruida dos veces.

Kamal y sus niños sobre los escombros de su casa destruida por segunda vez.

La situación de la familia es mucho más precaria que en 2009. Entonces pudieron utilizar una toma de electricidad y había letrinas comunales para todas las familias alojadas en tiendas de campaña en el área. Esta vez, dijo Kamal, la zona cerca de su casa estaba completamente desierta: sin cisterna de agua, sin electricidad, sin letrinas, sin gas ni hornillos para cocinar. Sus únicas posesiones eran las pocas prendas de ropas que lograron llevar con ellos cuando huyeron. Estaban durmiendo en el suelo sin colchones ni mantas para resguardarse del frío, con tan sólo el nailon de la tienda por debajo de ellos. Los niños habían estado caminando varios kilómetros para llenar jarras de agua hasta que los campesinos que vivían cerca pusieron sus pozos a su disposición durante varias horas al día.

Wafaa me dijo que estaba cocinando en una hoguera, utilizando trozos de madera que habían recogido de los restos de su casa. Durante la primera semana, los niños volvían del colegio a casa cada día pero al verse rodeados tan sólo de escombros, empezaban a llorar. Omsiyat, de 17 años, se puso brevemente al teléfono. Su voz cálida y clara sonaba apagada, como si nada pudiera afectarla ya.

Pero hay algo peor aún, Kamal debe todavía 3.700$ de la construcción de su última casa. Aunque su hogar ya no existe, la deuda sí. «Nos estamos ahogando», dijo Wafaa.

Véase en este video la situación actual de la familia Awajah.

Ahogándose en Gaza

Los Awajah no son los únicos que están ahogándose en Gaza. El verdadero horror de su repetido trauma yace en el alcance en el que se extiende y comparte. Ibrahim Awajah, de nueve años, fue uno de los 872 niños de Gaza asesinados durante las tres guerras de 2009, 2012 y 2014, según las estadísticas recopiladas por la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA, por sus siglas en inglés) y B’tselem, una organización israelí por los derechos humanos. (Hubo también un niño israelí asesinado por fuego de mortero en ese período.)

La voz apagada de Omsiyat es un reflejo de la evaluación hecha por el Fondo de la ONU para la Infancia de que casi la mitad de los niños de Gaza necesitan urgentemente ayuda psicológica. Y el deseo de Kamal de no trasladarse a un refugio comunal es comprensible, dado que aún permanecen en 18 escuelas de la UNRWA 53.869 personas desplazadas. Según Shelter Cluster, un comité interinstitucional que apoya las necesidades de refugio de las personas afectadas por conflictos y desastres naturales, la casa de la familia Awajah es uno de los 18.080 hogares de Gaza que resultaron totalmente demolidos o gravemente dañados sólo en la guerra de 2014. Otras 5.800 casas sufrieron daños de consideración y daños de menor importancia otras 38.000.

Shelter Cluster estima que van a necesitarse veinte años para reconstruir Gaza, siempre y cuando no tengan que enfrentar otra devastadora operación militar. Sin embargo, como indica la experiencia de los últimos seis años, a menos que se produzca un progreso político significativo (a saber, el fin del asedio israelí y de la ocupación en curso), es inevitable que se produzcan nuevas hostilidades. No es suficiente con que el pueblo de Gaza pueda reconstruir sus casas de nuevo. Tienen derecho a reconstruir sus vidas con dignidad.

Kamal Awajah dijo: «No pido que nadie me construya una casa por caridad. No es ese el tipo de ayuda que queremos. Lo que necesitamos es el tipo de ayuda que nos devuelva nuestro valor como seres humanos. ¿Y cómo va a lograrse eso? Ese es el problema».

Por el horizonte no aparece esfuerzo serio alguno que aborde la pregunta de Kamal, que tiene como punto central la insistencia en que se reconozca la igualdad de valores de la humanidad palestina. Mientras esa pregunta siga sin respuesta y se sigan negando los derechos fundamentales de los palestinos, el devastador impacto de una guerra tras otra sobre todas las familias de Gaza y la aterradora amenaza de la próxima guerra seguirán amenazándoles siempre. Los niños Awajah tienen todas las razones del mundo para insistir en que su futura casa tenga dos puertas.

NOTA:

Para ayudar a la familia Awajah a reconstruir su casa, Jen Marlow ha promovido una campaña en Indiegogo en su nombre, que puede visitarse aquí.

Jen Marlowe es activista por los derechos humanos, escritora, directora de documentales y fundadora de donkeysaddle projects. Entre sus libros sobresalen: I Am Troy Davis y The Hour of Sunlight: One Palestinian’s Journey from Prisoner to Peacemaker. Y entre sus documentales Witness Bahrain y One Family in Gaza. Su blog es View from the donkey’s saddle y su tweet @donkeysaddleorg.

Fuente original: http://www.tomdispatch.com/blog/175931/