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Entrevista al periodista colombiano José A. Castaño Hoyos, jurado de Literatura Testimonial del premio Casa de las Américas

«Hoy nos matamos menos, pero el drama social que dio origen a la crisis está intacto»

Fuentes: LaVentana

En 2003 ganó el premio Casa de las Américas con La isla de Morgan, relato de su inmersión en las Cuevas de Barrio Triste, un inframundo real en pleno casco urbano de Medellín que hace olvidar de golpe los apelativos de «Tacita de oro» y «Ciudad de la eterna primavera». Entrar en esos túneles de […]

En 2003 ganó el premio Casa de las Américas con La isla de Morgan, relato de su inmersión en las Cuevas de Barrio Triste, un inframundo real en pleno casco urbano de Medellín que hace olvidar de golpe los apelativos de «Tacita de oro» y «Ciudad de la eterna primavera». Entrar en esos túneles de sombras e inmundicias, sumergirse en la pestilencia del basuco y conocer historias de despojos humanos, niños sin nombre, cuerpos picados y abusos sexuales, de «cualquier cosa por la droga», es ardua travesía incluso para quien lee a miles de kilómetros de distancia, en la seguridad impoluta de su cuarto.

¿Cómo entender que hay varias ciudades dentro de una y nunca podemos estar seguros de conocerlas todas? Leer las crónicas de José Alejandro Castaño Hoyos y revisar los sitios que promueven a Medellín en Internet, creará por contraste un punto de ruptura, una duda mayúscula: el asombro. Escucharle hablar de sus trabajos y sus días es transitar por episodios extremos: del humor negro al dolor, a la risa, a la incredulidad. Si Macondo es desborde imaginario en lo rural, lo pueblerino, las Cuevas de Barrio Triste y otros márgenes citadinos de Colombia son la cruda tormenta de lo tangible, un deslizamiento confuso que nos descoloca. ¿Ficción? ¿Realidad?

Le pregunto primero, a media voz para animar la confidencia. ¿Es verdad? ¿Cada historia, cada poema en las paredes de las Cuevas? ¿Es real? Y tienen que haberle preguntado muchas veces, porque sonríe y afirma que sí, confirmándome una vez más que hay una geografía terrestre del infierno, temporal y discontinua, que en un mapa llenaría de puntos rojos el planeta, uno de ellos en Medellín, a sólo «mil trescientos cincuenta y tres pasos del Concejo Municipal, y a mil cuatrocientos treinta y uno de la Asamblea Departamental de Antioquia».

Te lo pregunto porque al leer el libro, con sus personajes y situaciones, incluso por la forma de contar, dudé en muchos momentos de que fuera puro testimonio.

-Hace dos semanas, antes de viajar a La Habana, estuve sentado con la madre y el hermano de un hombre que está en la cárcel. Ese hombre, de unos 40 años, fue al médico a que le sacara una uña encarnada en el pie derecho. El médico le sacó la uña y al mes el hombre regresó, pero sin el dedo. Amenazó al médico con una demanda y le exigió dinero. Lo acusó de una mala cirugía, que sería la causa de la amputación. El médico accedió a pagarle el dinero y ahorrarse la demanda. Pero transcurrieron un par de meses y el hombre volvió sin otro dedo, culpando al médico de una enfermedad adquirida en su consultorio. En principio, el médico no accedió a las exigencias económicas, pero terminó dándole más dinero por temor al escándalo. El hombre regresó, meses después, con otro dedo menos. Y así sucesivamente… Se supo después que se estaba cortando sus dedos para sacarle dinero al médico.

«Eso que parece absurdo, producto de la inventiva de un novelista, ocurrió. Colombia está llena de casos excepcionales como este. Hace apenas unos días, investigando para el nuevo libro que estoy escribiendo sobre chicos malos latinoamericanos, descubrí que en Bogotá había un grupo de asaltantes especializado en robar a mujeres. No usaban navajas, cuchillos, ni pistolas, sino ratones vivos que ponían colgando de la cola ante la cara de las mujeres a las que les exigían las joyas, celulares, dinero…

«Pareciera la fantasía de un novelista, pero es cotidiano. Uno pensaría que en Colombia pasa todo y al final es como si no pasara, porque si en otras partes esas historias serían excepcionales, en Colombia son asunto rutinario.

«Hoy leí El Tiempo en Internet y supe que acaban de encontrar un escondite con más de 30 millones de dólares en barras de oro, propiedad de un narcotraficante. Pero días atrás habían encontrado en una casa otro escondite con 20 millones de dólares en efectivo. Las máquinas que llevó la policía para contar la plata se dañaron, se fundieron…

«Ante una realidad tan rica en sucesos, tan desconcertante, es difícil que uno pueda aislarse y hablar o escribir de otras cosas.»
Las situaciones, los personajes, la forma de contar, hacen pensar que muy bien pudo haber sido una novela… A la vez, plantea el viejo dilema de los vasos comunicantes y las fronteras ambiguas entre géneros…

-Mucha gente me ha dicho que siente el libro como una novela, no sólo por la estructura sino por la manera como se resuelve al final. Creo que es corta la distancia entre la literatura, específicamente la novela, y el testimonio, o entre la ficción y el periodismo… Desde el punto de vista de la forma diría que no hay diferencias sustanciales. Una novela y una buena crónica, un buen testimonio, se parecen mucho porque las herramientas usadas son las que los periodistas hemos extraído de la novela. Al final, la diferencia consiste en algo simple: en la novela se permite ficcionar, en el periodismo no.

«Yo no creo, sin embargo, en eso que a veces nos reclaman a los periodistas, la objetividad. Cuando uno se sienta a escribir una historia, sea real o fabulada, está recurriendo a su subjetividad. Algún testigo de los hechos puede alegar que ocurrió de otra manera, tendrá una versión distinta, y puede no estar mintiendo.»

La violencia es un tópico medular en Colombia. A quienes la estudian desde distintas perspectivas les llaman «violentólogos», y se le ha dado casi carácter de disciplina con el término «violentología». ¿Cómo se vive esa inmersión cotidiana en la violencia?

-Todos en Medellín tenemos una historia de muerte que contar. A casi todos nos han matado un familiar, un amigo, un vecino, un compañero de la universidad. Yo escribo sobre el tema porque estoy consciente de que soy un sobreviviente de la peor época en mi ciudad, el año 1991, cuando la violencia en Medellín tocó el punto más alto que entonces conocía el mundo: cerca de 7000 asesinatos, una tasa de 350 homicidios por 100 mil habitantes, cuando el promedio en América Latina era de sólo 40 por 100 mil.

«Es difícil abstraerse de esa realidad, sobre todo cuando has vivido en un barrio tan golpeado por la violencia como fue el 12 de Octubre, donde nací y crecí. Escribo sobre la violencia porque la he vivido y porque soy un convencido de que en el drama, en el dolor, hay siempre una riqueza por descubrir.»

En el libro hablas de amigos de tu infancia que murieron. ¿Cómo lograste sobrevivir?

-Puedo mencionarte la muerte de mi prima Marta, asesinada a golpes, y mis primos Diego y Juan, por disparos. Pero podría contarte la historia de muchos amigos de la infancia caídos en esa barahúnda de violencia de finales de los ´80 e inicios de los ´90. Un vecino murió por un disparo de escopeta frente a sus tres niñas, la mayor de 7 años. Muchos de los amigos con los que jugaba fútbol se convirtieron en criminales y luego evitaba saludarlos en la calle, porque se habían vuelto gente peligrosa.

«Creo que me libré por la cercanía de mis padres, su amor enorme. Siempre estuvieron al tanto de lo que hacía, siempre hubo en mi casa un ejemplo de constancia y esfuerzo, que fue un blindaje contra lo que ocurría afuera.

«En mi barrio había una organización de resistencia social liderada por sacerdotes teólogos de la liberación. Eso también me ayudó, como a muchos otros en el barrio, a entender que la violencia tenía causas; que había ciertas personas detrás de esa violencia que se beneficiaban de ella, y que los jóvenes terminábamos siendo peones al servicio de unos intereses que nada tenían que ver con nosotros.»

EL MÉTODO DE JOSÉ PAN

Tras La Isla de Morgan escribió Cuánto cuesta matar un hombre, libro de crónicas sobre Medellín con el que intenta señalar un punto álgido: «hay un origen social de la marginalidad en los barrios de Medellín que propició el armamento de los jóvenes. Hoy nos matamos menos, de 7000 asesinatos en 1991 a menos de 700 el pasado año, pero el drama social que dio origen a la crisis está intacto. Ese drama social producto de la marginalidad, de la falta de oportunidades, continúa latente y mientras exista junto a la posibilidad de más armamento, nuevos derramamientos de sangre resultan probables».

En marzo, para la Feria del Libro de Bogotá, saldrá Noticias de la Sucursal del Cielo, crónicas de la ciudad de Cali. Trabaja en otro que publicará la editorial Planeta a fin de año: Confesiones de un revólver: crónicas de chicos malos latinoamericanos, para el que hizo un recorrido por Chile, Argentina, Ecuador, Perú…

«Debo ir este año a Ciudad de México y Sao Paulo. Para contar historias de los barrios más pleitosos del continente, pero no para detenerme en eso que nos hace semejantes, porque la violencia en América Latina tiene muchas semejanzas. Quiero detenerme en lo singular de cada caso».

A todo esto, se suman sus crónicas para el periódico El Tiempo.

Hay un libro que he comenzado, Papá, no me olvides, sobre mi padre, muerto hace unos meses y que sufrió Alzheimer. Estoy haciendo otro con mis hijas, Pequeño manual sobre la distancia, en torno a la separación y los hilos que se mantienen. Y llevo varios años trabajando en una novela, Al fin la risa, que me ha costado trabajo porque la realidad en Colombia es tan contundente y asombrosa que novelar resulta a veces difícil».

¿Has desarrollado algún método para entrar y salir ileso de los ambientes marginales?

-El haber vivido en un barrio con esas características durante 20 años me permitió desarrollar una habilidad de la que no era muy consciente y que he ido descubriendo con el tiempo. Llegar, hablar, incorporar los códigos; entender y hacer una lectura de gestos, situaciones y ambientes. Eso no lo aprendes en la universidad. Pero me preguntas por métodos. Primero, la sensibilidad. Ser humilde ante los otros. Cuando la otra persona entiende que tienes un interés genuino por escucharle, la comunicación fluye.

«Además, caminar mucho. En Colombia muchos periodistas llegan a la redacción a las nueve de la mañana y se van a las once de la noche. Se la pasan navegando por Google y recibiendo comunicados de prensa por correo o fax. Mucho de lo que hoy se hace en los periódicos de América Latina se escribe en las oficinas de prensa de ministerios, empresas estatales y privadas. Las grandes historias no llegan a las redacciones en boletines de prensa: están en los barrios, los prostíbulos, las cárceles, los hospitales, los parques, y el periodista tiene que estar ahí para recopilarlas.

«Todo hecho de violencia tiene una enseñanza. Hay un excedente pedagógico que los periodistas no siempre descubrimos o no estamos en capacidad de contar. Tendríamos que detenernos a entenderlo y transmitirlo. A fuerza de escribir tanto de violencia, y de haberla vivido tanto, deberíamos tener una mejor sociedad.»

En tu libro todos tienen alias… ¿Qué connotación tienen en Colombia?

-Hablé con gentes de la calle que llevan veinte años en la droga y no recuerdan su nombre por dejar de usarlo hace mucho tiempo, o producto de la desmemoria por la droga. Una vez le pregunté a un niño cómo se llamaba y me dijo «no me acuerdo, me dicen Popó», y lo dijo como algo normal. En la época de Pablo Escobar todos sus lugartenientes tenían alias, y ahora los recordamos con cierta ironía pero entonces eran sinónimo de muerte, destrucción, sangre, dolor… El alias se usa para ocultar la identidad, para que el nombre real no se asocie a las conductas ilegales. También entre los paramilitares y en el mundo de los guerrilleros.

«Hay gentes de la calle que olvidan su nombre pues lo asocian a situaciones de dolor, maltrato, abuso sexual, golpizas, humillaciones, y asumen otra identidad porque, en efecto, se convierten en otras personas. Aunque nos cueste entender, los que están en la calle experimentan un grado de libertad que disfrutan, incluso a pesar del horror del hambre, de la suciedad y la enfermedad.

«En mi barrio yo era José Pan porque vendía el pan con mi padre. A veces he ido a cárceles y desde algún patio me gritan: «José Pan»… Algún amigo de la infancia que está preso hace muchos años.»

Se ha repetido que la droga es el origen de la violencia…

-La droga no es la causa, es un detonante que hace que el drama sea mucho mayor. El origen está en la falta de oportunidades para los jóvenes, en la falta de presencia del Estado, porque el Estado hace presencia en los barrios sólo a través de las facturas de los servicios públicos.

«A eso se limitó la presencia del Estado en muchos sectores por muchos años, algo que ha cambiado un poco, por suerte. No había escuelas, trabajo, vías públicas, vigilancia, políticas de recreación y deporte o de promoción de la cultura. Esa ausencia sí fue el origen del armamento de los jóvenes, y de que, para impartir algún tipo de justicia o normatividad, aparecieran grupos armados que impusieron, a su manera y según sus propios intereses, principios de convivencia a un costo muy alto en muertes. La droga irrumpe en los barrios y acentúa la violencia ya expresada de otras maneras.»

¿Hay real conciencia de la necesidad de poner coto a la violencia?

-En Colombia aún no tenemos algo importante en cualquier sociedad y que pudiéramos llamar censura social. Soy de los que cree que colombiano que mató a colombiano no puede representarnos en ningún cargo público. Una cosa es que lo perdonemos, pero otra es que le permitamos asumir cargos públicos. Y es el caso de políticos, funcionarios, miembros de grupos irregulares. Tenemos que negociar el fin de la guerra en Colombia, pero debemos dar a las futuras generaciones el mensaje de que las armas no pueden ser un elemento que valide la representación en cargos del Estado.

«Y está pasando ahora con los paramilitares, que han cometido cualquier cantidad de crímenes. Aspiran, tras el proceso de negociación, a llegar al Congreso de la República. Uno descubre personas que han estado involucradas en actos delictivos y tras pagar la condena siguen apareciendo como líderes en medios de comunicación. La sentencia penal se cumplió, pero no somos capaces de imponer una sanción moral, social. Hemos entendido la necesidad de terminar con la violencia, pero no la necesidad de censura para los que han sido violentos.

«Los ex presidentes de la República salen por televisión a dar cátedra sobre el Estado, cuando sus gobiernos fueron corruptos, violentos. Un cantante muy importante, Diómedes Díaz, fue a la cárcel porque se comprobó que asesinó a una mujer. Su salida, tras pagar la condena mínima, fue un festejo nacional, y salió vendiendo más discos, se hicieron conciertos especiales para él transmitidos en directo. Lo seguimos encumbrando como ejemplo. Los jóvenes en Colombia no han logrado entender que la violencia no paga, necesitan entenderlo, pero abundan casos publicitados como éste en que sí pagó.

«Uno ve ex ministros vinculados a escándalos de corrupción y de muerte, que después de unos años regresan al país y alcanzan alcaldías y gobernaciones. Alcaldes con decenas de cargos por corrupción y otros delitos que van ante la Justicia y al tiempo son electos nuevamente.

«Tras el proceso de negociación de las autodefensas con el Estado confirmamos algo que ya sabíamos: los grupos armados de autodefensa, que cuidaban los intereses de los sectores oligárquicos, estaban al servicio de las clases políticas tradicionales. No sólo cuidaban sus bienes, sino que obligaban a grandes sectores de la población a apoyarles en las urnas. La ley que el Estado escribió para su beneficio no contempla penas mayores de ocho años: para delitos de cientos y cientos de asesinatos, mutilaciones, crímenes. Eso nos tiene que producir, al cabo, un asco por la muerte que todavía no experimentamos.

«Al final, lo que han hecho los grupos de mercenarios, las autodefensas, los narcotraficantes, es trabajar en beneficio de los políticos. El presidente Ernesto Samper fue elegido en los ´90 gracias a una donación de cinco millones de dólares del cartel de Cali. En el denominado Proceso 8000, se comprobó que muchos funcionarios recibieron dinero de los carteles de la droga. Los políticos son lo peor que nos ha pasado en Colombia. Son quienes al final dan las órdenes, los que han fortalecido a los grupos armados de extrema derecha. El Estado es un gran botín que reparten a discreción. No es coincidencia que los grandes poderes económicos sean los grandes poderes políticos. Ganaderos pero también representantes a la Cámara. Banqueros pero también alcaldes.

¿Qué fue de las Cuevas de Barrio Triste y los bolas de churre?

-Ahí están. Las autoridades demolieron los muros, la gente se fue a la calle y luego no pasó nada. Después ha venido un alcalde distinto, proveniente de los sectores cívicos y no vinculado a grupos políticos tradicionales. Un hombre que no se ha robado plata, y eso es ya una rareza. La ciudad ha mejorado, y ha hecho algunas inversiones en el campo social. En Barrio Triste hizo un par de intervenciones, creó una ludoteca y una guardería de paso: los niños entran, dejan a la entrada la botella de sacol (pegamento tóxico con el que se drogan) y se bañan; su ropa, mugrosa, se la cambian por limpia… Pero quedan en libertad de regresar a la calle con su botella. Por supuesto, el tema no se va resolver de una alcaldía a otra. La ciudad sigue teniendo cuevas, no sólo en Barrio Triste. Es un drama de nunca acabar.

Siguen siendo cientos de personas…

-Siguen siendo cientos y cientos, y cada vez más… La gente va y viene.

Mickey Mouse, tu guía a las Cuevas, dice que a punta de crónicas y libros no se cambia el mundo. ¿Para qué haces este trabajo que implica riesgos? ¿Qué experiencia has sacado de la muerte ante los ojos, del miedo, del peligro?

-Siempre tengo miedo. Y me he salvado de muertes. Mis hijas casi mueren en un atentado en el que murieron cuatro personas y hubo disparos de fusil y un par de granadas que no explotaron. Laura tenía cuatro años y Alejandra dos. No era contra nosotros, sino contra un vecino que de cierta manera estaba vinculado con mi trabajo. Otra vez casi me fusilan unos guerrilleros por entrar a un territorio vetado. Un día entré por un camino minado a un pueblo sitiado por las FARC al que se dirigía el Ejército, historia que aparece en La Isla de Morgan.

«Ese tipo de cosas estúpidas e innecesarias las he hecho. Ya no tanto. Me cuido y razono más. La esperanza es una opción en muchos países, en Colombia es un deber. Me impongo la esperanza como un deber diario. Tengo que creer que las cosas van a mejorar. Con mi trabajo por supuesto que no creo que cambiaré el mundo, pero intento cumplir con mi deber. ¿Servirá? No sé. A veces pienso que sí. En una escala minúscula, microscópica, pero lo hago.»