Identitarismo o movimiento identitario se ha convertido en un concepto con distintos significados, la mayoría como descalificación o insulto.
La interpretación dominante tiene que ver con el rechazo al nacionalismo etnicista (o racista), excluyente y reaccionario, promovido por las nuevas derechas, principalmente en Francia, con el ascenso de la ultraderecha, y EE. UU., con el supremacismo blanco ultraconservador trumpista.
Pero esa palabra se ha ido generalizando como arma arrojadiza, precisamente desde esos ámbitos derechistas, frente a los movimientos identitarios ‘progres’ o a la llamada ideología de género desde el más rancio machismo. Se convierte en un instrumento político-cultural en la pugna sociopolítica, la prevalencia representativa y la hegemonía ideológica: tus intereses y tu discurso son parciales e identitarios y los míos son universalistas y defienden en bien común o el interés del Estado o el pueblo-nación. Para explicar su significado hay que valorar su sentido y su función en cada contexto.
No hay que ir muy lejos. La defensa actual de la Vicepresidenta y líder de Unidas Podemos, Yolanda Díaz, de la mejora salarial para la gente trabajadora sería una reivindicación de parte, en busca de un perfil propio diferenciado, no estaría inserta en un proyecto de país más justo y una salida socioeconómica más equitativa, sino que iría en contra de la orientación de paz social, consenso con la patronal y estabilidad económico-política presentados como interés general. Mientras tanto, los intereses de las minorías oligárquicas y el reaccionarismo de las derechas quedan en la oscuridad. Solo queda un paso para la descalificación mediática de identitaria, en este caso con un neolaborismo que prioriza a las clases trabajadoras en detrimento del país.
En todo caso, este concepto de identitarismo hay que distinguirlo de las identidades o identificaciones colectivas con procesos de formación de nuevos movimientos y sujetos sociales con demandas parciales, desde los años sesenta, así como de las llamadas políticas de identidad como apoyo y refuerzo público a colectivos sociales discriminados, en general de carácter progresivo.
En el libro “Identidades feministas y teoría crítica” ya he hecho una amplia valoración de esto último. Por una parte, señalo la ambivalencia de las identidades colectivas, que pueden tener un carácter progresivo o regresivo (y mixto y neutro político-ideológicamente). Por otra parte, explico su relación conflictiva y complementaria, por un lado, con el desarrollo individual y los derechos civiles y, por otro lado, con el universalismo ético y sociopolítico desde una perspectiva emancipadora-igualitaria y la revalorización de lo común y lo público.
El contexto de los movimientos identitarios
Me centro en la clarificación de ese concepto, en el actual contexto, y luego hago una alusión a su utilización en el campo feminista, es decir, al llamado identitarismo de género.
Los movimientos identitarios, de carácter popular y nacional, se desarrollaron desde hace más de dos siglos como respuestas a la generalización del capitalismo, la dinámica imperialista-colonialista y la hegemonía liberal que estaban destruyendo los vínculos sociales y las costumbres en común populares.
Desde el siglo XIX, junto con la identificación nacional, la principal identidad colectiva ha sido la identidad obrera. Con el nuevo movimiento obrero y su vinculación con el movimiento socialista y las izquierdas, se enlazaba una dinámica identificadora de clase social con una perspectiva solidaria y transformadora del conjunto de la sociedad, tal como magistralmente ha explicado el historiador y exlíder de los Comunes, Xavier Doménech, sobre la experiencia española en su libro “Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo”.
Pero, por una parte, se debilita esa identidad de clase bajo la hegemonía liberal y se transforma en una nueva identificación múltiple, progresista y popular, más compleja, frágil y diversa. Por otra parte, se desacredita el consenso liberal dominante, particularmente por su gestión regresiva de la crisis socioeconómica, y se difumina cierta ciudadanía social y europea.
Así, resurge el nuevo foco identitario reaccionario, que tiene un perfil nacionalista excluyente (en nuestro caso, un centralista y ultraconservador españolismo), supremacista, machista y autoritario, ante las minorías, que forman mayorías sociales diversas, que avanzaban en sus derechos civiles y sociales y en la integración sociocultural.
Por otro lado, se recrudecen los conflictos étnicos en sus distintas vertientes y tradiciones: desde la lucha interimperialista en la Gran Guerra y las actuales tensiones geopolíticas junto con la prepotencia neocolonialista, hasta el racismo supremacista y la exclusión social y cultural, principalmente de población de origen inmigrante, en las principales metrópolis…
Todo ello expresa la necesidad de un nuevo progresismo de izquierdas, de fuerte contenido social, feminista y ecologista, plural e integrador, con un perfil igualitario-emancipador y, al mismo tiempo, articulador de los intereses inmediatos y básicos de las capas subalternas con una dinámica transformadora de progreso, tal como he explicado en el libro “Perspectivas del cambio progresista”. Habrá que volver sobre ello.
Identitarismo de género
El identitarismo de género ha recibido críticas desde varios ángulos. Desde el ámbito de las derechas extremas por su progresismo liberador de las mujeres. No entro en ello. Se descalifican fácilmente exhibiendo un rancio machismo. Me centro en varias reflexiones sobre algunos debates en el campo feminista, más complejas y ambivalentes, que ya he tenido ocasión de tratar en el artículo “¿Un feminismo moderado?”.
Primero, sintetizo una posición unilateral: La infravaloración de la desigualdad por sexo/género y, por tanto, de la acción por la igualdad (por sexo/género), con el objetivo central casi exclusivamente de la libertad. No obstante, esa realidad desigual en las relaciones sociales (no solo culturales) de dominación y desventajas, como se admite en ocasiones, es estructural y está conectada con los núcleos de poder. Y no es abstracta; o sea, en esas relaciones estructurales e institucionales existen ganadores y perdedores, personas privilegiadas y personas subordinadas; no todas las personas están en las mismas condiciones, desde la violencia machista, hasta la brecha salarial y laboral, el reparto de los cuidados y los estereotipos de género. Exigen políticas específicas de reversión de la situación desventajosa y vertebración de la igualdad.
Esa constatación no es esencialista ni identitaria, ni victimiza a las mujeres discriminadas, como a veces se manifiesta; es puro realismo y reconocimiento de una injusta posición desventajosa, imprescindible para superarla. Esa realidad no puede ser desconsiderada ya que tendría implicaciones continuistas respecto de la falta de emancipación femenina que es precisamente la finalidad del feminismo desde hace más de dos siglos. Ese diagnóstico sustantivo es el primer paso para atajar la raíz de la opresión y la discriminación de las mujeres y de todas las capas subalternas, especialmente en el caso que nos ocupa por el tipo y la pertenencia de género o la opción sexual.
Segundo, creo que no hay que confundir identidad de género, más o menos débil y fluida, con identidad feminista o proceso de identificación, más o menos múltiple e interseccional y con distintos niveles participativos, que hay que reforzar por su sentido igualitario-emancipador; ambas identificaciones son construidas de forma social e histórica aunque están en distinto plano, y no son necesariamente esencialistas. Por tanto, sin aceptar un idealismo discursivo postmoderno como constructor de la realidad social, sí que conviene adoptar una visión realista de la conformación social, interactiva e histórica de las identificaciones y sujetos colectivos, lejos del determinismo económico, biológico o cultural.
Tercero, pienso que no hay que asociar identidad colectiva feminista con riesgos reaccionarios o autoritarios, sino todo lo contrario: el feminismo mayoritario tiene un sentido progresivo y universalista. Para el feminismo, como movimiento social y cultural, la diferenciación interna principal es sociopolítica: entre un feminismo moderado, liberal o formalista, y otro transformador, popular y crítico. Pero la pugna global es con el machismo (no con los varones) como orden institucionalizado, legitimación cultural y adversario estructural con el que no cabe transversalidad ni ambigüedad sino oposición contundente y afirmación igualitaria-liberadora. Es esa confrontación práctica, la elevada conciencia feminista y la participación masiva en sus demandas transformadoras, como demuestra esta cuarta ola feminista, la que es capaz del cambio feminista relacional, estructural, político-institucional, ideológico-cultural y legislativo.
Es conveniente no establecer jerarquías de ortodoxia discursiva, ni dejarse arrastrar por la simple pugna elitista por la representación del movimiento feminista y su capacidad sociopolítica, sino desarrollar una actitud unitaria, constructiva y pluralista en todo el conglomerado feminista y del conjunto del movimiento cívico y popular y su representación política. El frente amplio por crear y una nueva coalición progresista para ensanchar la democracia y avanzar en los derechos civiles y sociales es la perspectiva en la que encajar los debates sobre las evidentes discrepancias políticas y disputas ideológicas y elaborar un proyecto compartido. Es preciso un debate sereno, argumentado y participativo.
En definitiva, se trata de comprender este punto de partida discriminatorio (aparte del de clase social, étnico-cultural…) como base del conflicto de sexo/género y la formación del sujeto feminista para lo que lo principal no es la pertenencia e identidad de género, sino la actitud sociopolítica igualitaria-emancipadora. Por tanto, el feminismo crítico, inclusivo y transformador tiene una agencia y unos objetivos específicos, eliminar la desigualdad por sexo/género o entre los géneros, dentro de un marco global liberador para toda la humanidad. Y, por supuesto, también para liberar a los varones de sus limitaciones y crear una nueva masculinidad solidaria y colaborativa.
No obstante, se trata de evitar su ventajismo corporativo, sin géneros jerarquizados, ni sustentarse en la inercia de ventajas comparativas y estructuras desiguales. Contemporizar con este orden machista institucionalizado, que a veces se llama patriarcado, no facilita el aislamiento de la reacción ultraderechista. Todo lo contrario, puede convertirse en un pretexto para no cambiar en profundidad la desigualdad de género (y entre los géneros), con debilitamiento de su credibilidad representativa y su legitimidad cívica. Así, es conveniente la pedagogía con las personas (mujeres y varones) no convencidas para el feminismo, pero unas simples ideas más amables no son suficientes para fortalecer un feminismo crítico y transformador con amplio apoyo social. Habrá que seguir debatiendo.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
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