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Sobre la indignación en Italia por el entierro del nazi Erich Priebke y otras indignaciones más próximas

Incompatibles con el olvido

Fuentes: El Viejo Topo

Esta artículo fue publicado, por primera vez en El Viejo Topo en diciembre de 1998

Reivindicación de la memoria

En el año 1944, durante la II Guerra Mundial, las autoridades alemanas de ocupación en Italia ordenaron el asesinato de 335 personas. La matanza era la respuesta por la muerte de 33 soldados alemanes ocurrida en una acción guerrillera de los partisanos italianos. El número de víctimas fue calculado al trueque de 10 a 1 y su selección tuvo carácter indiscriminado. La masacre se realizó sobre ciudadanos de cualquier edad o condición, todos ellos ajenos a la operación militar de la guerrilla antifascista. Esa fue la cualidad específica de la represalia, lo que le dio su carácter terrorífico.

El tribunal de Roma que en 1997, más de cincuenta años después, juzgó a Erick Priebke y a Karol Hass, acusados como responsables de ese asesinato masivo ejecutado en las Fosas Ardeatinas, acuñó en su sentencia una expresión memorable. Para señalar que aquel delito contra la humanidad, por su enorme gravedad, no podía prescribir, lo definía como «incompatible con el olvido».

Delitos incompatibles con el olvido. La expresión de los jueces va mucho más allá de una precisión jurídica sobre la vigencia del derecho de persecución de esos delitos, o sobre su no prescripción pese al tiempo transcurrido y a la larga desaparición de los culpables. Al referirse a la atrocidad de los hechos más que a la catalogación jurídica de los mismos, la definición trasciende el ámbito del propio tribunal e incluso la circunstancia concreta de la aplicación de un castigo. El tribunal se dirige a la sociedad y señala la radical incompatibilidad entre el delito contra la humanidad y su olvido. Eso es mucho más que decidir sobre la gravedad de una pena, sobre la necesidad de un castigo, o sobre la vigencia del delito. Los jueces declaran que el delito no puede olvidarse. Tal es la gravedad de los hechos que su existencia impone la memoria, prohibe el olvido. Sólo el recuerdo puede salvarnos de la repetición de atrocidades semejantes. Mirar cara a cara a la verdad para seguir siendo humanos.

Justo lo contrario de lo que algunos intelectuales siempre acobardados han proclamado durante estas últimas semanas en relación con el procesamiento de general Pinochet, un déspota sanguinario que amplió los límites del terror y se ensañó con un pueblo. Ellos colocan la desmemoria como pilar único y necesario de las transiciones y las democracias en Chile y Argentina. Consideran el olvido como garantía de reconciliación, y como sustancia de esa extraña virtud ciudadana que reside, al parecer, en unas mayorías desalmadas centradas en la indiferencia, ajenas a la pasión cívica, al recuerdo, a la historia y a la esperanza.

Justo lo contrario también de esos políticos que como Frei, Medem y Sanguinetti, pero también González, Aznar y tantos otros, se han lanzado a la defensa formal y cínica de una soberanía que no existe, la de una jurisdicción que como la chilena está aherrojada y humillada. Y ahí tenemos al canciller Insulza insinuando que Chile puede juzgar al genocida vitalicio, y asegurando que su democracia está en condiciones de garantizar el estado de derecho. Todo ello sin aclarar que ese derecho incluye la ley de amnistía, el imperio de la jurisdicción militar sobre la devastación de los derechos humanos, los honores senatoriales de Don Augusto y el compromiso de fidelidad al «jefe» de las Fuerzas Armadas de Chile. Todos aquellos dirigentes políticos han hecho votos para que no se ponga en riesgo una estabilidad política que exige como condición permanente la mentira, la dignificación de los asesinos, y la creación de mitos colectivos de reconciliación y consenso sobre realidades iniciadas con la traición y la felonía, y construidas sobre el pavor de la tortura y el asesinato. 

Una evidencia de barbarie

Hace unas semanas los jueces españoles García Castellón y Baltasar Garzón, solicitan que el general Pinochet sea retenido en Londres para ser interrogado como implicado en delitos de genocidio, terrorismo y tortura. La acusación particular había conseguido acumular datos sobre una enorme lista de más de 4.000 personas desaparecidas o asesinadas, la inmensa mayoría chilenas, pero que incluía a ciudadanos de una decena de países distintos. Algunos de ellos eran españoles, los más conocidos Carmelo Soria y Antonio Llidó.

Ante las dificultades encontradas para asegurar la retención del genocida Pinochet con fines de interrogatorio, el juez Garzón avanza un paso más. Horas después del primer intento de colocar al senador vitalicio ante las preguntas de un juez, Garzón admite a trámite dos querellas por secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones, limitadas a los casos de unas 200 personas. Todas ellas habían sido capturadas en los territorios de varios países latinoamericanos, distintos al suyo propio, como consecuencia de una decisión de coordinación represiva que se denominó Operación Condor. Este peculiar sindicato o confederación genocida que se ensañó con el exilio y rompió con todas las normas de la territorialidad y el asilo, intercambió durante años manuales y recuerdos comunes de los cursos que para los milicos del continente organizó la muy imperial Escuela de las Américas. Intercambió también técnicas de tortura que estaban ensayando y evaluando las dictaduras militares latinoamericanas, y cuerpos maltratados entre los centros de detención clandestinos de Chile y Argentina.

La Operación Condor fue concebida y coordinada por la DINA -la policía represiva de Pinochet, su expresión más personal- que actuó como precisa y minuciosa máquina de exterminio dirigida bajo mano y alarde impúdico del hoy asesino viejo. ¡La DINA soy yo!, dijo en una ocasión el ahora «honorable» senador vitalicio.

Con esas querellas Garzón cursa una orden de detención a las autoridades inglesas.

La decisión alcanza su objetivo inmediato y encadena varios acontecimientos, algunos de importancia extraordinaria, que se suceden en España y en el Reino Unido.

En Londres una resolución de la Corte Suprema, que responde a una demanda de habeas corpus presentada por los abogados del generalazo, declara que la detención es ilegal. Pinochet disfruta de inmunidad por haber sido jefe de Estado y por «haber sido cometidos los hechos denunciados en el ejercicio de su función oficial».

La resolución provoca el escándalo de multitud de asociaciones de juristas y organizaciones de derechos humanos que señalan la barbaridad que supone la afirmación de que la inmunidad se deriva de la condición de Jefe de Estado, precisamente la única condición que, con las características que le dieron Pinochet y los militares argentinos, permite la realización impune de un genocidio masivo, sistemático y continuado, como los ocurridos en Chile y Argentina. Los juristas golpean también sobre los frágiles fundamentos jurídicos de la resolución del Tribunal de Londres cuya lógica conduce inexorablemente a la inclusión de la tortura, el asesinato o las desapariciones policiales entre las funciones públicas. Introduciendo un recuerdo doloroso y una mirada severa al tribunal británico, Isabel Allende recuerda que Augusto Pinochet Ugarte despreció cuarenta mil recursos de amparo como el que provisionalmente le ha salvado de la acción de la justicia.

Los hechos judiciales irán esparciendo una evidencia de barbarie. Ese será el primer gran triunfo. Todos los defensores y protectores de Pinochet y de las Juntas Militares argentinas se han visto obligados a actuar admitiendo la verdad, en los hechos, de las tremendas denuncias de las acusaciones particulares que sirvieron de base a los jueces españoles.

El auto de la Audiencia Nacional publicado el 5 de noviembre sostiene con fuerza la instrucción de Garzón y García-Castellón cuando establece como realidad indiscutible la relación de delitos atroces descritos por los jueces. «Las partes de la apelación no han discutido que esos hechos imputados consistan en muertes, detenciones ilegales, sustracción de menores y torturas producidas en Argentina (y en Chile) por razones de depuración ideológica».

La fiscalía inglesa argumentará sobre «los salvajes y bárbaros crímenes cometidos en Chile y en otros países», y los propios abogados de Pinochet no encuentran más salida ante los Lores que invocar el riesgo de la transición chilena: «hay un equilibrio delicado entre la responsabilidad del individuo frente a los crímenes y la necesidad de estabilidad social y política», intentando convencerlos de que deben «tener en cuenta los pactos políticos que en Chile aseguran la transición pacífica». La evidencia de que la barbarie se desató sobre Chile en aquellos tiempos de infamia obliga a que esos mismos letrados acepten, como mal menor, que la ignominia más absoluta caiga sobre su cliente: «las torturas cometidas bajo el régimen de Pinochet eran actos oficiales y no fueron ejercidas por sadismo».

Esos hechos judiciales culminarán, en una primera etapa, en la resolución de la Cámara de los Lores constituida en supremo tribunal de apelación. Los Lores negarán la «inmunidad soberana» del genocida chileno.

Contra el conformismo y la indiferencia

En España habían pasado más de dos años y muchas cosas desde que Garzón primero, y García Castellón después, iniciaron sendos procedimientos judiciales para investigar la realización de delitos de genocidio, terrorismo y tortura por las Juntas Militares argentina y chilena.

Garzón y García Castellón, a iniciativa de colectivos judiciales progresistas, habían decidido poner a prueba el acuerdo implícito y general sobre la inutilidad de remover pasados, de limpiar pocilgas llenas de honores vitalicios y de poner a prueba cobardías demasiado rentables. Los jueces deciden dignificar a las víctimas con la proclamación de la existencia de su sacrificio y también de sus razones. Dignificar a decenas de miles de ciudadanos humillados con la tortura, desaparecidos, asesinados y olvidados.

Los dos jueces se enfrentaban al más absoluto conformismo, muy arraigado en largos años de pacto mentiroso. Se enfrentaban también a esa aceptación de la derrota inevitable y permanente de la que se alimenta el poder político de los más hipócritas. Y a los medios de comunicación con su culto a lo inmediato, su horror a los procesos, a los orígenes, a las cuentas pendientes, a las explicaciones largas y a la importancia y presencia del pasado.

Los comienzos no fueron muy alentadores. Algunos medios, que podían haber apoyado la iniciativa, la presentaron con una sonrisa frívola y con algún comentario de escarnio. En lugar de proporcionar la cobertura informativa requerida por lo que era, sin duda, el último intento para hacer justicia, el resultado del gigantesco esfuerzo de grupos humanos perseguidos y ninguneados, despacharon el asunto con alguna chanza contra el juez Garzón, con observaciones maliciosas sobre su comportamiento de «estrella judicial». Esos medios se vengaban, anticipando el fracaso y frivolizando sobre una causa justa, de la instrucción de otra causa también histórica, la del caso Marey.

Fueron tal vez las reacciones a los desafueros cometidos por el fiscal de la Audiencia Nacional, Fungairiño, y por el Fiscal General del Estado, Cardenal, para bloquear las acciones judiciales contra los represores de Chile y Argentina los que situaron los procesos en la atención informativa. Y también cooperaron a ello los espantosos circunloquios argumentales con los que intentaron simultanear ese bloqueo con el lavado de la cara que justificaba los desmanes. Con las atroces declaraciones del arrepentido Scilingo los medios parecieron, por fin, recuperar la memoria, «descubrir» una verdad que sin embargo había estado muy bien documentada durante dos décadas.

Contra el terror

Habían pasado más de veinte años desde que en Chile primero y en Argentina después, familiares de las víctimas, compañeros de lucha, exiliados, amigos, organizaciones políticas y de derechos humanos, iniciaran, contra la violencia y el terror, la denuncia desesperada de desapariciones, torturas y asesinatos.

Durante veinte años recogieron y anotaron datos, buscaron testigos, relacionaron recuerdos, reclamaron testimonios, lucharon en todo eso contra el miedo, y recogieron también, a manos llenas, como ha recordado el abogado Joan Garcés en estos últimos días, «humillaciones, incomprensiones y silencios».

Algunas personas, convertidas más tarde en cientos, lanzaron públicamente una demanda de justicia cuando esta idea estaba enterrada por una represión sin límites. La represión que puso en marcha un enorme matadero clandestino, un «chupadero», como le llamaban, sin eufemismo alguno, los militares argentinos. Hacían referencia a las detenciones que escenificaban con la violencia extrema que exige el terror pero que convertían después en desapariciones sin rastro.

Fueron las Madres de la Plaza de Mayo y las organizaciones de familiares de desaparecidos en Chile las que, pese a todo, confiaron en la humanidad que reside en la mayoría, lanzaron las denuncias más allá de las fronteras y emprendieron la marcha con la certeza del retorno de una sociedad liberada de la indiferencia y el miedo. Un largo camino en el que todo fue desesperar durante un tiempo interminable. Un largo camino entre «humillaciones, incomprensiones y silencios». Fueron ellas las que enarbolaron la idea primigenia de justicia como reparación, como arma contra el miedo. Las Madres nos dieron una lección. Demostraron que la idea de justicia puede competir con el terror en su propio escenario, el que está arrasado por la enormidad de los delitos.

Es sin duda la perseverancia de las personas que han resistido esa iniquidad, la que anticipa la única actitud compatible con la dignidad de seres humanos. Es la que se coloca en la contradicción insalvable entre los delitos horrendos y el olvido, tal como señalaría años después el tribunal de Roma.

El enorme triunfo de la dignidad humana que suponen las decisiones judiciales de las últimas semanas tiene su raíz en esa negación del olvido, en esa empecinada reivindicación de la memoria que empezó veinte años atrás de que el tribunal italiano pronunciase, precisamente como memoria y no como olvido, la verdad de la razón, de la moral y de la justicia, el deseo de una humanidad mas digna que sirva de identificación para todos.

Porque recogiendo datos, testimonios, documentos, durante largos años, las organizaciones mencionadas han conseguido un éxito estratégico de importancia capital. A base de esfuerzo desbordan la gran defensa del enemigo: destruyen su posibilidad de negar y esto será fundamental en los trámites judiciales y en los apoyos políticos.

11 magistrados hacen historia

El Auto con el que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional contesta a los recursos de apelación con los que los fiscales se han opuesto a la jurisdicción española, y en concreto a las resoluciones del juez Garzón ordenando la detención de Pinochet, es un documento histórico.

Los magistrados reclaman valientemente la soberanía de los tribunales españoles, y por extensión la de todos los tribunales del mundo, para juzgar los delitos de genocidio. «Por aplicación del principio de persecución universal de determinados delitos» los órganos jurisdiccionales no invaden la soberanía de otros países, ejercen su propia soberanía en relación con delitos internacionales. El genocidio altera el orden de la humanidad, había puntualizado con enorme certeza el informe «Contra la impunidad» que varios juristas habían entregado a Garzón para colaborar en su trabajo.

Para que ese ejercicio de soberanía sea realizable el tribunal aplica con rigor el principio de subsidariedad y también alerta contra los subterfugios que enmascaran la realidad.

El rigor es impecable: es cierto que la persecución de los hechos de genocidio corresponde en primer lugar a Chile y Argentina porque los delitos se cometieron en su territorio y, en segundo lugar, a un tribunal internacional competente cuya jurisdicción haya sido aceptada. Pero también lo es que eso no excluye la jurisdicción de un tercer país cuando los hechos no estuviesen siendo enjuiciados por aquellos a quienes previamente corresponde. El espíritu del Convenio contra el Genocidio de 1948 es evitar la impunidad de un crimen tan grave.

La alerta también es clara. En la impunidad estábamos cuando iniciaron los jueces Garzón y García-Castellón sus procedimientos judiciales. La observación del fiscal Fungairiño, que sostiene Cardenal, sobre la aceptación en Chile de 11 querellas contra Pinochet que tienen la misma base documental que las de Garzón y García-Castellón -el Informe Retting- no conmueve en modo alguno a los magistrados de la Audiencia. En Chile y en Argentina no se ha juzgado ni se está juzgando el genocidio. Las leyes de Amnistía, Punto Final y Obediencia Debida se han limitado a despenalizar las conductas que incurrieron en ese delito horrendo. Eso no tiene ninguna virtualidad para los tribunales españoles, porque de lo que se trata precisamente es de sortear las dificultades de persecución en los países de origen y aplicar el principio de persecución universal.

La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional define el genocidio sin admitir enmascaramiento alguno ni aceptar refugios evasivos en interpretaciones textuales restrictivas, como hacen los fiscales. El primer argumento es la apelación a la conciencia social: «El genocidio es un crimen consistente en el exterminio total o parcial de una raza o grupo humano, mediante la muerte o la neutralización de sus miembros. Así es socialmente entendido, sin necesidad de una formulación típica.».

Lo característico del genocidio es la eliminación de un grupo humano sea cual sea el elemento diferenciador.

El auto de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional aporta algo más que ya hemos mencionado. Expresa la certeza general de que la represión descrita en los sumarios judiciales coincide con los hechos reales.

Y además responde a los fiscales.

El aprieto de los fiscales del reino

Los fiscales Fungairiño y Cardenal quedaron colocados en una situación insostenible.

«Sostienen los apelantes -dice la Sala de lo Penal refiriéndose a ellos- que los hechos imputados no pueden constituir genocidio, puesto que la persecución no se efectuó contra ningún grupo nacional, étnico, racial o religioso y que la represión[…] tuvo motivaciones políticas». «La acción imputada -replica el Auto de la Audiencia Nacional- es contra un grupo susceptible de diferenciación y que indudablemente fue diferenciado por los artífices de la persecución y hostigamiento[…] las acciones consistieron en muertes, detenciones ilegales, sin que en muchos casos haya podido determinarse cuál fue la suerte corrida por los detenidos, dando así vida al concepto incierto de desaparecidos, torturas, encierros en centros clandestinos[…] sin que los familiares conociesen su paradero». Y sigue puntualizando: «fue una acción de exterminio que no se hizo al azar, de manera indiscriminada, sino que respondía a la voluntad de destruir a un determinado sector de la población, un grupo, sumamente heterogéneo, pero diferenciado[…] aquellos ciudadanos que no respondían al tipo prefijado como propio del nuevo orden[…] ciudadanos contrarios al nuevo régimen pero también indiferentes[…], la represión no quiso cambiar la actitud del grupo sino que quiso destruir al grupo». 

Los jueces colocan a los fiscales ante su responsabilidad: «El entendimiento restrictivo del genocidio que los apelantes defienden -es decir Fungairiño y Cardenal- impediría la calificación de genocidio de acciones tan odiosas como la eliminación sistemática[…] de los enfermos de sida».

 Los dos fiscales sostenían también que los delitos no podían ser calificados como terrorismo en aplicación de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial. También en este caso, Fungairiño y Cardenal, uno diciendo el otro sosteniendo, definían el terrorismo con meticulosidad formal y un compulsivo afán restrictivo. A pesar de que el terrorismo aparece como delito de persecución internacional cuya finalidad es la subversión del orden democrático, los fiscales condicionan su existencia a que su finalidad sea precisamente la subversión del orden constitucional español. Los 11 jueces son inexorables con interpretaciones tan poco generosas con la defensa de los seres humanos en otros países del planeta: «la tendencia subversiva ha de hallarse en relación con el país en el que el delito de terrorismo se cometa».

Mucho más rigurosos son los magistrados cuando descartan el criterio de los fiscales de que las fuerzas armadas argentinas o chilenas no pueden constituir banda armada y en consecuencia ser reos de terrorismo. En este punto los jueces rechazan, frontal y valientemente, un argumento perverso que se apoya en un prejuicio detestable: el de la dignidad corporativa de las instituciones militares. Prejuicio reaccionario, con raíces de cuarenta años en España, que se impone con la fuerza del sable desenvainado y que ha servido para proteger, con la impunidad, alguna de las carnicerías más despiadadas de nuestro siglo.

Los jueces de la Audiencia no se dejan impresionar por prestigios institucionales a la hora de reconocer que el ejército argentino se convierte en una banda armada. «Las muertes, lesiones, coacciones y detenciones ilegales se realizan por personas integradas en una banda armada, con independencia de las funciones institucionales que esas personas ostentasen[…] pues debe tenerse en cuenta que las muertes[…] eran efectuadas en la clandestinidad, no en el ejercicio de la función oficial, aunque prevaliéndose de ella. La asociación para actos ilegales[…] tenía vocación de secreta, era paralela a la función institucional pero no confundible con ella.

Es evidente que estamos hablando de bandas armadas, en Chile y en Argentina, y en aquellos años también en Uruguay, Brasil, Bolivia y Paraguay, por mencionar a las más próximas, de una peligrosidad extrema. Estaban integradas por miles de profesionales del uso de la fuerza, tenían derecho de alistamiento obligatorio, contaban con un enorme equipo militar. Su potencialidad para establecer el terror sobre los pueblo era casi ilimitada. Y lo hicieron. Además contaban con el apoyo casi incondicional de otras instituciones. La judicatura era una de ellas, la Iglesia católica, otra.

La naturaleza del crimen

Fue un crimen de lesa humanidad. Ellos le llamaban castigo. Se castigaron los intentos de cambiar la sociedad, el hecho de organizarse, las simpatías políticas. Se castigaron hechos legales, simpatías legales, organizaciones legales también. Se castigaron los actos, pero también las posibilidades, sobre todo la posibilidad de resistencia. Pero el crimen no se terminó ahí. Se castigó incluso la comunicación humana, es decir, la posibilidad de generar o transmitir formas de conciencia. «Primero mataremos a todos los subversivos. Luego mataremos a los colaboradores. Luego a los simpatizantes. Luego a los indecisos. Y por último mataremos a los indiferentes», decía el general argentino Ibérico Saint-Jean en 1976.

Lo hicieron con la convicción de una absoluta impunidad. La impunidad de la fuerza absoluta y la impunidad de la mejor de las alianzas. ¿Quién podía temer a una futura rendición de cuentas cuando el golpe militar estaba concebido y apoyado por los EE.UU.?

Es posible que Pinochet sea juzgado en España. Eso dignificaría a nuestro sistema judicial pero, sobre todo, sería una enorme victoria de la justicia y de los pueblos. Sanearía el aire y las conciencias y no sólo en España y en Chile.

Pero Pinochet no sería nadie sin Kissinger y Nixon es decir sin los EE UU. Y ahí tendrá que llegar la palabra porque no podrá llegar la justicia.

Razones humanitarias

Están apelando a las razones humanitarias. Lo está haciendo el gobierno chileno y está ofendiendo y humillando a su pueblo. Lo ha insinuado el gobierno inglés, como sondeando el ambiente, y le seguirán otros.

Hablan de un anciano en lugar de hablar de un asesino viejo y de una viejísima impunidad lacerante.

Razones humanitarias, dicen, no para que no se cumpla una pena sino para que no se juzgue un delito. Razones humanitarias para evitar un juicio y mantener así la imagen de inocencia de un general que ha bromeado con la muerte de sus víctimas, que ha alardeado de su propia ferocidad y que ha tratado a los seres humanos con un desprecio inconcebible.

Razones humanitarias para evitar un juicio por genocidio, razones humanitarias para perderse para siempre en el olvido.

Antonio Maira. Capitán de Fragata de la Armada.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.