Tras el secuestro y asesinato de Mohamed Abu Khdeir, palestino de 16 años, la policía israelí -nos dicen los periódicos- «investiga si se debe a un ataque de venganza de extremistas por el asesinato de tres adolescentes israelíes» pocos días antes. Parece razonable investigar las razones de un asesinato y detener a sus autores, pero […]
Tras el secuestro y asesinato de Mohamed Abu Khdeir, palestino de 16 años, la policía israelí -nos dicen los periódicos- «investiga si se debe a un ataque de venganza de extremistas por el asesinato de tres adolescentes israelíes» pocos días antes. Parece razonable investigar las razones de un asesinato y detener a sus autores, pero esta misma «investigación» revela la anomalía estructural sobre la que se asientan las prácticas policiales en Israel. Cuando hace dos semanas tres adolescentes israelíes fueron secuestrados y luego asesinados, ni la policía ni el gobierno israelí se tomaron la molestia de investigar si no se trataría quizás de un ataque de venganza por la ocupación, los derribos de casas, las humillaciones, las torturas, los arrestos masivos y los bombardeos. El gobierno israelí acusó inmediatamente a Hamas, a pesar de su rechazo de toda responsabilidad, y desencadenó una operación -digamos- rutinariamente policial en la que el ejército de ocupación encarceló a 420 palestinos, registro más de 2000 casas y mató a cinco personas, tres de ellas también adolescentes.
Ni el gobierno israelí ni los gobiernos europeos ni la mayor parte de nuestros periódicos considerarán que esta «operación militar» pueda justificar una respuesta «legítima»; peor aún: ni siquiera considerarán que esta «operación» pueda provocar a su vez una bárbara venganza. La idea de venganza -como la que han cometido esos «extremistas» israelíes en la persona del chiquillo Mohamed Abu Khdeir- implica asumir que se ha sido víctima de un agravio o una injusticia anteriores; y si la reacción puede considerarse irracional e incluso delictiva, presupone en cualquier caso un dolor inmenso y una arrebatada sed de justicia. Incluso la «bárbara venganza» está reservada, por lo tanto, a los israelíes, sensibles al dolor y capaces de distinguir entre el bien el mal y por eso mismo de cometer a veces un pequeño mal cegados por la ira, el sufrimiento y el -digamos- «exceso de bien». Los palestinos no es que no puedan defenderse legítimamente de una ocupación ilegal; es que ni siquiera son los suficientemente humanos para vengarse. ¿Vengarse de qué? Eso supondría admitir actos anteriores, y responsabilidades aurorales, y entonces la «investigación policial» se convertiría en una investigación histórica muy peligrosa para la existencia misma de Israel.
En definitiva, los palestinos ni se defienden ni se vengan. Cada ataque palestino es siempre el primero, el que inaugura todas las respuestas, y sólo se funda en el mal radical de sus autores -antisemitismo o simple nihilismo tautológico. Reconocer en los palestinos un «deseo de venganza» sería lo mismo que introducir la historia en Israel, que es por definición autógena y eterna. Pero negar a los palestinos incluso el más irracional y hasta delictivo «deseo de venganza» implica asimismo negarles la más elemental humanidad. Al contrario de lo que se pretende a menudo, la negación de humanidad de los palestinos no es racismo o no es sólo racismo. Es un imperativo técnico-político: reconocer su humanidad obligaría a los israelíes a cuestionar la propia y a cuestionar también, en la raíz, la fundación e historia de su Estado. Los palestinos no pueden ser ni siquiera «vengativos». Son sencillamente el mal metafísico y animal: la negación radical, como las células cancerosas (metáfora frecuentemente utilizada por los sionistas). La inhumanidad palestina esta inscrita, como el carácter «judío» del Estado, en la declaración de independencia de Israel. No se puede renunciar a una cosa sin renunciar a la otra.
Lo que eufemísticamente llamamos a veces «desproporción» de la respuesta israelí forma parte también de esta rutina constituyente. Esa «desproporción» sirve, desde luego, para ocultar la ocupación. La idea misma de «desproporción», como la de «venganza», presupone una acción agresiva anterior, siempre primera, la del enemigo al que se responde. Pero al mismo tiempo la «desproporción», como he escrito otras veces, se justifica a sí misma, se «carga de razón» y parece tanto más legítima cuantos más medios emplea y más víctimas deja. Es tanta la «desproporción» militar que ella misma señala, con sus bombas de racimo y sus nubes de humo, una desproporción moral u ontológica: la que separa la justa sed de justicia o, al menos, de venganza, propia de los israelíes, cuyo mal se mantiene así en las fronteras de lo humano, y la inhumanidad inexplicable, gratuita y chapucera de los palestinos.
Olvidada la «desproporción» original de la ocupación, aceptada por todos la «desproporción» militar como una señal de la humanidad, tal vez excesiva, de los israelíes y de la inhumanidad de los palestinos, a los que no se reconoce ni el dolor humano suficiente como para desear vengarse, nada tiene de raro que hayamos visto y leído en todos los periódicos las fotografías y los nombres de los adolescentes israelíes asesinados y hayamos tenido que ir a buscar trabajosamente la imagen y el nombre de Mohamed Abu Khdeir. Estoy seguro de que hasta hace años esta «desproporción» era el resultado de consignas expresas y manipulaciones conscientes. Hoy probablemente no hace ya falta y esto da prueba de la victoria simbólica de Israel. Hoy sencillamente la mayor parte de los occidentales, periodistas, analistas y ciudadanos normales, precisamente porque entienden el concepto de justicia y lo defienden, consideran normal que los israelíes tengan nombre, cara y sentimientos -pues son de «los nuestros», es decir humanos- mientras que los palestinos no pueden tenerlos, ni siquiera a los 16 años, porque la declaración de independencia del Estado judío de Israel -y las «desproporciones» con que se afirma cotidianamente- excluyen esta posibilidad. La madre, el padre, los tíos, los hermanos de Mohamed no se vengarán: se excluirán, y con ellos a todos sus connacionales, de la humanidad.
La condición misma de la liberación de Palestina -en una versión u otra, incluso haciendo concesiones en términos de justicia histórica- es la rehumanización mediática de los palestinos. Porque son responsables de su deshumanización, a los medios de comunicación occidentales hay que exigirles que colaboren en su rehumanización. Sólo cuando los palestinos tengan nombre y cara y la muerte de uno de sus niños nos resulte tan inaceptable como la de un israelí (qué digo: bastaría con que la muerte de diez, de cien palestinos nos pareciera tan inaceptable como la de un único israelí), sólo cuando nos revolvamos en nuestros asientos viendo el rostro limpio y hermoso de Mohamed, idéntico al de cualquier español de esa misma edad, habremos avanzado algo hacia una solución de la «cuestión palestina». Porque entonces empezaremos a comprender que la verdadera cuestión que hay que solucionar es en realidad la «cuestión israelí». Eso es lo que Israel más teme: la humanidad de los palestinos. Eso es lo que todos, por el más elemental sentido de la decencia y la empatía humanas, por el más responsable de los pragmatismos políticos, debemos hacer brillar bajo el sol.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.