La sustitución de la racionalidad urbanística que pretendía ser científica, gobernada por el interés común, por la simple lógica del mercado tiene, a largo plazo, costes y cargas que tendremos que asumir colectivamente. El debate urbanístico, centrado en el desbordamiento de la actividad inmobiliaria, en el sinfín de ilegalidades, abusos y desmanes, está pasando por […]
La sustitución de la racionalidad urbanística que pretendía ser científica, gobernada por el interés común, por la simple lógica del mercado tiene, a largo plazo, costes y cargas que tendremos que asumir colectivamente.
El debate urbanístico, centrado en el desbordamiento de la actividad inmobiliaria, en el sinfín de ilegalidades, abusos y desmanes, está pasando por alto otros aspectos de gran calado y alcance. Entre ellos destaca el que podríamos calificar de involución urbanística . En el Estado Español el nacimiento del Urbanismo moderno fue un dificultoso proceso que se consolidó lentamente en los siglos XIX y XX ante la resistencia que opuso la entonces poderosa clase de los terratenientes: un grupo social enfrentado a su avance, a cualquier reforma en el régimen del suelo urbano que supusiera una limitación de sus prerrogativas, y especialmente la derogación del histórico Ius Aedificandi romano, del derecho universal reconocido a todos los propietarios fundiarios de edificar sobre sus predios.
Tal derecho no había supuesto ningún conflicto en las anteriores sociedades, donde las posibilidades reales de edificar eran muy limitadas. Pero con la consolidación de la Revolución Industrial, y el desarrollo técnico y económico que conlleva, este «derecho universal» deja de ser viable, y, poco a poco, las legislaciones urbanísticas, se encargarán de acotarlo, de limitarlo a aquellos suelos que específicamente se determinan: los que el planeamiento urbanístico fije como aptos para su urbanización. Sólo éstos serán en lo sucesivo aptos para urbanizar. Acabar con el Ius Aedificandi fue una ruptura histórica que se consigue finalmente con la Ley del Suelo de 1956. Casi medio siglo después, parecía que este avance estaba arraigado y fuera de discusión. Pero no es así, no existen conquistas ni avances sociales irreversibles.
Ya en los años ochenta, algún ministro socialista había formulado críticas al planteamiento «restrictivo «, a la limitación del Derecho Universal a la Urbanización, que, en su opinión, «obstaculizaba la competencia» y la productividad del sector inmobiliario , valores que ya comenzaban a desplazar a otros que hasta entonces habían sido fundacionales en el Urbanismo: su concepción como servicio público, como mecanismo redistributivo.
Otro ataque de envergadura tuvo lugar cuando, tras la práctica derogación por el Tribunal Constitucional de la Ley del Suelo de 1992, se aprueba en 1998, pese a las protestas profesionales, otro nuevo texto que da un vuelco a la situación previa, al establecer que todo el Suelo No Urbanizable Común (el no sujeto a restricciones o protecciones especiales) podría ser urbanizado . Un torpedo bajo la línea de flotación del sistema al extender la acción urbanizadora a todo el territorio, con la única excepción de los suelos de protección especial. Contra lo que inicialmente se dijo, que esta opción no era de aplicación en la Comunidad Valenciana, que ya disponía de legislación propia -la LRAU de 1994-, y donde no se contemplaba tal posibilidad, la praxis urbanística fue aceptando que instrumentos subordinados -los Planes Parciales- modificaran lo establecido en los Planes Generales, y ampliaran la urbanización a los suelos rústicos. El definitivo espaldarazo de esta discutible práctica, en opinión de algunos expertos inválida de raíz, vino con la Ley de Ordenación del Territorio y Protección del Paisaje (LOTPP) de 2004. Paradojas del destino, una norma formulada para proteger se convertía en el caballo de Troya, en instrumento de desmontaje de un sistema urbanístico que, con todos sus defectos y transgresiones, había guiado el crecimiento urbano en el último siglo, y que instituía controles y previsiones de naturaleza pública.
La LOTPP ha establecido un nuevo mecanismo que sus impulsores han bautizado como «metro por metro», por medio de la cual se permite -ahora ya sí oficialmente y sin tapujos- la extensión de la acción urbanizadora a todo el suelo no protegido -las polémicas «reclasificaciones «- exigiendo a cambio la cesión de un metro de suelo no urbanizable protegido no productivo por cada metro reclasificado. El valor de un metro cuadrado de suelo urbanizable así obtenido multiplica por 20 o 30 veces el del suelo rústico que se cede; es como cambiar plata por espejitos. Para más sarcasmo, esta medida se presenta como una acción positiva en defensa del ecosistema, del territorio y del paisaje. La institución del «metro por metro» supone la derogación del Ius Aedificandi , del Derecho Universal a la Edificación, o mejor dicho su transformación en un Derecho Universal a la Urbanización, ya que de esta actividad es de lo que se trata, de la invalidación del planeamiento urbanístico y la racionalidad en la ocupación y uso del suelo.
Los efectos urbanísticos de la reinstauración de un Derecho Universal a la Urbanización son ya perceptibles . Prácticamente todo el territorio se convierte en potencial solar, en objetivo para un Urbanismo que no conoce límites. El planeamiento urbanístico, entendido como previsión de un modelo espacial de urbanización, se vacía de sentido. Incapaz de establecer propuestas estructurales estables, racionales y creíbles, el crecimiento se produce a saltos, primando la fragmentación y la ocupación indiscriminada del territorio: un modelo «espontáneo», guiado por la lógica a corto plazo del mercado.
La sustitución de la racionalidad urbanística que pretendía ser científica, gobernada por el interés común, por la simple lógica del mercado tiene, a largo plazo, costes y cargas que tendremos que asumir colectivamente . Una pesada hipoteca, consecuencia de un modelo cada vez más insostenible, será la herencia que dejaremos a las generaciones sucesivas. No deja de ser paradójico que cuando la sociedad comienza a tomar conciencia de la gravedad de la crisis ecológica, de la existencia de límites a la acción humana, al crecimiento económico, precisamente entonces la acción urbanizadora parezca no tenerlos.
* Fernando Gaja y Díaz. Arquitecto, profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.