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Iratxe

Fuentes: Naiz

Miles de torturados en las últimas décadas, recubiertos de un manto de silencio fracturado en ocasiones por el recuerdo de denuncias que traspasaron los muros del encubrimiento a los torturadores, convierten a estas letras en un «déjà vu». Sin embargo, siempre hay una novedad que arrastra el presente desde las sombras del pasado. Y esta es la idea de que esos miles de diligencias y juicios que se abrieron y condenaron a otros tantos militantes, deberían ser anulados o en su caso revisados.

Hay, al menos, 5.000 crímenes sin esclarecer porque sus autores jamás fueron condenados, siquiera investigados. Los protagonistas de esos malos tratos denunciados llevan una vida plácida, probablemente sin remordimientos de conciencia, atusando a sus gatos, dando un beso en la mejilla a sus hijos, nietos, abriendo la página del diario correspondiente por la zona de deportes, sin la presión de saberse delincuentes porque recibieron el apoyo de sus superiores, los que marcaron la estrategia política de cómo tratar a la disidencia. Un «continuum» desde la dictadura.

La tortura llevó a los torturados, en la mayoría de los casos, a reconocer actividades realizadas, a aceptar otras sin saber su origen, a compartir escenarios desconocidos. Habría que recordar que, según los tratados estatales e internacionales, las pruebas obtenidas bajo tortura son ilegales, inconstitucionales y una perversión de la justicia. Los juicios con pruebas o autoinculpaciones logradas bajo torturas deberían ser declarados nulos.

Mohammed al-Qahtani era un ciudadano saudí que fue detenido en Afganistán por fuerzas especiales de EEUU y trasladado a la prisión de Guantánamo, en Cuba. Un centro clandestino militar, gestionado por Washington, por el que pasaron cerca de ochocientos internos, detenidos en las invasiones de Irak y Afganistán. Tras casi seis años sin conocer las razones de su encierro, en febrero de 2008 al-Qahtani fue acusado de diversos cargos. Unos meses después, las acusaciones fueron retiradas para ser nuevamente imputado y nuevamente exculpado, ya en enero de 2009. ¿La razón? Que las pruebas de la acusación habían sido obtenidas bajo tortura y que, en consecuencia, eran inadmisibles.

En Guantánamo, al-Qahtani había sido sometido a un régimen de diecisiete «técnicas agresivas de interrogatorio», aprobadas personalmente por el entonces secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, fallecido por cierto hace unos meses. Maltratado por sus interrogadores, al-Qahtani ofreció numerosa información. Los medios llegaron a señalar que se había entrenado en campos yihadistas, que se había reunido varias veces con Osama bin Laden y que había delatado hasta otros treinta compañeros de armas. Fue un trofeo de la Administración Bush.

Sin embargo, y a pesar de las graves acusaciones, Susan Crawford, máxima autoridad judicial en Guantánamo –la que se encargaba de promover juicios secretos a los detenidos que habían aceptado, con comillas por supuesto, su delito–, declaró que abortaba el proceso. Crawford, que pertenecía al sector más conservador del Ejército y contaba con el apoyo incondicional de Bush, dijo: «Nosotros torturamos a Qatani. El trato que le dimos cumple la definición legal de tortura. Por esa razón no remití el caso a la Fiscalía. Aunque las técnicas que se utilizaron estaban todas autorizadas, el modo en que se aplicaron fue manifiestamente agresivo». Lo cuenta con detalle Pau Pérez-Salas en «Psychological torture. Definition, evaluation and measurement» (Nueva York, 2016).

Los planes de interrogatorio, «técnicas agresivas», fueron denunciados en el Senado por Glenn Fine, inspector general del Departamento de Justicia. ¿Se imaginan en Madrid a Pilar Llop, ministra de Justicia, a Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior, o a María Gámez, directora general de la Guardia Civil, denunciando en el Congreso español la práctica sostenida de torturas durante décadas? Yo tampoco.

La curiosidad me corroía. Así que me zambullí en el caso al-Qahtani. ¿Cuáles eran esas técnicas agresivas denunciadas que habían frenado la imputación criminal a uno de los supuestos yihadistas más buscados por Washington? Su lectura me dejó perplejo. La mayoría de las acciones de los torturadores las conocía en la cercanía. Denunciadas en la prensa, en la televisión, en los informes del Gobierno vasco, de Euskal Memoria.

Alguna «técnica de interrogatorio» como la de las palizas, con el objetivo de infringir dolor, clásicas y ya denunciadas por las convenciones de Ginebra. Pero otras, consideradas de baja intensidad: colocado en posiciones de estrés durante largos periodos de tiempo, amenazas contra su familia, desnudez forzada, ataduras prietas, baja temperatura en la habitación del detenido, humillaciones varias (andar como un perro, bailar…), privación de sueño y música fuerte para evitar que el detenido duerma, amenazas de torturas más graves, obligación de cantar el himno de EEUU… Malos tratos pero sin la dureza de los relatados por prisioneros vascos, tales como la bañera o los electrodos.

Durante años hemos supuesto que la tortura ha sido aquella que llevaba pareja una tunda de golpes. Pero las técnicas supuestamente inocuas también son parte de ese entramado criminal. La mayor parte de los interrogatorios se invierten en tácticas emocionales, entre ellas la humillación. La generalidad de los vascos y vascas que pasaron por las comisarías saben de qué hablo. Con el caso al-Qahtani se detectó que los interrogatorios se emplearon en atacar a la identidad del detenido.

Una cuestión y una pauta que me resulta muy próxima. Si siguiéramos el caso citado y trasladáramos hipotéticamente las conclusiones del mismo hasta nuestro espacio político, los centenares de juicios avalados por la justicia española deberían ser revisados. Las denuncias de Iratxe Sorzabal, según el Protocolo de Estambul homologado por Naciones Unidas, «corroboran convincentemente sus alegaciones de torturas». La Audiencia Nacional la juzgará en unos días.

Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/iratxe