Traducido del ruso para Rebelión por Arturo Marián Llanos.
Creado en mayo de 1948 «Israel» desde el principio fue considerado por las potencias occidentales, que acababan de entrar en el período del derrumbe del sistema colonial y la preocupación por crear el sistema neocolonial, como el instrumento de control del mundo musulmán. A lo largo del siglo XIX esa función fue desempeñada por el Califato Otomano. Pero con la derrota del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial la cuarta parte de la población mundial que profesaba el Islam se había convertido en una potencial amenaza para el dominio global de Occidente. Arabia Saudí e «Israel» (el autor pone este nombre entre comillas para señalar que la entidad sionista no tiene nada que ver con el antiguo Israel bíblico, N. del T.) se convirtieron en los dos sujetos a los que fue traspasado el control sobre los principales lugares santos del Islam -La Meca, Medina y Jerusalén, así como el control sobre la mentalidad política de la umma (comunidad islámica, N. del T.) mundial. El monarca saudí cumplía las funciones de la principal autoridad religiosa, mientras que «Israel» con su provocadora presencia marcaba el tono en la situación política-militar de Oriente Próximo y proporcionaba la excusa a los gobernantes árabes antiislámicos para ejercer la dictadura sobre sus pueblos. Se puede decir sin exagerar que la etapa histórica iniciada con la creación del «Estado» sionista representa el nivel más profundo de la degradación política y religiosa del mundo musulmán a lo largo de toda su existencia.
Hoy el Occidente representado por los EE.UU. está muy desencantado con respecto a las posibilidades de sus dos instrumentos -«Israel» y Arabia Saudí- para influir en los acontecimientos de la región, y considera sus recursos agotados. El momento de la verdad para semejante comprensión está representado por los acontecimientos en Siria. A lo largo de dos años de cruenta guerra civil las fuerzas organizadas y apoyadas por «Israel» y Arabia Saudí han sido incapaces de derrocar el régimen de Bashar al-Asad. Lo cual de hecho significa que hay que buscar nuevos socios y crear otras formas de control de la región. La situación se agrava por el hecho de que «Israel» a partir de 2006, cuando sufrió la derrota en el sur de Líbano, hasta la reciente aventura en Gaza (operación «Pilar defensivo») ha demostrado haber perdido la superioridad política-militar sobre el movimiento de liberación palestino y sus aliados, su impotencia frente a Hizbulá y Hamás. Como resultado, tanto la presencia de Occidente en Oriente Medio, como las relaciones de los EE.UU. con este socio estratégico suyo, han entrado en la fase de la crisis profunda.
Lo específico del actual «Israel» es que tan solo en apariencia es un «Estado judío». En realidad se trata del enclave de Occidente en Tierra Santa adaptado al formato judío, una continuación sui generis del «reino de Jerusalén» de los cruzados, que fue la primera conquista de Occidente en el sentido imperialista actual. Se diferenciaba esencialmente de la expansión de la Roma pagana porque se llevó a cabo bajo consignas ideológicas y representaba el comienzo de la estrategia global del nuevo proyecto occidental que acababa de ponerse en pie y que convencionalmente se podría llamar «Segunda Roma». La época de los grandes descubrimientos geográficos, de imperios coloniales mundiales llegaría varios siglos más tarde, pero la precede precisamente ese «estado» de los cruzados en la tierra arrancada con sangre del cuerpo geopolítico del Califato, que siempre constituyó el corazón del monoteísmo, y que Occidente ha procurado poner bajo su control a lo largo de toda la historia.
El actual «Israel» mantiene una política fundamentalmente distinta de la política de sus antiguos predecesores (Reino Antiguo e Israel, restaurado tras el cautiverio de Babilonia): a diferencia de ellos el «Israel» actual es un cliente de Occidente, un guante judío colocado sobre el puño de la expansión y colonialismo en Oriente Medio a través de todas sus transformaciones. No cabe duda de que desde el momento en el que fue ideado el proyecto sionista hasta el momento de su realización en forma del Estado de «Israel», ese «puño de Occidente» siempre estuvo representado por la mano de hierro del mundo anglosajón.
Hoy el mito acerca de la grandeza de Occidente como el único algoritmo acertado en el desarrollo del destino de la humanidad se está derrumbando ante nuestros ojos. ¡El mundo descubre que Occidente resulta no ser el ideal de la humanidad! A medida que esta comprensión se extiende a nivel global se encoge y marchita el proyecto sionista, pasando a convertirse del afilado hacha en la mano de hierro de los anglosajones a un lastre pesado y desagradable del que planean deshacerse.
Hay más que suficientes testimonios objetivos del ocaso de «Israel». Cualquier proyecto se hunde cuando sus participantes pierden la fe en él. Hoy medio millón de judíos de «Israel» se han procurado pasaportes estadounidenses. Un millón de judíos de la antigua URSS mantienen la puerta semiabierta hacia su lugar de origen y otro medio millón de judíos negros africanos están prácticamente a punto de convertirse en iordim («reemigrados» que salen de «Israel»). En otras palabras, como mínimo dos millones de judíos ya han preparado el camino para la retirada y están a punto de abandonar el juego en el que los ha metido precisamente Occidente. ¡Es el colapso!
Un indicador no menos importante de lo artificial de esa entidad es que la economía «israelí» no es autosuficiente y depende de los subsidios y ayuda del extranjero, en primer lugar de los EE.UU. «Israel» es el líder en cuanto a la suma total de las ayudas recibidas de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Solo en 2011 «Israel» recibió de los EE.UU. 3.029 millones de dólares, 3.000 de ellos para gastos de defensa. Hoy por hoy la ayuda estadounidense representa el 4,4% del presupuesto y el 1,2% del PIB de «Israel».
Actualmente en Estados Unidos han llegado al poder los representantes de los círculos financieros y corporaciones transnacionales cuyos intereses económicos a largo plazo están más ligados a Europa que a los propios EE.UU. Y, al contrario, aquellas fuerzas que representaban la tendencia antieuropea en el establishment estadounidense clásico hoy sufren la derrota y están combatiendo en la retaguardia. En consecuencia «Israel» está perdiendo su papel de porra estadounidense para Europa que, según los autores que idearon el concepto del Holocausto, como instrumento de influencia financiera e ideológica debía ayudar a los EE.UU. a mantener al antiguo centro del mundo de rodillas, a través de la imposición del complejo de culpabilidad ante la humanidad, de una vez y para siempre.
El primer signo del fundamental cambio de paradigma de la política estadounidense con respecto a «Israel» ha sido la división política entre los judíos de los propios EE.UU. y a continuación del resto del mundo. El todopoderoso lobby sionista proisraelí -AIPAC y otras organizaciones por el estilo- hoy han quedado en el aislamiento político e ideológico. De todos lados comienzan a señalarlos con el dedo como enemigos de los intereses nacionales de EE.UU. Y los que señalan con el dedo también son judíos, pero judíos que se oponen a «Israel» desde la postura de los patriotas estadounidenses, que comprenden lo nefasto del apoyo a esta entidad situada en el corazón del mundo islámico a costa de renunciar a posibilidades mucho más importantes para la política exterior de Estados Unidos.
Con el trasfondo de esta división ocurre el cambio de equipo de Barack Obama. Se van aquellos que le fueron impuestos durante el primer mandato, cuando la derrota de los neoconservadores aún no era tan evidente. Se fue la secretaria de estado Hillary Clinton, que representaba el puente entre los demócratas de derecha y los republicanos imperiales que profesan el «sionismo cristiano».
Llegan figuras como John Kerry (Departamento de Estado) y Chuck Hagel (Pentágono), quienes fueron acusados por el lobby proisraelí de indiferencia hacia los intereses del «Estado» sionista y casi de antisemitismo. No debe engañarnos el tono suave y de disculpa con el que las figuras mencionadas ponían voz a sus posturas «no proisraelíes». En las condiciones de la neolengua estadounidense, «la caza de brujas» y la corrección política está claro que incluso para atreverse a mostrar de una forma suave la disconformidad con respecto a la subordinación absoluta al dictado «israelí» debe tratarse de personas que para sus adentros mantienen una orientación sin duda antiisraelí, que materializarán una vez logren alcanzar el poder.
Este cambio de equipo es una de las consecuencias del fenómeno del «Despertar islámico» (llamado en Occidente «Primavera árabe», N. del T.). A pesar de las elucubraciones de diferentes «expertos» acerca de que los importantes movimientos populares en el mundo árabe fueron inspirados por los especialistas estadounidenses en las revoluciones «de color», los procesos que transcurren en Oriente Medio poseen una naturaleza autóctona y llevan a la disolución de la infraestructura de la presencia de EE.UU. y de su influencia en la región. Como resultado no es el mundo islámico el que se adapta al imperio más poderoso del mundo, sino al contrario, son los Estados Unidos los que se ven obligados a cambiar de referencias.
Arabia Saudí, que desde el comienzo de la posguerra se había convertido en el principal socio de los EE.UU. en el mudo islámico, rápidamente está perdiendo su utilidad estratégica y se está convirtiendo en un estorbo. En primer lugar, a la vista está cómo cae la influencia del discurso ideológico saudí en el espacio sunita (no todas las tendencias salafistas ni mucho menos se identifican con el factor saudí), lo que ahora ilustran con especial claridad los procesos que transcurren dentro de la oposición siria, en Yemen, en Asia Central. En segundo lugar, la dinastía se encuentra sumida en una profunda crisis y es evidente que tras la muerte del actual rey se producirá la división en varios clanes enfrentados y la lucha por el poder. En tercer lugar, gran parte de los casi 30 millones de habitantes de Arabia Saudí se oponen al régimen gobernante y solo esperan una ocasión para trasladar el descontento a las calles. Se trata en especial del segmento chiita de la población, que aunque no representa más del 12-15% del total en las provincias orientales es la mayoría. Pero las provincias orientales son estratégicamente las más vulnerables del reino y donde se concentra la principal reserva de los recursos petroleros saudíes.
Arabia Saudí e «Israel» es el tándem operativo que hasta ahora ha estado asegurando el control real de los EE.UU. sobre el Oriente Medio. Sin embargo el aislamiento estratégico del islote «israelí» en medio del tormentoso mar del «Despertar islámico», por un lado, y la inestabilidad en Arabia Saudí por otro, obligan a los Estados Unidos a buscar un nuevo, a primera vista incluso paradójico centro de influencia, con el que pudieran colaborar para de alguna forma poder seguir presentes en la región.
Dentro de Estados Unidos también existe la necesidad objetiva de distanciarse de «Israel». A lo largo de decenios la política interior estadounidense era una función derivada del complejo de los intereses de «Israel». El lobby judío ejercía una influencia decisiva sobre las elecciones del presidente, el destino político de los senadores y congresistas, las carreras de los directores de los principales órganos de prensa, de los conocidos periodistas. Las vidas y los destinos se torcían por culpa de algún descuido del político o intelectual a la hora de pronunciarse acerca del papel de «Israel» en el mundo y su relación con los intereses de EE.UU. El publicista estadounidense Norman Finkelstein escribía:
«Gracias a los cuentos sobre el Holocausto uno de los países con el potencial bélico más grande del mundo y autor de violaciones horripilantes de los derechos humanos se presenta como una «víctima potencial» y el más próspero grupo étnico de los EE.UU. como unos pobres refugiados. El estatus de víctima, en primer lugar proporciona inmunidad frente a una crítica merecida».
Al más alto establishment tan solo se le permitía la capitulación total ante el orden del día «israelí». Esos lobistas fueron asimismo bautizados como «Israel firsters», «Israel primero».
Gracias al sistema así formado los EE.UU. debían arrastrar una pesada carga de compromisos financieros y estratégicos. Solo la ayuda militar oficial a Israel era de 3.000 millones de dólares anuales, y según el programa «modernización de los aliados» la suma total que los contribuyentes estadounidenses debían pagar para el desarrollo del ejército «israelí» desde el año 2007 hasta el 2017 ascendía a otros 30.000 millones de dólares. Además existían las inyecciones indirectas, en particular, importantes descuentos sobre el coste de la producción bélica estadounidense, pagos aplazados etc. Como resultado, incluso sin contar la ayuda proporcionada por la cúspide más rica de la diáspora judía, en los pagos estatales estadounidenses directos e indirectos se gastaban hasta 5.000 millones de dólares al año. A esta cifra hay que añadir el peso de la ayuda a Egipto de Sadat-Mubarak como pago por los acuerdos de Camp David de 1.800 millones de dólares anuales. La ayuda a Egipto de hecho también formaba parte de la inversión en la seguridad de «Israel». Al mismo apartado pertenecen los pagos a la cúpula conformista palestina contra Hamás.
Pero hoy la economía estadounidense ya no puede cargar con semejante peso. Pedir dinero prestado par a continuación entregarlo a «Israel» destruye el sistema financiero, sabotea el dólar, cuyo valor ya de por sí está enormemente exagerado con respecto a su respaldo real. Con el empeoramiento socioeconómico de los estadounidenses de base, la crisis de «la sal de Estados Unidos», su clase media (a la que, por cierto, pertenece la mayor parte de los judíos estadounidenses), la dependencia de los EE.UU. de «Israel» causa extrema irritación en la conciencia social de los estadounidenses.
Debido a estas razones la opinión pública de EE.UU. comienza a revisar también los acontecimientos de la historia reciente en los que ha participado su país. La gente comienza a pensar que, por ejemplo, la causa inmediata de la invasión de Iraq, donde se perdieron billones de dólares y miles de vidas de soldados, fue justamente la exigencia de «Israel», el principal ordenante y beneficiario de esta guerra sin sentido que comenzó con el descarado engaño a la comunidad internacional acerca de las armas de destrucción masiva que presuntamente poseía Saddam Hussein. En resumidas cuentas los estadounidenses empiezan a ver a «Israel» como responsable directo de las graves pérdidas que han sufrido los EE.UU. en los conflictos del último decenio.
Claro que los estadounidenses, menos que cualquier otro pueblo, son capaces de verse a sí mismos con los ojos del mundo que les rodea. Sin embargo incluso ellos comienzan a comprender que el apoyo sin reservas a «Israel» convierte a Estados Unidos a los ojos del resto del mundo de la «resplandeciente ciudad sobre la colina» de la que en su día hablaba Ronald Reagan en el «imperio del mal» que no tiene nada que ver con la democracia, justicia y libertad. Más aún teniendo en cuenta que desde el momento de la destrucción de las torres gemelas de Manhattan semejantes valores se fueron evaporando con rapidez de la realidad estadounidense.
«Israel» ha llevado a los EE.UU. a un callejón sin salida diplomático debido al programa nuclear de Irán, ya que los Estados Unidos se ven obligados a respaldar a la entidad sionista cuando el propio «Israel» transgrede el principio de la no proliferación de las armas nucleares. El «Estado» sionista posee, como mínimo un par de centenares de cargas nucleares, lo que es un secreto a voces para todos. Al mismo tiempo y ante la insistencia de los halcones «israelíes» los Estados Unidos deben fingir que creen en la próxima fabricación de la bomba nuclear iraní que podría amenazar al «desarmado Israel».
Los Estados Unidos poseen una rica experiencia en opresión racial y hasta hoy mantienen el sistema de reservas en las que se está extinguiendo la población nativa del Nuevo Mundo. Sin embargo el resto del planeta no permanece indiferente ante el apartheid practicado en «Israel» con respecto a los palestinos y que no tiene nada que envidiar al practicado en la República Sudafricana hasta el año 1990. Los Estados Unidos deben admitir que la humanidad ve a «Israel» como la encarnación del mal y de la injusticia que se mantiene en la escena histórica únicamente gracias a la imposición de Washington.
La nueva generación de judíos estadounidenses deja de identificar su identidad judía con la suerte del «Estado de Israel». Su ideología sionista se está diluyendo ante la reacción negativa que sufre todo el pueblo estadounidense, ellos incluidos, debido a la política aventurera y criminal de esta pequeña entidad en Oriente Próximo. Un claro ejemplo del desencanto de los judíos de EE.UU. con respecto a «Israel» fue su negativa a votar por el candidato republicano Mitt Romney a pesar de las histéricas exigencias de Netanyahu. El aislamiento del terco lobby sionista con respecto a la «calle judía estadounidense» desata las manos a Obama para comenzar el paulatino proceso de la conquista de la independencia de los Estados Unidos con respecto a «Israel».
Como ejemplo único de Estado-parásito, «Israel» subsiste solo gracias al apoyo directo del imperio estadounidense. El factor de la diáspora hace tiempo que ha dejado de ejercer alguna influencia seria en su supervivencia. Por eso, en cuanto los EE.UU. dejen de alimentar a «Israel» con sus recursos financieros, militares políticos y otros, éste en su forma actual quedará condenado a desaparecer del mapa político mundial.
Geydar Dzhahidovich Dzhemal es un ruso revolucionario islámico, filósofo, poeta, activista político y social y fundador y presidente del Comité Islámico de Rusia.
Fuente original: www.poistine.com
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