La escalada militar de las últimas semanas en el Próximo Oriente, desencadenada por Israel sobre la franja de Gaza y el Líbano, ha suscitado numerosos análisis y comentarios. No pocas reflexiones han girado en torno a la política y la naturaleza del estado sionista. Por supuesto, sería imposible repasar aquí todas las opiniones vertidas estos […]
La escalada militar de las últimas semanas en el Próximo Oriente, desencadenada por Israel sobre la franja de Gaza y el Líbano, ha suscitado numerosos análisis y comentarios. No pocas reflexiones han girado en torno a la política y la naturaleza del estado sionista. Por supuesto, sería imposible repasar aquí todas las opiniones vertidas estos últimos días desde las distintas corrientes de pensamiento que se han manifestado sobre el tema. Algunas, por reiterativas y confusas, así como por su predicamento en el campo progresista, merecen no obstante ser debatidas. Va en ello la claridad y eficacia con que la izquierda pueda intervenir en una crisis que, más allá de la urgente solidaridad con los pueblos oprimidos de la región, reviste una innegable proyección internacional.
Algunos autores prestigiosos, como James Petras, han insistido mucho en sus artículos más recientes acerca de la poderosa influencia del lobby judío norteamericano en la política de apoyo incondicional de Washington a las pretensiones expansionistas y a la agresividad israelí. Naturalmente, el peso de ese segmento de la burguesía americana es innegable – como lo es, a otro nivel, la incidencia política de las instituciones conservadoras israelitas en Francia, el país europeo que cuenta con la más numerosa comunidad judía. No habría que caer sin embargo en el error de pensar que son el Estado de Israel y el lobby sionista quienes determinan la orientación de la primera potencia mundial en el Próximo Oriente. Lo contrario está mucho más cerca de la verdad. Es la Casa Blanca quien marca los límites de la política israelí, e incluso la cadencia y alcance de las operaciones militares que concibe el Estado Mayor de Tsahal.
El imperialismo americano – ¡eso sí! – está interesado en acreditar la imagen de un Estado de Israel autónomo, irascible y plenamente dueño de sus decisiones, al que Estados Unidos no tendría más remedio que apoyar como aliado occidental frente a un «amenazador» mundo árabe. Un apoyo que la administración de turno (demócrata o republicana), siempre temerosa de los saltos de humor de los electores judíos neoyorquinos o de los todopoderosos productores de Hollywood, brindaría incluso a regañadientes en algunas ocasiones. Pero lo cierto es que Israel depende estrictamente del apoyo americano – económico, militar, diplomático… -, y difícilmente sobreviviría sin él. La propia ofensiva de estas semanas sobre el Líbano ha demostrado de modo fehaciente esa subordinación. La izquierda no debería dar crédito a la pretensión del imperialismo por permanecer en un segundo plano, dando a entender que son «los judíos» quienes llevan la batuta de los acontecimientos.
Eso no quiere decir, ni mucho menos, que el Estado de Israel no tenga su propia entidad, su propia dinámica y su especificidad social y política. Pero esa dependencia respecto al imperialismo occidental constituye una parte indisociable de la propia naturaleza del sionismo y de su trayectoria en la región. Y es que el Estado y la sociedad israelíes constituyen un compendio de paradojas. Raramente un ente político tuvo que engañarse tanto a sí mismo sobre sus propios rasgos constitutivos… Ni adentrarse tan vehementemente, como condición de su cohesión, por una senda que conduce inexorablemente a la descomposición interna y a la propia destrucción – el camino de la violencia más odiosa sobre el pueblo sojuzgado de Palestina y la guerra permanente contra sus vecinos.
Nudo de contradicciones
Israel es exactamente todo lo contrario de lo que sus propagandistas repiten hasta la saciedad. No es una democracia política. Tampoco es una nación propiamente dicha (aunque lleve desde 1948 tratando de transformar un proceso imparable de colonización y «limpieza étnica» en el fundamento de en un Estado-nación legitimado por la historia). Ni siquiera se trata, por contradictoria que pueda parecer esta afirmación, de «un Estado judío». Estamos ante un Estado colonial de un tipo particular cuyas características es importante discernir.
La militarización de la sociedad israelí constituye el paradigma del fenómeno sionista. ¿Hace falta desmentir a estas alturas el viejo mito de los colonizadores «Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra»? La tierra de Palestina tenía un pueblo, sometido a un dispositivo de dominio colonial insostenible tras la segunda guerra mundial. La ocupación sionista de Palestina sólo podía – y sólo puede realizarse – a través de la expulsión de la población autóctona y su substitución por una inmigración judía que efectuaría así – siempre según la mística de los «padres fundadores» – su «retorno» a la patria bíblica. Pero no se trata de una «nación» que expulse a otra. Por un lado, la nación palestina estaba en proceso de eclosión ante una descolonización que acabó desembocando en la partición del país, la proclamación de Israel y la guerra. La conciencia nacional palestina ha ido forjándose, pues, a través de décadas de resistencia a la colonización sionista, sobre una base histórica, cultural y social, y tratando de preservar las bases territoriales y materiales para la constitución efectiva de la nación, que necesitaría vertebrarse en torno a un Estado propio y viable.
Sin embargo, en el lado opuesto, el aluvión migratorio que ha intentado amalgamar el sionismo nunca ha revestido características propiamente nacionales – ni, nos atreveríamos a decir, hay posibilidades históricas en nuestra época para que esa colonización cristalice en una nación moderna. A pesar de los años transcurridos desde su proclamación, Israel sigue sin asentarse sobre una realidad nacional, ni consigue generarla. Desde ese punto de vista, Israel es un artificio – un artificio de temible realidad y aún más sombrío futuro: tanto para el pueblo palestino… como, en última instancia, para los propios judíos.
¿Qué rasgos democrático-nacionales podría tener un proceso de colonización auspiciado y en gran medida forzado por las potencias occidentales? Un proceso de ocupación y expulsión de la población indígena – es decir, que inscribe el racismo en el ADN de la nueva entidad estatal. Y un proceso que pretende cohesionar colectivos procedentes de todo el mundo, con historias, lenguas y culturas diversas… en torno a un mito, cuya primera exigencia es el olvido de ese legado secular. ¿Qué tenían en común los judíos de los países industrializados, que habían estado a las puertas de su plena integración en la sociedades democráticas y que el convulso capitalismo del siglo XX había rechazado como un cuerpo extraño – recordándoles brutalmente unos orígenes cuya memoria tendía ya a en muchos casos a desvanecerse -, con los supervivientes del yiddishland de Europa oriental y central? ¿Qué tenían en común unos y otros con las comunidades sefardíes mediterráneas, con los judíos de apellidos y lengua árabes o con los falashas de Etiopía? La condición de judíos, justamente. Pero, la variedad de etnias, culturas e historias a que nos referimos demuestra hasta qué punto ese término recubría realidades sociales muy distintas. En otras palabras: hasta qué punto la llamada «cuestión judía» es, fundamentalmente, una cuestión social y no propiamente nacional.
Colonia y nación
El intento de conducir al judaísmo hacia una construcción nacional difícilmente puede llevar, en la actual fase del desarrollo histórico, a otra cosa que no sea una creación tan artificial como el Estado de Israel: un país «reservado» a los judíos… que, en cuanto llegan, dejan de serlo – si nos referimos al pasado que forjó su identidad como tales -, un país con un idioma no menos artificiosamente «recuperado» y que ninguna comunidad judía ha utilizado a lo largo de los siglos como lengua vehicular; un Estado que se pretende laico y que se erige en torno a la mística religiosa del «pueblo elegido»… ¿Es posible imaginar mayor cúmulo de contradicciones?
Naturalmente, levantar esa entidad colonial sólo ha sido posible en medio de unas determinadas circunstancias: el holocausto, el nuevo escenario mundial que se perfilaba en la posguerra, la importancia geoestratégica del Próximo Oriente, la necesidad de contar con un potente instrumento de presión sobre los pueblos árabes – cuya emancipación nacional pondría en cuestión el control del imperialismo sobre los principales recursos energéticos del planeta… Sólo en ese contexto la aventura sionista ha podido tomar cuerpo de la mano de las grandes potencias.
Vale la pena apuntar brevemente aquí una precisión. Es frecuente también oír en la izquierda expresiones surgidas de una justificada indignación ante la barbarie militarista y la arrogancia del Estado de Israel – pero poco rigurosas y afortunadas – del tipo «nazi-sionismo» o «víctimas ayer, verdugos hoy». El fascismo ha sido un fenómeno social y político muy definido, surgido de una profunda crisis del capitalismo más avanzado, en las metrópolis. El colonialismo representa otro fenómeno – que puede ser tan brutal, sanguinario y genocida como el propio fascismo, pero que se asienta sobre una disposición de fuerzas sociales distinta. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, más importante aún es recordar un hecho que se oculta – por parte de los sionistas, pero a veces también de sus detractores – al mentar, de un modo u otro, la filiación del Estado de Israel con respecto al holocausto. En los campos de exterminio nazis no sólo perecieron millones de judíos europeos: en la vorágine de la guerra, la ocupación, las deportaciones y la represión de la resistencia, fue aniquilado también un potente, organizado y combativo movimiento obrero judío que, desde Vilna a Salónica, se había caracterizado por su vocación socialista y su firme oposición a la colonización sionista de Palestina. Sobre esa espantosa derrota, pero también sobre la base del antisemitismo latente en la burocracia soviética, pudo la perspectiva sionista adquirir cierta credibilidad. Pero, ni siquiera así llegó a realizarse sin grandes dosis de violencia sobre los propios supervivientes judíos para empujarles a emigrar hacia la «tierra prometida»… Eso fue así por parte de las democracias europeas… pero también por parte del Kremlin. En su día, Stalin acarició la peregrina idea de ver al naciente Estado de Israel convertido en una especie de «democracia popular», dependiente de la ayuda soviética, y actuando como contrapeso de la influencia imperialista en Oriente Medio. Años más tarde, en las purgas antisemitas que conoció, por ejemplo, el partido polaco, los comunistas judíos candidatos a la emigración eran «naturalmente» encaminados… hacia Israel.
Podría argumentarse, de todos modos, que grandes naciones modernas han surgido de colonizaciones nada pacíficas, ni amables hacia las poblaciones indígenas. No faltará quien recuerde la historia americana. ¿Quién dice que no ha terminado por constituirse, a pesar de todas esas contradicciones y pecados originales, desafiando sesudas teorías y pronósticos catastrofistas, fusionando a una dispar emigración procedente de todos los rincones del planeta, una «nación israelí» consciente de serlo y con derecho a ocupar un lugar en el concierto mundial?
Por cuanto respecta a lo primero, ¿se atrevería alguien a comparar el surgimiento de la nación americana, expresión del desarrollo impetuoso de un capitalismo a la conquista de vastos recursos sobre la cresta de incontenibles oleadas humanas venidas del viejo continente, con… una colonización asistida sobre la exigua tierra de Palestina en plena época de decadencia del orden imperialista? En cuanto al segundo aspecto de nuestra interrogación, más que a las cimas etéreas de la teoría, conviene tal vez remitirse a la prosaica experiencia de la vida. Las contradicciones internas de Israel no han dejado de expandirse, conjugándose con la evolución de la situación mundial y sumiendo a la entidad sionista en una espiral de violencia que no parece tener fin.
Señalemos algunas. Israel cuenta con más de un millón de ciudadanos árabes, ciudadanos de segunda clase, y franja de la población «nacional» bajo sospecha permanente y excluida de cualquier consenso social o político – reservado, por supuesto, a los judíos. Ese solo dato bastaría para minar irremediablemente los criterios de ciudadanía y democracia política. Pero es que, a falta de un sólido cimiento nacional, el Estado de Israel ha tenido que trabar su cohesión interna combinando el llamamiento a la unidad frente la amenaza exterior (es decir, la movilización permanente de una sociedad militarizada) con la compresión de los antagonismos de clase. Durante muchos años esa función incumbió de un modo decisivo al Histadrut, al sindicato corporativista tradicionalmente dirigido por el laborismo y plenamente integrado al Estado, que contenía y encauzaba las reivindicaciones sociales de la clase trabajadora dentro de unos márgenes aceptables. Israel no puede permitirse la lucha de clases. Eppure si muove… El avance mundial del neoliberalismo también ha sacudido la realidad económica israelí, empujando a la privatización las numerosas empresas gestionadas por el sindicato, favoreciendo la desregulación en todos los terrenos, generando inesperados fenómenos de inmigración económica, ahondando las desigualdades sociales y agrandando las bolsas de pobreza…
El papel del militarismo
En tales condiciones, el militarismo se convierte en el factor primordial, decisivo, casi exclusivo, de contención de las contradicciones que atraviesan la sociedad colonial israelí. El Estado encuentra su razón de ser en la guerra, sometiendo los resortes del país a una tremenda tensión de todos los instantes. La «cruzada contra el terrorismo» de Bush – que no es más que la expresión armada de la expansión del capitalismo neoliberal – ha encontrado a su vez correspondencia en el insaciable expansionismo sionista. Cada vez más, Israel sólo puede mantenerse si vive en guerra permanente: en guerra contra el pueblo palestino, en guerra con el pueblo libanés, en guerra con Siria, tal vez con Irán… Mucho se escribe últimamente sobre los rasgos psicológicos de la población israelí, acerca de una atmósfera deletérea de cinismo, de indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, de connivencia con la opresión ejercida sobre los más débiles, de profunda desmoralización (en el sentido de pérdida de referentes éticos). El colonialismo y la ocupación corrompen. Todos esos síntomas delatan una sociedad enferma, esquizofrénica, que corre inexorablemente hacia el abismo; que lo presiente, pero que, presa de un tremendo sentimiento de fatalidad, parece incapaz de frenar una carrera que conduce a la autodestrucción. «Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre», decían los clásicos del socialismo. El muro que desgarra Cisjordania se erige sobre el dolor de toda Palestina. Pero, al mismo tiempo, representa ya el único horizonte – un desesperante horizonte carcelario – para quienes tan afanosamente lo construyen.
Es bien conocido: durante todo el «proceso de paz» iniciado en Oslo, Israel nunca dejó de proseguir con la colonización y el hostigamiento del pueblo palestino. Más allá de las contingencias del nuevo gobierno de «unidad nacional» de Olmert y Peretz, no deja de ser significativo que la agresión militar sobre Gaza se haya desencadenado cuando Hamás, después de mantener una significativa tregua, se había declarado dispuesto a reconocer la existencia de Israel y a entrar en la vía de las negociaciones. Hay algo más profundo que una consideración táctica del gobierno israelí en ese episodio: se trata de la incapacidad congénita del sionismo para encarar un proceso de paz. Eso implica reconocer la entidad política y nacional del «otro», que, de pronto, se convierte en espejo de las propias miserias.
La mayoría de la población de Israel querría, sin duda, vivir despreocupada y en paz. Pero un auténtico proceso de paz supone un cuestionamiento desgarrador para la sociedad colonial, amenaza recursos y privilegios, socava irremediablemente instituciones y relaciones de autoridad. Por no hablar de las relaciones de dependencia con el «protector» americano. Por supuesto, nada es más legítimo ni tan valiente como la actitud de las minorías pacifistas y anticoloniales de Israel que, plantando cara al frenesí patriótico que vive el país, reclaman un alto el fuego y exigen condiciones leales para una paz con los palestinos: la retirada de los territorios ocupados, la destrucción del muro, el desmantelamiento de las colonias… Del mismo modo, difícilmente puede concebir el movimiento nacional palestino otro propósito, hoy por hoy, que la de un Estado propio, reconocido y viable, establecido en Cisjordania, Gaza y Jerusalén-Este. ¿Qué otra perspectiva si no para obtener un respiro, para recomponer fuerzas en el largo proceso de construcción nacional?
A modo de conclusión
Si ese Estado palestino, aún concebido como una etapa, como un tránsito hacia una plena realización nacional, parece sostenible en tales condiciones… ¿podría decirse lo mismo del Estado de Israel? ¿De verdad podría mantenerse en pié la entidad sionista en condiciones de paz; es decir, en otras condiciones que no fuesen las de un conflicto abierto o latente? Es muy difícil imaginar que el Estado de Israel pueda sobrevivir como tal al establecimiento de la paz con sus vecinos. Si ese armisticio hipotético llegase a producirse, no parece demasiado aventurado suponer que la lucha de clases empujaría a la población trabajadora judía a converger, por un camino u otro, a través de una vía federal o cantonal, hacia el proyecto de una Palestina democrática y laica. Esa es la perspectiva que concibieron, hace muchos años ya, los revolucionarios marxistas y el propio movimiento nacional palestino, y que hoy, en pleno fragor de la guerra, parece una pura ensoñación, una inalcanzable utopía.
Sería ocioso especular con el curso impredecible de los acontecimientos en el Próximo Oriente. Sin embargo, captar la inviabilidad histórica del Estado de Israel nos ayuda a entender la furia desatada del momento presente y la importancia de sostener los movimientos de resistencia que, con las armas en la mano a orillas del Litaní o con el coraje de la movilización a contracorriente en las calles de Tel-Aviv, luchan por una paz justa en la región.