Durante los últimos 45 años he participado en muy numerosas manifestaciones, desde pequeñas concentraciones de algunos irreductibles a manifestaciones de masas en las que éramos más de 100 000; manifestaciones tranquilas, incluso festivas y manifestaciones en las que éramos atacados por grupos de derechas, o incluso por la gente que pasaba. Me han dado golpes, […]
Durante los últimos 45 años he participado en muy numerosas manifestaciones, desde pequeñas concentraciones de algunos irreductibles a manifestaciones de masas en las que éramos más de 100 000; manifestaciones tranquilas, incluso festivas y manifestaciones en las que éramos atacados por grupos de derechas, o incluso por la gente que pasaba. Me han dado golpes, y los he devuelto, y me ha ocurrido, sobre todo cuando tenía responsabilidades, estar nervioso. Pero no recuerdo haber tenido miedo.
Movilizado -de hecho detenido en la prisión militar por haberme negado a unirme a mi unidad que debía ir a Líbano- no participé, en 1983, en la manifestación en la que fue asesinado Emile Grunzweig. Por el contrario fui responsable del servicio de orden de la manifestación que, un mes más tarde, atravesaba Jerusalén para conmemorar ese asesinato. En ella conocimos la hostilidad y la brutalidad de la gente con la que nos cruzábamos, pero allí tampoco tuve miedo, consciente de que esa hostilidad de una parte de la gente que pasaba no superaría una cierta línea roja, que sin embargo había sido cruzada un mes antes.
Esta vez he tenido miedo.
Hace unos días, éramos unos centenares quienes nos manifestábamos en el centro de la ciudad de Jerusalén contra la agresión a Gaza, convocados por «Combatientes por la paz». A una treintena de metros, y separados por un impresionante cordón policial, algunas decenas de fascistas eructan su odio así como consignas racistas. Nosotros somos varios centenares y ellos solo algunas decenas y sin embargo me dan miedo: en el momento de la dispersión, aún protegidos por la policía, vuelvo a casa pegado a las paredes para no ser identificado como uno de esos izquierdistas que aborrecen.
De vuelta a casa, intento identificar ese miedo que nos preocupa, pues estoy lejos de ser el único que lo siente. Me doy cuenta de que Israel en 2014 no es ya solo un estado colonial que ocupa y reprime a los palestinos, sino también un estado fascista, con un enemigo interior contra el que hay odio.
La violencia colonial ha pasado a un grado superior, como ha mostrado el asesinato de Muhammad Abu Khdeir, quemado vivo (sic) por tres colonos; a esta barbarie se añade el odio hacia esos israelíes que precisamente se niegan a odiar al «otro». Si, durante generaciones, el sentimiento de un «nosotros» israelíes transcendía los debates políticos y -salvo algunas raras excepciones, como los asesinatos de Emile Grunzweig o luego Yitshak Rabin- impedían que las divergencias degeneraran en violencia criminal, hemos entrado en un período nuevo, un nuevo Israel.
Esto no es producto de un día, e igual que el asesinato del Primer Ministro en 1995 fue precedido de una campaña de odio y de deslegitimación dirigida en particular por Benjamin Netanyahu, la violencia actual es el resultado de una fascistización del discurso político y de los actos que engendra: son innumerables ya las concentraciones de pacifistas y anticolonialistas israelíes atacadas por los matones de derechas.
Los militantes tienen cada vez más miedo y dudan en expresarse o manifestarse, y ¿qué es el fascismo sino sembrar el terror para desarmar a quienes considera como ilegítimos?
Sobre un trasfondo de racismo laxo y asumido, de una nueva legislación discriminatoria hacia la minoría palestina de Israel, y de un discurso político belicista formateado por la ideología del choque de las civilizaciones, el estado hebreo está hundiéndose en el fascismo.
Michel Warschawski es Periodista y militante pacifista de la extrema izquierda israelí, así como cofundador y presidente del Centro de Información Alternativa de Jerusalén: http://www.alternativenews.org
Fuente original: http://www.lcr-lagauche.org/
Traducción de Faustino Eguberri – Viento Sur