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Javier Solana, el apacible guerrero atlantista

Fuentes: Rebelión

A principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando el PSOE consiguió acceder al gobierno español con Felipe González, y el país creyó que llegaban tiempos de cambio, Javier Solana, compañero suyo en la dirección del partido y en el gobierno socialista, parecía, aún, un joven rebelde, barbado, casi contracultural, alejado de los fastos […]

A principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando el PSOE consiguió acceder al gobierno español con Felipe González, y el país creyó que llegaban tiempos de cambio, Javier Solana, compañero suyo en la dirección del partido y en el gobierno socialista, parecía, aún, un joven rebelde, barbado, casi contracultural, alejado de los fastos del poder, cercano a los ciudadanos, cabalgando a veces en una motocicleta el Madrid que todavía recordaba las noches de miedo del franquismo. Era un tipo que parecía dispuesto a cambiar el rostro de España.

En su juventud, becado por esas fundaciones norteamericanas que preparan a los jóvenes lobos de países menores que después servirán con fervor a Washington, aprendió el idioma del imperio en Estados Unidos, donde vivió durante varios años, y se convirtió después en un sencillo profesor socialista. Participó en el congreso del PSOE en Suresnes, en la periferia de París, en 1974, donde se ejecutó la operación política (organizada y supervisada por los servicios secretos alemanes y norteamericanos) que apartó de la dirección socialista a los viejos dirigentes de la guerra civil, como Rodolfo Llopis (quien había colaborado con Negrín), y eligió a los jóvenes leones de Felipe González, un socialista sevillano que había llegado a París con un pasaporte facilitado por los servicios de inteligencia que había creado el almirante Carrero Blanco. Solana, elevado a la dirección del PSOE, participó en muchas de las negociaciones de la transición y fue elegido diputado en las primeras elecciones de 1977. Cinco años después, estaba en el gobierno.

Ese joven de 1982 (aunque tuviese ya cuarenta años), que todavía conservaba el aspecto y el lenguaje de un hombre de izquierda, fue adoptando con cautela otra piel, o tal vez, de forma más sencilla, reveló su verdadero carácter. Es probable que él mismo no imaginase su destino cuando, junto a González, empezó a sucumbir ante las hipotecas del poder. Solana pasó de escribir folletos contra la entrada de España en la OTAN a defender la permanencia en la agresiva alianza militar dirigida por Estados Unidos. Ahora sabemos que aquellas palabras eran tan hipócritas como lo fueron en su día las proclamas republicanas del PSOE en los primeros años del nuevo monarca impuesto. Él fue, como portavoz del gobierno, uno de los protagonistas de la gran estafa en ese referéndum sobre la OTAN en 1986, cuya manipulación desde los medios de comunicación fue una de las mayores vergüenzas de la joven y tutelada democracia española. González, Solana y sus compañeros de gobierno ni siquiera cumplirían después las condiciones que ellos mismos habían decidido para defender la permanencia de España en la OTAN. Fue un vergonzoso fraude, pero Solana, como González, se enorgullece de su gesto. Consiguió ser ministro de Cultura, de Educación, y, finalmente, de Asuntos Exteriores. Seguía hablando de paz, pero ya transitaba el camino de la guerra. Cuando abandonó el gobierno español en 1995 (apenas cinco meses antes de que González y el PSOE perdieran las elecciones), estaba preparado para dar el salto a las instituciones internacionales: Washington premiaría su aplicación guerrera y atlantista aceptando que fuera nombrado secretario general de la OTAN ese mismo año: pasó de ser ministro de Asuntos Exteriores a hombre de confianza del Pentágono y de la Casa Blanca. Aquel joven que, según gusta recordar, protestaba en los años sesenta contra la infame guerra de Vietnam, se encontraba en ese momento en el corazón de los guerreros del imperio, dispuesto ahora a defender la bondad de los soldados de Washington.

En esas oficinas de la OTAN se fue convirtiendo en un torvo funcionario que, pese a mantener ante la prensa internacional, con consumada hipocresía, la ficción de una cercana calidez, era capaz de defender el bombardeo de poblaciones civiles mientras escenificaba la utilidad de la muerte ante los micrófonos, de defender las matanzas más ignominiosas en nombre de la libertad y de la democracia. Fueron los mismos años en que Yeltsin dirigió la criminal implantación del capitalismo en la antigua URSS, que ha causado la muerte de millones de personas, pero Solana, en sus contactos con el gobierno ruso del alcohólico Yeltsin, siempre mantuvo el apoyo a una desastrosa política que sembró la desesperación y la miseria en las antiguas repúblicas soviéticas. Mantuvo ese cargo de secretario de la OTAN durante cuatro años: cuando lo abandonó había dejado listo el asunto de Kosovo y la definitiva desmembración de Yugoslavia.

En 1999, aplicando las decisiones de Estados Unidos, dirigió la agresión contra Yugoslavia, ignorando a la ONU, violando los tratados internacionales y las convenciones de Ginebra. La OTAN atacó durante cuatro meses multitud de objetivos sobre ciudades y bombardeó a la población civil serbia, causando miles de muertos y llegando a bombardear Belgrado, como en los días de la Segunda Guerra Mundial. Tenían preparado el pretexto: hablaron al mundo de «limpieza étnica», que, supuestamente, estaba siendo impulsada por el gobierno serbio. Mientras, Estados Unidos y la OTAN armaban a las milicias terroristas del UÇK, creadas por la CIA alrededor del traficante de drogas Hashim Thaçi, un asesino tan feroz que sus propios compañeros apodaron como la serpiente.

Washington y Solana conocían perfectamente las actividades de Thaçi y del UÇK, y sabían que estaban apoyando a desalmados traficantes de drogas y asesinos, pero Solana no tuvo reparos morales en defender públicamente que la guerra de la OTAN contra aquella empequeñecida y débil Yugoslavia era una «guerra humanitaria». Después, Solana, ya como Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior no tuvo tampoco empacho en apoyar al mismo mafioso Thaçi para presidir el Kosovo que se había convertido en un protectorado de Estados Unidos. Se culminaba así la destrucción de la antigua Yugoslavia socialista y se doblaba el espinazo a Serbia, el último aliado de Moscú en la zona.

No debe creer el lector que estas palabras son una exageración: la propia prensa norteamericana informó en su día de las actividades de la mafia albanokosovar y de los beneficios que conseguían de la droga, la prostitución, el tráfico de órganos y los asesinatos por encargo de los que se nutrieron Thaçi y el UÇK: el relato de sus actividades es mucho más tenebroso y feroz, como recuerda la espantosa «casa amarilla» de la ciudad albanesa de Burel, donde fueron trasladadas por el UÇK centenares de personas para extraerles sus órganos, venderlos después, y asesinarlos finalmente. Washington siempre ha trabajado con mercenarios y asesinos como Thaçi, y Solana lo sabía, pero no tuvo nada que decir cuando Thaçi se convirtió en primer ministro de Kosovo y proclamó la independencia en febrero de 2008, reconocida de inmediato por Estados Unidos, aun sabiendo que violaba, otra vez, el derecho internacional.

Javier Solana no tuvo reparos morales en ser protagonista, y después cómplice, de quienes pisoteaban la Carta de las Naciones Unidos, violaban el Derecho Internacional e ignoraban las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Esa trocha de guerreros infames sería recorrida después por Bush y sus neocons en Afganistán, Iraq y en otros frentes menores donde mostraban el músculo de Washington, pero antes Solana ya había cometido la indignidad de hablar de «guerras humanitarias». Desde la secretaría general de la OTAN pasó a asumir la responsabilidad de convertirse en el Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, durante diez años: hasta ahora mismo, cuando, a finales de 2009, fue sustituido en ese puesto por una baronesa, Catherine Ashton.

Ese hombre es Javier Solana. Es curioso comprobar cómo, a lo largo de esa transformación, de esa metamorfosis casi kafkiana, Solana iba recortando su barba, dejando apenas una sombra, recordatoria de su pasado de joven rebelde. Ahora, casi a punto de alcanzar los setenta años, Solana, convertido en una caricatura de sí mismo, ha pasado a ser asesor para «asuntos internacionales» del grupo Acciona, del empresario José Manuel Entrecanales, vástago de una familia que medró económicamente con la dictadura franquista. Pero los años no pasan en vano, y el endurecido Solana, a quien no tembló el pulso durante los días de los infames bombardeos sobre la población civil en Yugoslavia, se emocionaba recientemente ante los halagos que le prodigaban quienes frecuentan los salones del poder, cuando Juan Carlos de Borbón le otorgaba el collar de la Orden del Toisón de Oro por los servicios prestados, mientras espera que el gobierno de Rodríguez Zapatero le organice el merecido homenaje por su trayectoria. Dicen quienes le conocen que Solana es un hombre apacible, cercano, educado, agradable en el trato, cuyas maneras se han suavizado con los años

La vida nos enseñó a todos hace tiempo que los suaves comportamientos de hombres como él son apenas un disfraz, que les ayuda a soportar la vergüenza. Solana, viviendo en la mentira, acompañando la hipocresía de los poderosos, compartiendo la infamia de la guerra, se muestra hoy como un veterano apacible, un soldado atlantista amante de la paz que se vio envuelto en las guerras por el destino caprichoso. Es probable que ahora le asalte alguna vez el recuerdo de aquel joven barbado que cabalgaba una motocicleta en el Madrid del último franquismo, cuando pensaba que corría hacia el futuro, sin sospechar que se dirigía hacia un destino gris de funcionario, de compañero del imperio, de partícipe intelectual en todas las matanzas que han jalonado este inicio del siglo XXI, de veterano dinosaurio a quien todos recuerdan aprobando todas las guerras de los últimos veinte años.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.