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Jerusalén, discursos de normalidad y balcanización de facto

Fuentes: Rebelión

Por irónico que parezca, en todo lo concerniente a la administración de Donald Trump, al frente del gobierno estadounidense, el principal problema y la amenaza más inmediata para la humanidad no es, en estricto, el propio presidente, sino el vasto universo de sujetos que observan en su gestión una especie de anormalidad que llegó a […]

Por irónico que parezca, en todo lo concerniente a la administración de Donald Trump, al frente del gobierno estadounidense, el principal problema y la amenaza más inmediata para la humanidad no es, en estricto, el propio presidente, sino el vasto universo de sujetos que observan en su gestión una especie de anormalidad que llegó a alterar, de manera intempestiva, y hasta imprevisible, el relativamente alto grado de refinamiento y normalidad que se había logrado obtener, en el desarrollo de la historia de la política internacional, a través de la experiencia que dejaron dos Guerras Mundiales y medio siglo más de proxy wars motivadas por ideologías excluyentes.

Es decir, hoy, teniendo en perspectiva la serie de eventos que se acumulan detrás de cada decisión y afirmación del actual presidente de Estados Unidos, es posible afirmar que no son ni la persona al frente del ejecutivo estadounidense ni su gabinete, así como tampoco lo son los intereses -legales o ilegales, institucionales o facticos- que soportan cada uno de sus actos y cada una de sus palabras, quienes representan la mayor amenaza para la humanidad, sino que lo son, por lo contrario, todos aquellos actores (medios de comunicación tradicionales, homólogos del mandatario al frente de otras naciones, think tanks, universidades, analistas a sueldo, empresarios privados, el vulgo), quienes, al aferrarse a la idea de que Trump es una anormalidad, una lamentable excepción a las reglas de la alta y solemne política, continúan interpretando el mundo -e intentando explicarlo- a partir del imperativo de recobrar esas formas cortesanas, esos simbolismos tan políticamente correctos, al margen y a pesar de las políticas estadounidenses desplegadas alrededor del mundo.

¿Por qué? No porque los despliegues militares estadounidenses, sus cambios introducidos en las reglas del comercio internacional, sus modificaciones forzadas en el sector financiero global, sus alteraciones en el reparto de los mercados regionales (con particular énfasis en los energéticos) o sus refuncionalizaciones en una multitud de otros campos (migración, medio ambiente, ciencia, educación, cultura, etc.) no sean, por sí mismas, preocupantes por las devastadoras consecuencias que ya comienzan a tener -y que proyectan para el futuro inmediato, con la posibilidad de alcanzar puntos de no retorno en algunas de ellas. De hecho, lo son, en toda la extensión del término.

Más bien, Trump y su gabinete son riesgos civilizatorios de segundo orden, frente a aquel que representan todos esos actores que observan el acontecer cotidiano con la aspiración de regresar a ese viejo orden pretrumpiano, porque, en estricto, el mayor o menor grado de éxito de la actual agenda de intereses globales de Estados Unidos depende de una correcta percepción del significado que realmente tiene cada modificación en las políticas internacionales vigentes.
Es claro que con Trump o sin él, el gobierno de Estados Unidos, en general, y su complejo militar-financiero-científico-tecnológico, en particular, representan la mayor amenaza civilizatoria de los últimos tres siglos. Y en este sentido, la administración Trump significa, más que un cambio de sentido, más que un retroceso o una abierta negación a alguna especie de movimiento inercial, un potenciador de prácticas, proyectos y políticas que ya ocurrían por debajo de la percepción pública (la mayoría de las veces, como denuncias de movimientos de resistencia que la ahora oposición al trumpismo -y antes, como hoy, establishment del capitalismo moderno- ignoraba por considerarlas radicales, reaccionarias).

Quizá el evento que mejor ejemplifica esta perversa dinámica -o por lo menos el más reciente de una larga lista- sea el reconocimiento de la ciudad de Jerusalén como la capital histórica, legítima del estado de Israel. Y es que, si algo ha dejado entrever la situación que se desató a partir de este viraje (si es que se le puede nombrar así a una decisión que ya se había legislado desde 1995, en la the Jerusalem Embassy Act, pospuesta cada seis meses por cada presidente después de Clinton) en la política estadounidense sobre la ciudad, es que esa masa amorfa de observadores, analistas e intérpretes de las acciones del gobierno de Trump se mantienen en una línea narrativa en la que cada acto y sentencia del presidente estadounidense es considerada como una decisión irracional, aleatoria y sin ninguna finalidad objetiva que beneficie a Estados Unidos, pues se aprecian apenas como meras ocurrencias.

No teniéndose necesidad de profundizar y solidificar las relaciones que existen entre Israel y Estados Unidos, la decisión de Trump sobre Jerusalén parece simplemente incoherente, más aun, teniendo en cuenta, por un lado, que los principales estrategas de Estados Unidos en la región no han escatimado recursos en apoyar a los movimientos ultraderechistas del judaísmo; y por el otro, que en el plano doméstico el apoyo a la decisión, por término medio, no rebasa porcentajes de entre el cuarenta y el cincuenta por ciento -incluyendo a los sectores evangélicos más conservadores y ortodoxos.

En última instancia, el reconocimiento de Jerusalén como capital israelita se percibe como la única decisión que no se debía tomar si no se busca ir en contra de cada una de las políticas estadounidenses activas en Oriente Medio, Asia Central y el Norte de África; es decir, se concibe como la antítesis de la pacificación regional, de los mandatos del Consejo de Seguridad en diversos temas, del combate al terrorismo islámico y de la contención de la influencia iraní en la zona. Así pues, en el mejor de los casos, las ocurrencias del actual presidente estadounidense podrían explicarse como un error de cálculo en el que la percepción del mundo musulmán se vio viciada por la ilusión de que el reconocimiento no sería lo suficientemente grave como para sacar a los musulmanes del letargo en el que se encuentran sumidos, en sus realidades, problemas y carencias más inmediatas.

Dos son los problemas que se desprende de estas estrategias discursivas. Por un lado, continúan invisibalizando el hecho de que con o sin reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, por parte de Estados Unidos, las condiciones de facto que se desenvuelven en el curso de la cotidianidad son, ya, las que en el imaginario colectivo general se suponen reservadas para un escenario en donde la diplomacia, las negociaciones y los procesos de paz han fracasado. Es decir,(re)producen y legitiman la idea de que hay dinámicas de pacificación que se están llevando a cabo de manera efectiva, cuando lo cierto es que, a pesar de las once ocasiones en las que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha votado en el sentido de afirmar que «el establecimiento de asentamientos por parte de Israel en territorio palestino ocupado desde 1967, incluida Jerusalén Oriental, no tiene validez legal y constituye una flagrante violación del derecho internacional y un obstáculo importante para el logro de la solución biestatal», la ocupación sigue.

En este sentido, se pierde de vista, también, que en diez de esas once votaciones (la última de las cuales se llevó a cabo el 23 de diciembre de 2016) el gobierno estadounidense bloqueó la aplicación del derecho internacional a la cuestión palestina, ya por la emisión de su derecho a vetar una resolución del Consejo de Seguridad; por boicotear en el terreno bilateral las negociaciones que no resultaran favorables para su alianza con Israel; incrementando sus presupuestos de asistencia militar a este Estado (tres mil millones de dólares anuales); bloqueando las cadenas de producción y suministro palestinas; catalogando a las organizaciones políticas palestinas como agrupaciones terroristas; desplegando campañas mediáticas para justificar moralmente los actos genocidas de Israel, y un largo etcétera.

Pero también, por otro lado, se encuentra el problema de no alcanzar a observar los despliegues militares que se dieron, incluso, antes de que la decisión de Trump se anunciara de manera formal. Y aquí, los eventos a observar son principalmente dos, pues si no se captan en su articulación conjunta se corre el riesgo no sólo de pretender que cada una es una situación aislada de las demás, sino de obviar la racionalidad que subyace a la decisión del reconocimiento de Jerusalén.

a)  La última semana de noviembre, diplomáticos de Siria, Irán y Rusia, así como sus respectivas cadenas mediáticas afines, y hasta el propio presidente ruso, Vladimir Putin, informaron que el conflicto con el Estado Islámico ya había llegado a su fin; teniendo como garantía de dicha victoria la recuperación de la totalidad de los territorio sirios bajo ocupación la agrupación extremista.

b)  Simultáneamente, el gobierno iraquí anunció que en sus propios territorios la lucha en contra del Estado Islámico había finalizado, con la recuperación, también, de la totalidad de territorios que aquella agrupación dominada con su despliegue militar.

Mientras esto ocurría, la administración estadounidense, por medio de su Comando Central (CENTCOMM), instancia encargada de las operaciones militares y de inteligencia estadounidenses en Oriente Próximo y Asia Central, comenzó con el despliegue de tropas adicionales a las ya emplazadas en todos los países que se encuentran bajo el rango de operaciones de dicho comando -además de en la región Norte de África, a cargo del AFRICOMM. El cinco de diciembre, por ejemplo, el Comando Central informó, a través de la plataforma digital de la revista de estudios estratégicos y posicionamiento geopolítico estadounidense, Foreign Policy, que parte del plan de contingencia que se tenía preparado para los meses venideros contempla el emplazamiento de un número mayor de la Flota Antiterrorismo del cuerpo de la Marina (Fleet Antiterrorism Security Teams, o FAST Companies); ello, además, enmarcado en una campaña de reposicionamiento militar mayor, alrededor del globo, denominada Operation New Normal, cuyos detalles aún no se dan a conocer por completo, pero que incluyen el destacamento de mayores contingentes militares en cada país en el que Estados Unidos cuente con una Embajada.

Pero no sólo, pues en caso de que las operaciones desarrolladas por las Compañías FASTpara hacer frente a cualquier contingencia no fuesen suficientes, también se tienen preparadas compañías adicionales, denominadas Special Purpose Marine Air-Ground Task Forces, acompañadas, por cierto, por los mayores portatanques de los que dispone la Armada estadounidense: KC-130 aerial tankers -con una alta capacidad de fuego-; por algunos ejemplares de uno de sus mejores aeronaves militares polivalentes, Bell-Boeing V-22 Osprey; así como por maquinaria de tipo: AV-8B Harrier jump jets, F/A-18 Hornet fighter jets; y, EA-6B Prowler electronic warfare aircraft; todas, parte del mejor armamento que el gobierno estadounidense desplegó en sus bombardeos en Siria.

Y lo cierto es que estas previsiones no son para sorprenderse: están pensadas para sostener conflictos armados de alta intensidad espacial y temporal, como aquellos que se suelen sostener con agrupaciones guerrilleras o terroristas. Y es que sí, la racionalidad subyacente a este tipo de decisiones mantiene activa la previsión de la cantidad de los estallidos sociales, armados y pacíficos, que se pueden desatar en esta región tan balcanizada por las actividades comerciales y militares de Occidente. Conflictos previsibles que, no sobra señalarlo, serían suficiente motivo para comenzar una nueva avanzada bélica, es decir, justificantes necesarios para ampliar la escala de las operaciones militares que se requieren mantener en la zona para contener la creciente influencia de la triada China-Rusia-Irán. Primero se da un pretexto al enemigo para ser violento, y luego se justifica la guerra contra ese enemigo, por esa violencia.

Tal proceder, por supuesto, no carece de riesgos: la formula mantiene los elementos esenciales que se emplearon, de un lado, para balcanizar el Norte África (en eso que desde Occidente se nombra Primavera Árabe); y del otro, para intervenir en sociedades como Siria y Yemen. Y por ello mismo, la ecuación tiene todo el potencial de desarrollar resultados contrarios a los esperados por los aparatos de inteligencia estadounidenses -como los obtenidos en esos otros eventos. Después de todo, por la cantidad de intereses que se pondrían en juego, el margen para mantener a Rusia, China e Irán fuera de la jugada es mínimo. Sólo balcanizar a la región por balcanizarla, esto es, viendo al proceso como el objetivo y no como el medio, alcanza a mejorar la apuesta: en Irak, por lo menos, funcionó como antesala para la reconfiguración que el país tuvo bajo el comando de las empresas estadounidenses.

Cualquiera que sea el caso, mientras fluye la información, lo importante es ser consciente de que la decisión del presidente Trump (y de todo el aparato de inteligencia detrás de él) tiene que ver con muchas dinámicas, menos con el puro reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Continuar con esa narrativa oculta series más complejas de intereses en juego que son, por donde se las quiera ver, mayores que el mantenimiento de la colonización de Palestina.

Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/2017/12/jerusalen-discursos-de-normalidad-y.html

Ricardo Orozco, Lic. en Relaciones Internacionales. Universidad Nacional Autónoma de México

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