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Jorge Mañach, la vanguardia, la República

Fuentes: La Jiribilla

Siempre me ha gustado la hora del crepúsculo, porque es el brevísimo instante en que va cesando la violencia de la luz y predominan los matices. El más variado cromatismo envuelve la ciudad, de repente apacible bajo un manto rojizo. Así debería contarse la historia para descubrir la verdad en los detalles, conscientes como estamos […]

Siempre me ha gustado la hora del crepúsculo, porque es el brevísimo instante en que va cesando la violencia de la luz y predominan los matices. El más variado cromatismo envuelve la ciudad, de repente apacible bajo un manto rojizo. Así debería contarse la historia para descubrir la verdad en los detalles, conscientes como estamos de la imposibilidad de capturar la visión totalizadora del pasado y del presente. En última instancia, importa sobre todo entender la complejidad de los procesos lejanos en el tiempo que todavía nos acompañan desde el fondo de la memoria y los sueños.

Por eso, a las alturas de un siglo XXI que avanza aceleradamente, conviene explorar el agujero negro donde se ha sumido la república neocolonial. La reciente publicación de Más allá del mito, Jorge Mañach y la Revolución cubana, de Rigoberto Segreo y Margarita Segura por la Editorial Oriente, propicia la apertura de un debate necesario en aras de matizar hechos y valoraciones y salvar testimonios de época, antes de que la noche caiga definitivamente sobre los sobrevivientes.

Conservo un recuerdo personal de Jorge Mañach. Mi padre lo conocía desde los tiempos de la vanguardia. Mantuvieron una relación cordial, aunque muchas veces discrepante. La silueta elegante, de rostro bien esculpido y sobrio vestir que entró un día en el aula para iniciar su curso de Historia de la Filosofía, no me era desconocida. Excelente expositor, desarrollaba sus conferencias con fluidez admirable. Involucrado en numerosas tareas, seguía las pautas de Julián Marías. Concentrado en los presocráticos, nunca pudimos conocer a Platón y Aristóteles. Llegaba puntual. Algo distante, se marchaba al término de su clase, sin prestar mucha atención a las inquietudes del ambiente universitario. Una vez graduada, me invitó en alguna ocasión a participar en la Universidad del Aire, gesto generoso teniendo en cuenta mi extrema juventud. Siempre cortés, al terminar la sesión, me acompañaba de regreso a la casa en su auto, un lustroso Cadillac con chofer uniformado.

Cursaba yo el último año de la carrera cuando se produjo el golpe del 10 de marzo. La Universidad inició una huelga indefinida. La necesidad de hacer algo estaba en el ambiente. Con motivo del aniversario del asesinato de Antonio Guiteras, hicimos una peregrinación al cementerio de Colón. Al volver, marchamos a lo largo de la calle 23 hasta la escalinata universitaria. Algo antes, facinerosos al servicio de la dictadura habían agredido el estudio de la emisora CMQ mientras se producía la emisión en vivo de la Universidad del Aire. El acto brutal suscitó el repudio general. En gesto de desagravio, Mañach fue el orador invitado aquel 8 de mayo. Acusó al imperialismo de complicidad con el régimen de facto e incitó a organizar una resistencia pasiva dejando de comprar productos de procedencia norteamericana. Había algo incauto en aquella propuesta, reveladora de la ingenuidad del intelectual y político en el terreno de una práctica concreta de lucha. Con 20 años recién cumplidos, quizá yo no me quedara muy atrás, pero situada en otra perspectiva, veía las cosas de manera diferente. Cuando emprendió la organización del Movimiento de la Nación, llevando a Pardo Llada de copiloto, me atreví a comentarle lo que consideraba un error. Sin saberlo, me adelanté a lo que ocurriría tiempo después. El periodista Pardo era voz poderosa, de claro perfil demagógico. Sus ambiciones podían conducirlo a destronar la cabeza pensante, encarnada por Mañach, nombre ilustre utilizado como vía de legitimación.

En 1959, lo invité a ofrecer una conferencia en la Biblioteca Nacional sobre Henri Bergson con motivo del centenario del nacimiento del filósofo francés. La Universidad de La Habana había retomado los cursos después de la clausura durante la lucha armada contra Batista. Las clases funcionaban en doble turno, por el día y por las noches, dada la gran afluencia de estudiantes, muchos de los cuales ya eran trabajadores. Yo tenía a mi cargo clases de literatura. Coincidía en el edificio recién estrenado de la Facultad de Filosofía y Letras con mis antiguos profesores. En otras áreas se abrió un proceso de depuración contra los colaboradores de la dictadura y contra quienes cobraban su salario sin acudir a las clases. A pesar de su relativa heterogeneidad ideológica, el claustro de la Facultad se mantuvo inmune a ambos pecados. Roberto Agramonte, Manuel Bisbé, Vicentina Antuña, Raimundo Lazo, Salvador Massip y Sara Isalgué procedían del Partido del Pueblo Cubano (ortodoxo). Otros, como Rosario Novoa y Elías Entralgo, personas sin partido, tuvieron siempre una conducta impecable. Libres de tachaduras de otro tipo, Herminio Portell Vilá y Calixto Masó profesaban públicamente un anticomunismo visceral. Vinculado en su juventud a Julio Antonio Mella, Alfonso Bernal del Riesgo, distanciado luego de toda militancia, seguía siendo hombre de izquierda.

En 1960, al igual que lo hiciera poco antes Aureliano Sánchez Arango, profesor de la Facultad de Derecho, Jorge Mañach solicitó aprovechar su año sabático en un contrato en Río Piedras. Ricardo Alarcón recuerda que se reunió con la recién creada Junta de Gobierno de la Universidad para despedirse cordialmente. Estos datos requerirían una verificación más precisa, pero Mañach no parece haber sufrido un acoso particular, aunque sus bien arraigadas ideas lo conducirían a la larga a entrar en conflicto con una Revolución cada vez más radical. Otros deslindes me parecen necesarios. A partir de la Revolución de Octubre, dentro y fuera de Cuba, la presencia de las ideas marxistas desbordó los límites del Partido Comunista, subordinado con la creación de la Tercera Internacional, a la táctica y la estrategia diseñadas por esa organización. Los propios dirigentes del Partido lo reconocieron así al apuntar, entre otros, los errores cometidos con su oposición al gobierno Grau-Guiteras. La instauración de métodos stalinistas aceleró el distanciamiento de muchos que no renunciaron por ello a incorporar conceptos procedentes del materialismo histórico.

Traspasada la primera mitad del siglo XX, las ideas de Jorge Mañach dejaron de tener protagonismo en el campo de la cultura. Después del golpe de Batista, el frente cultural del Partido Socialista Popular en la clandestinidad procuró la convergencia de los sectores intelectuales progresistas. En la Sociedad Nuestro Tiempo operaba una célula del PSP, pero la gran mayoría de sus miembros se adscribió a una definición antimperialista y a tendencias renovadoras en el arte. La diversidad de puntos de vista se mantuvo después del triunfo de la Revolución cubana y se reflejó en las publicaciones de la época. Órganos del Movimiento 26 de julio y del antiguo PSP, los periódicos Revolución y Hoy llegaron a asumir posiciones opuestas en el campo de la cultura. Dirigida primero por Cintio Vitier y luego por Roberto Fernández Retamar, la Nueva Revista Cubana contaba con el patrocinio de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. En esa instancia gubernamental, José Lezama Lima era el encargado de asuntos literarios. En ningún caso, la contraposición entre lo nuevo y lo viejo implicaba negación del pasado. Se planteaba, por el contrario, el rescate de la tradición vigente. Lezama proponía una extensa antología de la poesía cubana. En las artes visuales, la vanguardia accedía a los grandes espacios de legitimación. Respecto a los pintores abstractos, el conocido ensayo de Juan Marinello volvió a circular, aunque no tuvo repercusiones en la política cultural. Publiqué una respuesta a Roberto Fandiño para contrarrestar criterios falaces que apuntaban a involucrar en complicidad con la dictadura a los autores de obras no figurativas. Las numerosas polémicas -a veces muy ásperas- no guardaban relación alguna con el pensamiento de Jorge Mañach. El silencio no se produjo por circunstancias políticas sino por el vuelco radical de las ideas en los 30 años transcurridos desde la aparición de la Revista de Avance.

Se impone entonces analizar lo sucedido con la primera vanguardia. El grupo minorista aglutinó las zonas más inquietas de la segunda generación republicana. El célebre manifiesto definió un programa que no era solo de orden estético. Los acontecimientos históricos aceleraron la dispersión de los fundadores y provocaron luego el estallido del equipo redactor de la Revista. En medio de la lucha política contra Machado, Marinello y Mañach adoptaron líneas políticas progresivamente irreconciliables. Martín Casanovas fue deportado. Carpentier marchó a Francia. Ichazo se dedicó a un periodismo al servicio del stablishment. En oficio similar, Tallet encontró refugio para el silencio. Lizaso tomó la vía de la erudición. El antinjerencismo de Mañach se desdibujó con su presencia en la mediación y su posterior participación en el gobierno de Mendieta auspiciado por el embajador Caffery. Su posterior rechazo del vanguardismo revela una profunda ruptura de orden cultural.

A mi juicio, el vanguardismo rebasó el ámbito de la renovación de los lenguajes artísticos. Desafiante y provocador en su estallido inicial como sucede con todo movimiento que procura conquistar espacio propio, la valoración del acontecimiento desde la perspectiva contemporánea, evidencia la necesidad de separar la cresta de la ola con sus fuegos en la profundidad de las aguas. Se dilucidaban entonces conceptos raigales de cultura y nación, que en lo esencial iban más allá de la percepción de algunos redactores de Avance. Estaban en franca ruptura respecto a los planteamientos de Jorge Mañach en La crisis de la alta cultura en Cuba.

Para valorar el clima intelectual cubano de los 20 del pasado siglo, hay que prescindir de la contraposición filosófica entre idealismo y materialismo. Paradójicamente, las derivaciones del positivismo todavía disponían de un arsenal útil. Azúcar y población en las Antillas, de Ramiro Guerra, dejó una impronta profunda. Propició una relectura de las bases de la historia social del país. Esta comprensión encontraría su complemento más productivo en la rápida evolución del pensamiento de Fernando Ortiz. La cultura popular de origen africano dejaba de ser una «excrecencia» -el término es de Mañach, citado por los autores del libro- requerido de superación mediante la enseñanza. Un sector de la vanguardia comprendió, en cambio, que se trataba de una fuente viva de la cultura nacional. Los músicos tomaron la delantera con los trabajos de Roldán y Caturla, pero en el año de la caída de Machado se darían a conocer Pedro Blanco el negrero, de Lino Novás Calvo, y Ecue Yamba-O, de Alejo Carpentier. De las aguas profundas emergía también la llamada poesía negrista anunciada por Tallet y Ballagas hasta incorporar el ritmo del son con la obra mayor de Nicolás Guillén. En la cultura cubana se estaba produciendo un cambio. El detonante vanguardista cristalizó en las artes visuales cuando regresaron de París los artistas llegados a su primera madurez.

Atrapado en sus contradicciones, Jorge Mañach no pudo valorar la resonancia verdadera del instante fundacional compartido con sus coetáneos de Avance. Justo es reconocer que solo el transcurso del tiempo permitiría delinear las coordenadas de un proceso que involucró a la sociedad cubana y a todas las manifestaciones de la creación artística. Al tomar la palabra, los futuros origenistas sintieron como sus predecesores el apremio por marcar espacio propio. Desde la aparición de Verbum, las diferencias eran estéticas y culturales. Para construir el imaginario de la nación, la función del artista se constituía en una suerte de sacerdocio. Reprocharon a la generación de Avance haber desperdiciado mucho talento en la brega política y en ambiciones carentes de porvenir. En un despertar de implacable radicalismo, Pérez Cisneros condenó a los pintores de la primera vanguardia por haberse con los hallazgos iniciales. Después del primer encontronazo, muy cargado de limón y vinagre, fijó las coordenadas de un decursar histórico signado por la edificación de su Escuela de La Habana.

En el plano de las ideas, sin embargo, el diálogo tropezaba con obstáculos de mayor envergadura. Situado en el ápice de un triángulo, Jorge Mañach se veía asediado a la vez por la izquierda intelectual y por una nueva generación literaria. La autoridad ganada a través de su presencia pública en la política y en la cultura, profesor universitario, miembro de todas las academias, animador de la Universidad del Aire, columnista del Diario de la Marina y colaborador de Bohemia, le concedían a su palabra una alta capacidad de legitimación. El ejercicio del criterio desde tantas tribunas despertaba expectativas y frustraciones.

A mi juicio, la trayectoria de Jorge Mañach ilustra el destino trágico del intelectual en un país subdesarrollado, dependiente y neocolonial. Fue, entre todos sus coetáneos, el primero en mostrar una prosa madura que le ganó el respeto general. Las lides del minorismo lo vincularon con lo más promisorio de su generación. Fue un hombre honrado, algo paternalista, con profundas convicciones éticas. Soñaba con una república edificada según el modelo de la Europa occidental de la primera mitad del siglo XX. Su cosmovisión se forjó en el primer cuarto de la centuria, ajena al debate abierto a partir de la Segunda Guerra Mundial, dominado por fisuras del sistema y por los grandes conflictos derivados de una descolonización incompleta. Discrepo de Segreo y Segura en cuanto a la base social que sustentaba la proyección de Mañach. Hubiera podido ser, en efecto, el ideólogo de una burguesía nacional, si no hubiera sido esta frustrada en su cristalización por la presencia invasora del imperialismo, cuya naturaleza profunda nunca llegó a comprender el ensayista cubano. La intervención yanqui en la guerra de Cuba impuso la Enmienda Platt y favoreció la entrada del gran capital azucarero. Hubo mucho más. Acentuó las deformaciones estructurales heredadas y encadenó la economía al mercado norteamericano. Desaparecida la Enmienda por innecesaria, el tratado de reciprocidad aseguraba el cerrojo con su política arancelaria. La exportación del crudo estaba sujeta a la demanda de las refinerías norteamericanas. Esas regulaciones frenaron el desarrollo de una industria nacional. Los capitalistas cubanos se concentraron en la producción azucarera, en la exportación de productos tradicionales y en la importación de bienes de consumo procedentes del norte. El ferry abarataba la transportación de artículos desde la Florida, lo que no contribuyó a estimular el crecimiento de una marina mercante propia.

Sostenido en una base social ilusoria, Jorge Mañach siguió una senda equivocada. Decente y honesto en lo personal, a pesar de su reiterado antinjerencismo, se comprometió con la mediación Welles y participó en el gobierno Caffery-Batista-Mendieta. No advirtió el acento nacionalista del gobierno de los cien días. Al no entender la naturaleza del imperialismo, no pudo percibir que una política consecuente de defensa de la independencia y la soberanía tenía que conducir de manera inevitable a la radicalización del proceso revolucionario. En el plano cultural, se mantuvo al margen de los cambios conceptuales introducidos en los años de la vanguardia en torno a la valoración de nuestro componente de origen africano. En general, su dedicación a la política y al periodismo devoró su tiempo y sus energías y perdió contacto real con el pulso viviente de la creación artística y literaria. Deslumbrado por la gallardía de Fidel en el Moncada, se atrevió a lo que pocos hubieran hecho entonces. Asumió el prólogo y la tarea de editor en la primera publicación de La historia me absolverá. Exiliado en España, regresó para compartir la euforia colectiva a la hora del triunfo. Quebrantada la salud, influenciado quizá por rumores y comentarios en su entorno inmediato, hubiera resultado imposible para él emprender la revisión a fondo de las ideas que lo acompañaron durante una existencia que sobrepasaba ya las seis décadas. Sus reflexiones en Puerto Rico son el testimonio dramático de un hombre que intenta buscar un asidero y trata de encontrar brújula cuando la noche se le viene encima y se le oscurece el sentido de la propia vida. Martiano ferviente, tanto fue su quebranto físico y moral que en sus apuntes sobre la teoría de la frontera, olvidó la América mestiza del Maestro y sucumbió a la admiración por los sajones emprendedores y enérgicos. Había perdido la fe, esa creencia en lo invisible, incentivo a la permanente superación humana en el reino de este mundo.

Segreo y Segura incluyen en su libro una recopilación de artículos de Mañach publicados en Bohemia entre 1959 y julio del 60. El sabotaje de La Coubre le produce un fuerte impacto emocional. Su palabra se dirige a destinatarios residentes en otros países. Describe con colores vívidos las escenas de destrucción y sangre, el dolor y el silencio de la ciudad, el gigantesco desfile de los milicianos. Alude a la secuencia de acciones de similar carácter que se han venido produciendo en el país desde la promulgación de la reforma agraria y la expropiación de los latifundios norteamericanos. Sugiere con cautela relaciones de causa y efecto. Tanta fuerza tiene el relato que conserva vigencia en la actualidad. El volumen cierra de manera significativa con un comentario sobre la reforma universitaria convocada a través de una declaración de la FEU. Le molesta el tono ríspido, pero reconoce la validez de los argumentos esenciales. Eran las vísperas de la creación de comisiones formadas por estudiantes y profesores para el análisis de los claustros. A los pocos días, la Junta Superior de Gobierno sustituyó el Consejo Universitario, aunque el rector Clemente Inclán conservó todas sus prerrogativas honoríficas. Su palabra y su conducta reconocieron la legitimidad de ese conjunto de medidas. Es evidente, sin embargo, que una ruptura interna avanzaba subrepticiamente en Jorge Mañach. Dos meses más tarde, su decisión de marchar a Puerto Rico estaba tomada.

No corresponde a los estudiosos de esta hora desempeñar el papel de fiscales y abogados defensores en el tribunal de la historia. Hay que recuperar el pasado con todos sus matices para comprender mejor lo que somos y de dónde venimos, a fin de establecer nuestras coordenadas en el presente. Jorge Mañach fue un hombre de su tiempo, apegado a una clase social fallida, atenido a una formación forjada en las ideas que arraigaron en el primer cuarto del siglo XX, un hombre de bien, apasionado defensor de una Cuba imaginada, paulatinamente distanciada de su entraña social y cultural. Segreo y Segura sintieron la necesidad de reivindicar una personalidad olvidada. Han dado a conocer una investigación meritoria. Su obra requiere algunas precisiones históricas y, sobre todo, un acercamiento mayor a los contextos culturales de los años de la vanguardia y del primer decenio revolucionario. Quizá fuera en razón de su salud ya precaria, pero lo cierto es que el autor de La crisis de la alta cultura en Cuba no alcanzó a percibir el curso central de las grandes polémicas ideológicas y culturales que atravesaron los fragorosos 60. El gran mérito de los especialistas holguineros consiste en abrir al examen colectivo una zona insuficientemente explorada del proceso que hemos vivido.

Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2012/n589_08/589_13.html