Cuando José Martí desembarca en un bote junto al general Máximo Gómez y otros cuatro compañeros en una noche procelosa por Playitas de Cajobabo, el 11 de abril de 1895, para incorporarse a la guerra necesaria por la independencia de Cuba, estaba haciendo válida su afirmación al general Antonio Maceo de que los jefes en […]
Cuando José Martí desembarca en un bote junto al general Máximo Gómez y otros cuatro compañeros en una noche procelosa por Playitas de Cajobabo, el 11 de abril de 1895, para incorporarse a la guerra necesaria por la independencia de Cuba, estaba haciendo válida su afirmación al general Antonio Maceo de que los jefes en el exterior podían venir «en una uña».
Martí, el líder político y Gómez, el general en jefe de la contienda, entraban por un punto inhóspido de la región oriental en circunstancias adversas, de ahí que flotaran «ideas diversas y revueltas en el bote», en que en medio de la oscuridad reinante, llovía grueso y se pierde el timón, y los tripulantes reman y ayudan en la maniobra por mantener el rumbo al abra. En un instante, como para guiar a los expedicionarios, «la luna asoma, roja, bajo una nube.» Y al fin se arriba «a una playa de piedras». Al pisar tierra, aquellos hombres experimentan «dicha grande» e inician el largo periplo que los conducirá al cabo de varios días a encontrar e incorporarse a las fuerzas revolucionarias de la región y del país que les esperaban.
Martí llegaba con la convicción que un día había expresado: «A servir modestamente a los hombres me preparo; a andar con el libro al hombro, por los caminos de la vida nueva; a auxiliar, como soldado humilde, todo brioso y honrado propósito; a morir de la mano de la libertad, pobre y fieramente.» Pero también con la determinación de estar a la altura de los actos heroicos que entrañaba la guerra que desataba después de muchos años de estrategias políticas unitarias. Y el día 14 de abril señala en su Diario de Campaña: «Sigo con mi rifle y mis 100 cápsulas, loma abajo… » Y el día 15 se produce un hecho excepcional que reconoce como verdaderas batallas las que había librado durante años en la preparación de la guerra que lidera. Y así lo describe: «Gómez, al pié del monte, en la vereda sembrada de plátanos, con la cañada abajo, me dice, bello y enternecido, que, aparte de reconocer en mi al Delegado, el Ejército Libertador, por él su gefe electo en consejo de gefes, me nombra Mayor General. Lo abrazo. Me abrazan todos.»
Sobre el comportamiento de Martí en estas jornadas, dio testimonio Gómez en su Diario: El 14 apunta: «Nos admiramos los viejos guerreros acostumbrados a estas rudezas, de la resistencia de Martí -que nos acompaña sin flojeras de ninguna especie». Y más adelante, el 21 de abril, señala: «Martí, al que suponíamos débil por lo poco acostumbrado a las fatigas de estas marchas, sigue fuerte y sin miedo».
El acto heroico supremo se produjo finalmente el 19 de mayo de 1895 cuando cayó abatido por las balas españolas en un instante aciago en que el recién nombrado Mayor General José Martí libraba su primer y último combate, para alcanzar la inmortalidad después de su viaje humano. Ratificaba en ese hecho, la idea que transmitió en carta una semana antes a Antonio Maceo: «Vea eso en mí, y no más: un peleador: de mí, todo lo que ayudea fortalecer y ganar la pelea.-»
En campaña, la sensibilidad de Martí se evidencia en las numerosas referencias a los heridos y a las características de sus heridas, aunque está preparado para enfrentar cara a cara la muerte y las tragedias de la guerra. El 25 de abril inicia sus apuntes con las palabras: «Jornada de guerra». En su Diario apunta:»…¿cómo no me inspira horror, la mancha de sangre que vi en el camino?, ¿ni la sangre a medio secar, de una cabeza que ya está enterrada, con la cartera que le puso de descanso un jinete muerto?»
Ese mismo día refiere en su Diario: «Ahora hurgo el jolongo, y saco de él medicina para los heridos.» Luego describe la labor de auxilio o asistencia a los heridos y su participación directa. Al respecto señala:» ¿Y adónde, al acampar, estaban los heridos? Con trabajo los agrupo, al pie del más grave, que creen pasmado, y viene a andas en una hamaca, colgando de un palo.» (…). ¿Y el agua, que no viene, el agua de los heridos, que al fin traen en un cubo turbio? (…). Y el practicante, ¿dónde está el practicante, que no viene a sus heridos? (…) Al fin llega, arrebujado en una colcha, alegando calentura. Y entre todos (…) de tierna ayuda, curamos al herido de la hamaca, una herida narigona, que entró y salió por la espalda (…) lavamos, iodoformo, algodón fenicado. Al otro, que se vuelve de bruces, no le salió la bala de la espalda: allí está al salir, en el manchón rojo e hinchado: de las sífilis tiene el hombre comida la nariz y la boca: el último, boca y orificio, también en la espalda…»
Y siendo consecuente con aquella idea original sobre lo hermoso de la profesión de enfermero, sobre la que expresó en carta a Gonzalo de Quesada: «La más noble de las ocupaciones, y quién sabe si la más grata, es la de enfermero», Martí narra, en forma admirable, cómo interrumpe sus faenas para ir a socorrer a los enfermos del campamento, enfatizando el valor que tiene el trato cariñoso a estos. Con ello realza el efecto positivo que tiene el componente psicológico y el trato adecuado como parte del tratamiento médico.
«Y han de saber -escribe a Carmen Mantilla y sus hijos- que me han salido habilidades nuevas, y que a cada momento alzo la pluma, o dejo el taburete, y corte de palma en que escribo, para adivinarle a un doliente la maluquera, porque de piedad y de casualidad se me han juntado en el bagaje más remedios que ropa, y no para mí, que no estuve más sano que nunca. Y ello es que tengo acierto, y ya me he ganado mi poco de reputación, sin más que saber cómo está hecho el cuerpo humano, y haber traído conmigo el milagro del yodo, y el cariño, que es otro milagro.»
Y es así como Martí desempeña o ejerce la práctica médica en forma real, aunque elemental, en los campos de Cuba, en los días previos a su caída en combate. Era así consecuente, una vez más, con las ideas que expresara unos años antes: «Es que con vivir yo tan triste, donde no se lo ve, y con trabajar y mis deberes públicos, aún parece que me alcanza espíritu para andar de médico de tribulaciones ajenas».
Su obra portentosa de unir a las viejas y nuevas generaciones de patriotas cubanos en torno a la idea de la guerra por la independencia en una nueva y definitiva etapa histórica, fue posible gracias a ese arte difícil de conjugar voluntades a través del sentimiento de la amistad que equiparaba a la profesión de la medicina, ya que según él «hay médicos diversos, -y el mejor, es un buen amigo». Y valoraba mucho lo que representaba el amor apostólico y la rara ciencia que asistía a los médicos, por lo cual consideraba que «los médicos deberían tener siempre llenas de besos las manos». Y eso cosechaba Martí en los campos de la Cuba insurrecta, donde sin ser proclamado oficialmente Presidente de la República de Cuba en Armas, se le nombraba espontánea y naturalmente como tal en determinados momentos y círculos.
Es indudable que José Martí tuvo una especial sensibilidad para captar en su tiempo las principales ideas y situaciones sobre la medicina, y se proyectó sobre diversos aspectos de la misma, pero además, tuvo y desarrolló una vocación por el ejercicio de la medicina, que fue coherente con su propia personalidad y los sentimientos de amor y solidaridad hacia las personas, que animaron y sustentaron el quehacer infatigable durante su fecunda vida.
Quiso la historia que Martí siguiera los pasos del primer presidente de Cuba en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, que durante años socorría y compartía medicinas y tratamientos con las personas enfermas y proyectaba concepciones y soluciones sobre problemas sanitarios diversos en los territorios insurrectos.