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José Martí y un haitiano extraordinario: contra el racismo

Fuentes: Cubarte

 Empiezo por el gusto de agradecer sendos aportes que han dado al tema dos historiadores: el cubano Rolando Rodríguez y el francés Paul Estrade. El primero localizó en el Archivo Central del Instituto de Historia y Cultura Militar, de Madrid, la papelería que José Martí llevaba consigo el 19 de mayo de 1895 al caer […]

 Empiezo por el gusto de agradecer sendos aportes que han dado al tema dos historiadores: el cubano Rolando Rodríguez y el francés Paul Estrade. El primero localizó en el Archivo Central del Instituto de Historia y Cultura Militar, de Madrid, la papelería que José Martí llevaba consigo el 19 de mayo de 1895 al caer en combate, y la reprodujo, con un prefacio útil, en el cuaderno Martí: los documentos de Dos Ríos (Santa Clara, 2001). Como la generalidad de los documentos de Martí, esos tienen también gran valor, aunque en algún momento «se salió» de ellos -¿sería la única?- una pieza medular: la carta inconclusa a Manuel Mercado, iniciada y fechada por Martí en el Campamento de Dos Ríos la víspera de su muerte. Se conoce gracias a la reproducción facsimilar del manuscrito en Efemérides de la revolución cubana (La Habana, 1920), del otrora capitán español Enrique Ubieta.

Una de mis alegrías en los doce años laborales que entregué a la revista Casa de las Américas fue encauzar editorialmente las «Páginas salvadas» que aportó Estrade al número 233 (octubre-diciembre de 2003), con una valiosa introducción suya de título martiano -«Un haitiano extraordinario»-, y traducidas del francés por Carmen Suárez León. Entre los textos reunidos por Estrade, todos de Anténor Firmin (1850-1911), se halla una semblanza de Toussaint Louverture extraída del libro De l’egalité des races humaines (Anthropologie positive) [De la igualdad de las razas humanas (Antropología positiva)], publicado en 1885.

Al calor de una investigación personal, revisaba el cuaderno de Rodríguez cuando me tocó atender esa colaboración de Estrade en la citada revista, y la coincidencia me generó una sospecha fértil: el autor que en aquellos papeles de Martí sobresalía por su refutación del racismo, y único cuya identificación hizo dudar a Rodríguez -«Parece decir Firmin», acotó el historiador al trascribir las cuatro referencias dadas por Martí-, podía ser el mismo de aquellas «páginas salvadas», a quien Estrade caracteriza como «abogado, jurista, latinista, historiador, economista ducho en asuntos financieros, publicista» y diplomático.

Si a tal posibilidad aludí de pasada en José Martí contra el racismo (Cubarte, 5 de febrero de 2004), en la búsqueda para retomar el tema de ese artículo he comprobado que aquel autor es Anténor Firmin. En los papeles que traía Martí consigo en Dos Ríos hay, escritos «en unas hojas de libreta rayada», informa Rodríguez, «citas y aforismos, copiados básicamente en francés» y «algunos en alemán, español y latín». Los más de doce autores son europeos -Platon, Humboldt, Shopenhaüer, entre otros-, salvo Firmin, a quien representan aproximadamente dos tercios del total de texto que suman los fragmentos.

En un repaso cuidadoso, pero no exhaustivo, hallé entre las páginas 164-165, 174-177 y 189-190 -de las más de seiscientas cincuenta, amplias y nutridas, que forman De l’egalité des races humaines– casi todo lo de Firmin copiado por Martí en aquellas hojas de libreta, incluso un fragmento en el cual, según la trascripción de Rodríguez, el héroe no señaló autor. Es explicable que un libro como ese le interesara a Martí: «que sepamos», señala Estrade, «nadie había arremetido tan abiertamente contra la tesis racista» expuesta por el conde Joseph Arthur de Gobineau «en su famoso Essai sur l’inégalité des races humaines [Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas]». Esa obra, cuatro tomos editados de 1853 a 1855 y reeditados en 1884, ubicó al autor entre los padres putativos del fascismo.

Si Firmin la leyó en su segunda edición, la pronta y maciza respuesta que le dirigió nacería de ideas que maduraba desde antes: informado y justiciero, y negro, sabía urgente refutar el racismo, y se lo confirmó el libro de Gobineau, reimpreso «cuando en el congreso de Berlín las grandes potencias colonialistas se repartían el África olímpicamente», apunta Estrade. Al honrar a Louverture en su impugnación del aristócrata francés, Firmin expresa que lo hace en el «momento en que todas las universidades europeas se reunirían para apoyar la teoría de la desigualdad de las razas, la inferioridad nativa y especial del negro».

En carta fechada el 9 de junio de 1893 en Cabo Haitiano, donde vivía Firmin, Martí le escribió a su amigo y colaborador puertorriqueño Sotero Figueroa: «Ayer hablé de Vd. con un haitiano extraordinario, que por Betances y por Patria lo conocía: con Anténor Firmin». En «Betances, Martí y el proyecto de Confederación Antillana» (1907), reproducido en parte por Estrade, Firmin rememora aquella ocasión en que «el incomparable José Martí» lo visitó «en nombre del doctor Betances»: las «conversaciones giraron en torno al gran problema de la independencia cubana y la posibilidad de una Confederación Antillana», proyecto que Betances animaba desde París, donde representaba al Partido Revolucionario Cubano, fundado por Martí el año anterior, como el periódico Patria. Firmin concluye: «Excepto algunas reservas prácticas, estuvimos absolutamente de acuerdo en los principios. Experimentamos una irresistible simpatía el uno por el otro».

Martí y Betances tenían razones para admirar a Firmin. En 1891, cuando sesionó en Washington la Conferencia Monetaria Internacional Americana, era ministro de Relaciones Exteriores, y coadyuvó a frenar la ofensiva de los Estados Unidos sobre su país, al firmar, comenta Estrade, «una de esas cartas que han de figurar en el libro de oro de las ‘cancillerías de la dignidad’ latinoamericana». Se sabe que Martí brilló en el enfrentamiento a la Conferencia y al Congreso Internacional del que ella se derivó, celebrado en «aquel invierno de angustia», como el autor de Versos sencillos calificó al de 1889-1890.

Las citas de Firmin que Martí llevaba al morir, están en francés; pero no siempre son reproducciones textuales, sino más bien extractos para su uso personal: tienen cortes, incorporaciones y algún comentario o acotación del propio Martí, como el paréntesis «(sans raison)» -«(sin motivo)«, traduce Rodríguez- en el pasaje sobre lingüística donde Firmin trata «la famille dite indo-européenne» (189), y él escribe: «la famille dite (sans raison) indo-européenne» [«la familia llamada (sin razón) indoeuropea», o, en la versión de Rodríguez, «la familia a la que se ha dado en llamar (sin motivo) indoeuropea»].

Martí hizo una lectura analítica, no mera copia: no tradujo a Firmin, lo pensó. Tal vez eso dificulte hallar los dos o tres fragmentos breves aún no localizados en el corpulento libro, que pudo leer en cualquier momento, incluso antes de visitar al autor. Pero en ese caso habría asomado quizás algún indicio en la conversación, y en los testimonios que ambos dieron de ella, y supondría que Martí cargó durante años las hojas de libreta mencionadas. Llegó a Cuba en 1895 tras un periplo de más de dos meses por otras tierras y aguas del Caribe insular, sobre todo República Dominicana y Haití. ¿Lo habrá leído en ese trayecto?

Al reseñar en su diario el 3 de marzo (día en que llega a Cabo Haitiano), cita un libro que se editó en París en 1893, también en francés, pero distante del sentido justiciero de Firmin: «Hallo, en un montón de libros olvidados bajo una consola, uno que yo no conocía: Les mères chrétiennes des contemporains illustres» [Las madres cristianas de contemporáneos ilustres], que «es rico, de página mayor, con los cantos dorados, y la cubierta roja y oro. El índice, más que del libro, lo es de la sociedad, ya hueca, que se acaba: ‘Las altas esferas de la sociedad’.-‘El mundo de las letras’.-‘El clero’.-‘Las carreras liberales’.-» No nombra a ninguna de las madres biografiadas -entre quienes se hallan la de Napoleón Bonaparte y la de George Washington-, pero mira a lo hondo y afirma que la obra está escrita «con la maña de la biografía», «para fomentar […] la devoción práctica» por «la confesión, el ‘buen cura’, el ‘santo abad’, el rezo».

Aunque pudiera suponerse que en aquel viaje no tendría tiempo más que para hojear el libro, su ágil voracidad de lector era inmensa, y no se limitó a describirlo: desplegó sus propias ideas. Con espacio apenas para una glosa mínima, citemos: «como aún se las entiende», las carreras «son odioso, y pernicioso, residuo de la trama de complicidades con que, desviada por los intereses propios de su primitiva y justa potencia unificadora, se mantuvo, y mantiene aún, la sociedad autoritaria […], aquella basada en el concepto, sincero o fingido, de la desigualdad humana, […] mero resto del estado bárbaro».

El libro de Firmin, cuando y dondequiera que lo haya leído, le mereció atención y respeto. En ello sería determinante la fuerte refutación del racismo hecha por el autor haitiano con una perspectiva que atraería su atención más que la escuela en que el autor se ubicaba. En un pasaje que no figura entre los que llevaba consigo en Dos Ríos se lee: «la doctrina antifilosófica y seudocientífica de la desigualdad de las razas reposa sobre la idea de la explotación del hombre por el hombre» (204).

Martí en su diario evidencia que, camino de la guerra, buscaba, encargaba y leía libros. Naturalmente, le interesarían en especial los que nutrían argumentos útiles para la lucha justiciera: ya por condensar ideas que le fueran afines, como el de Firmin, ya por suscitar debates, como Les mères chrétiennes… El 8 de abril, otra vez en Cabo Haitiano, anotó con los énfasis aquí marcados: «Por el poder de resistencia del indio se calcula cuál puede ser su poder de originalidad, y por tanto de iniciación, en cuanto lo encariñen, lo muevan a fe justa, y emancipen y deshielen su naturaleza.-Leo sobre indios».

No recuerda este articulista ningún texto en que Martí mencione a Gobineau. Pero, al expresar sus ideas, combatía de hecho el racismo del Conde. Se sabe que a menudo, como para no reducir la polémica a cuestión personal, callaba el nombre de aquellos a quienes rebatía. Con respecto a criterios racistas de Domingo Faustino Sarmiento inspirados acaso en Gobineau, lo hizo así en «Nuestra América» (1891), al proclamar: «No hay lucha entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».

En ese mismo texto, de perspectiva radicalmente emancipadora, llevó la refutación del racismo a lo más profundo: «No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre». Esas declaraciones -cuya actualidad sería todavía mayor si sustituyésemos hombre por ser humano– no significan que desconociera la importancia que el elemento llamado racial tiene en lo individual y en la historia.

Si en medio de enormes y complejas tareas, tal vez mientras marchaba hacia la guerra, braceó en el libro de Firmin, no lo hizo solamente por su insaciable curiosidad intelectual. Sabía que, para alcanzar la República moral por la que luchaba -y que sigue y seguirá siendo inspiradora- sería necesario combatir la discriminación y la opresión de unos seres humanos por otros. No fue mera casualidad que al caer en campaña trajera consigo fragmentos de la obra de Firmin junto a otros documentos de interés, a las balas y al revólver de pelear, y a los objetos personales y familiares que tenía como escudo.

Para prologar la reedición de ese libro, o una buena selección de sus páginas, sobre las que ha pasado bastante más de un siglo, nadie mejor preparado que el antillanista Estrade. Y, para su publicación en español, ningún país mejor destinado que Cuba, no sólo porque el autor lo visitó -la Biblioteca Nacional José Martí guarda un ejemplar autografiado por él en La Habana el 21 de abril de 1909-, sino, sobre todo, por razones de fondo: al «incomparable José Martí» y al «haitiano extraordinario» los unió la afinidad de ideas, y el primero de ellos, Máximo Gómez y sus compañeros expedicionarios llegaron el 11 de abril de 1895 a Cuba tras haber recibido del cónsul de Haití en Gran Inagua, M.B. Barbes, un apoyo que incluyó -según Martí mismo- el otorgamiento de pasaportes. Hijo de la patria de Louverture, Barbes simpatizaba con la causa cubana.

Son hitos de la hermandad entre el primer pueblo de nuestra América en librarse del yugo colonial y el primero en librarse del neocolonialismo. Reforzada ante la tragedia cuyas consecuencias aún sufre Haití, esa hermandad se inscribe en planes de integración de nuestra América en los que tiene sitio la herencia del proyecto de Confederación Antillana que Firmin honra en su ya citado texto de 1907. Aludiendo a los hechos de 1898, marcados por la intervención estadounidense, declara: «el sueño de la Confederación Antillana permaneció siempre vivo en un rincón de mi cerebro; pero cada vez que surge, la idea me provoca un temblor doloroso. Me recuerda inevitablemente a los dos grandes muertos que fueron sus prestigiosos campeones: José Martí, que cayó en Dos Ríos bajo las balas españolas, y Betances, destrozado por la falta de generosidad [norte]americana».

Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=14961