En las sociedades tradicionales, hasta el final del Antiguo Régimen, los jueces han sido siempre los reyes o las personas en quienes ellos delegaran. Eso era así porque su principal función era la de resolver con equidad los conflictos sociales. Los jueces debían ser personas imaginativas y esencialmente justas, capaces de buscar soluciones ingeniosas para imponer siempre lo que consideraban más razonable en cada caso. El gran cambio democrático iniciado con la Revolución francesa es que no es el poder, sino la sociedad entera, quien decide qué es justo o injusto. Y lo hace mediante la ley. La esencia de la democracia radica en que la mayoría social, a través de su representación parlamentaria, dicta las leyes que nos rigen. En democracia los jueces son unos meros funcionarios encargados de hacer que se respeten esas leyes aprobadas por las mayorías políticas. No pueden ni deben aportar ninguna creatividad, solo conocer las leyes y aplicarlas.
Parecería, pues, que nuestro Tribunal Supremo vive aún anclado en el Antiguo Régimen. Los magistrados que lo componen han decidido no aplicar las leyes que les parecen injustas, por más que hayan sido aprobadas por las Cortes emanadas de las últimas elecciones generales legítimamente. Tienen -como muchos jueces españoles- una idea errónea de su papel constitucional. Creen que su tarea es defender España y que para ello, si creen que el Parlamento se equivoca, pueden sustituirlo ellos. Así, no han dudado en prescindir de los dispuesto en la Ley de Amnistía y, mediante argumentos disparatados, negarse a aplicarla a los líderes independentistas catalanes.
Seguramente estos jueces creen que al actuar así están salvando al país. Están convencidos de que es mejor no negociar con los independentistas catalanes. Defienden que el soberanismo se combate mejor con mano dura y saben que España necesita que Pedro Sánchez deje de una vez de ser Presidente del Gobierno. El problema no es que opinen eso (en lo que coinciden con muchos españoles, aunque menos de la mitad), sino que crean que por ser jueces su opinión vale más que la del resto. Abusan de su posición como árbitros del sistema legal para sustituir la voluntad expresada en las elecciones por la suya propia. Son extremadamente conservadores y con sus decisiones compensan el hecho de que el Partido Popular no consiguiera suficientes votos como para gobernar en las últimas elecciones.
Es cierto que fue ese partido político el que los nombró, eligiéndolos discrecionalmente de entre los miles de jueces españoles para ese cargo. Fueron designados como magistrados del Supremo sin más mérito que tener el apoyo de los vocales del Consejo General del Poder Judicial nombrados para ello por el Partido Popular. Sin embargo, la politización del órgano de gobierno de los jueces no implica necesariamente similar politización de la justicia. Sucede solo por la colaboración de magistrados con escaso sentido de la independencia y la imparcialidad. Solo así llegamos a este tipo de decisiones formalmente judiciales, pero sustancialmente políticas.
Muy probablemente, los jueces del Supremo viven lo que en realidad es falta de integridad como un servicio al Estado y la unidad de España. No prevarican, porque para eso deberían ser conscientes de su papel constitucional y saltárselo deliberadamente. La Constitución señala que la ley aprobada por el parlamento es la auténtica voluntad popular y que a ella deben someterse los jueces. En ese sentido, estos magistrados han vulnerado el deber esencial de un juez en democracia, que es aplicar las leyes, sean las que sean. Sin embargo, lo hacen por el convencimiento de que su papel es salvarnos a todos de las garras de la izquierda y el independentismo. No son conscientes de estar dinamitando el sistema legal, porque asumen que el sistema son ellos.
El Estado de Derecho se desmorona, pues, por su flanco más débil: la falta de formación democrática y de imparcialidad de la magistratura española. Quizás pensábamos que las elecciones sirven para elegir a unos políticos capaces de tomar decisiones que guíen a la sociedad en la dirección que ésta mayoritariamente señale. Los magistrados del Tribunal Supremo nos recuerdan que no es así. Que estamos en sus manos y que, como en el Antiguo Régimen, son ellos los que deciden adónde tenemos que ir todos.
Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional. Es autor de La Justicia en el banquilllo (arpa, 2024).