La Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero con motivo de la guerra en España fue una idea de Franco y un instrumento para recuperar los privilegios secularizados por la República.
La Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero con motivo de la guerra en España, fechada el 1 de julio de 1937 y y publicada el 10 de agosto por la Conferencia de Metropolitanos –antecedente de la Conferencia Episcopal–, se inscribía en la tradición inaugurada el 1 de enero de 1870, cuando los obispos españoles que participaban en el Concilio Vaticano I se dirigieron al Congreso de los Diputados surgido de la Revolución Gloriosa de 1868 para oponerse al proyecto de ley del Gobierno Provisional sobre la obligatoriedad del matrimonio civil. Desde entonces, ha sido una de las maneras de la jerarquía eclesiástica de intervenir en la vida política.
Proclamada la II República, se sucedieron los pronunciamientos colectivos de los obispos: el primero se emitió el 15 de mayo de 1931 como Declaración colectiva de los Reverendísimos Prelados Metropolitanos, los titulares de las archidiócesis. Con ella, los arzobispos eludieron las presiones del cardenal primado, Pedro Segura, que pretendía convertir en declaración unánime del episcopado español su furibunda pastoral promonárquica y antirrepublicana del 2 de mayo, Sobre los deberes de los católicos en la hora actual, en la que daba por supuesta la persecución de la Iglesia –que para algunos autores contribuyó a que se desencadenara–, avisaba de su derecho a defenderse y urgía a los católicos a la unión política, pretensión a lo que se oponían varios obispos, disconformes con el extremismo de Segura. A ésta siguió otra, el 15 de agosto, redactada también por Segura –“Una declaración colectiva de un sólo hombre”, criticaron los arzobispos discrepantes–, en la que se atacaba el proyecto de Constitución que se estudiaba en la comisión del Congreso de los Diputados; rechazaba “como principio anticristiano, absurdo y disolvente, que el Estado es la única fuente y origen de todos los derechos”; afirmaba que “la impiedad inoculó los gérmenes de esta peste del laicismo, cuyos frutos estamos viendo”, alertaba de “la gravedad de la actual situación religiosa en nuestra patria” y convocaba a la acción política para preservar “la norma inviolable de mantener incólume los derechos de la Iglesia”.
Segura desoyó las voces moderadas que consideraban precipitado atacar un proyecto que estaba en discusiones preliminares y que, en todo caso, se dirigiera como mensaje reservado a los diputados y no público a los fieles para no enconar la situación. Además, la publicó en El Siglo Futuro, periódico del carlismo integrista, sensacionalista y ferozmente antirrepublicano –la República “está en manos de masones y judíos”, repetía a diario–. El católico y moderado presidente Niceto Alcalá-Zamora, lo acusó de “acaudillar un levantamiento antirrepublicano de carlistas y alfonsinos: en el fondo, que alentaba una cuarta guerra civil”, según le dijo al moderado arzobispo de Tarragona, el también cardenal primado Francesc d’Assís Vidal i Barraquer, principal disidente de la agresividad de Segura, conectado con la teología del humanismo cristiano que se imponía en Europa e interlocutor habitual del cardenal Eugenio Pacelli, secretario de Estado de Pío XI, a quien sucedería en el papado con el nombre de Pío XII.
La declaración colectiva de 20 de diciembre de 1931 fue unánime, firmada por 59 obispos y vicarios: el 9 de diciembre había sido promulgada la Constitución republicana con dos artículos que permitieron a Manuel Azaña, presidente del Consejo de Ministros, decir que “España ha dejado de ser católica”: el artículo 3º, “El Estado español no tiene religión oficial”, y el 26º, “Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas”. Un “atentado jurídico”, para la Iglesia, que acataba el régimen republicano pero atacaba la Constitución para defenderse no sólo de lo que lesionaba los intereses eclesiásticos sino también para arremeter contra todo lo que suponía democratización secular de la sociedad española, desde el divorcio y el matrimonio civil hasta la regulación de la incineración voluntaria, práctica considerada cuasi demoníaca. La declaración colectiva contestaba con otro “atentado jurídico” mayor, induciendo a la desobediencia: “Los católicos acatarán el poder civil en la forma que de hecho exista y, dentro de la legalidad constituida, practicarán todos los derechos y deberes del buen ciudadano. Una distinción, empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima distinción que debe establecerse entre poder constituido y legislación. (…) La aceptación del primero no implica (…) de ningún modo la conformidad, menos aún la obediencia a la segunda, en aquello que esté en oposición con la ley de Dios y de la Iglesia”.
Hubo otras declaraciones colectivas conforme se promulgaban leyes que desarrollaban los preceptos constitucionales: el 25 de julio de 1932, contra la ley sobre matrimonio civil y canónico y el 3 de junio de 1933, contra la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, cuyo artículo 3º prohibía a las órdenes y congregaciones religiosas dedicarse a la enseñanza; los obispos, a su vez, prohibían a sus fieles asistir “a las escuelas acatólicas, neutras o mixtas” y los impulsaba a fundar y sostener “escuelas católicas homogéneas”.
Ésta coincidió en fecha y contenido con la encíclica de Pío XI Dilectissima Nobis (“Dilectísima [España] nuestra”), dirigida “A los Obispos, al Clero y a todo el Pueblo de España sobre la injusta situación creada a la Iglesia Católica en España”, que condenaba la ley aprobada, manifestando “con amargura de corazón, que en ella, ya desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia que, desgraciadamente, había sido sancionada en la nueva Constitución española”. La similitud del esquema discursivo de protesta y condena de la ley indica que el cardenal Isidre Gomà –nombrado primado de España tres semanas antes, en sustitución de Segura–, que había redactado el texto episcopal, debía de conocer la encíclica vaticana.
Dada la hostilidad republicana, el Vaticano prefirió elegir como cabeza de la Iglesia en España a Gomà, cuyo radicalismo lo había convertido en líder sucesor, expulsado el cardenal Segura, de la facción más intransigente, en vez de al moderado Vidal i Barraquer. Gomà sostenía, por ejemplo, que la Iglesia debía controlar la enseñanza por derecho divino, y, por lo mismo, “poner la mano sobre la ciencia para encauzarla por la ley de Dios, y denunciar y echar fuera libros y maestros que no se ajusten a esta obligación”.
Apoyo a Franco y justificación propia
Ya en plena guerra, Franco echó mano de la tradición y en 1937 propuso a Gomà una sociedad de socorros mutuos: un pronunciamiento favorable de la jerarquía con alcance internacional no sólo legitimaría el conflicto bélico civil sino que proporcionaría al episcopado explicarse ante sus homónimos extranjeros, que si bien habían manifestado su solidaridad y actuado coherentemente ante las penalidades de la Iglesia española, las crueles matanzas de civiles y el empeño en considerarla una guerra de religión habían debilitado la solidez de su actitud fronteras afuera.
La Carta colectiva del Episcopado español a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España, fechada el día 1 de julio de 1937 y publicada el 10 de agosto, fue firmada por 41 obispos y cinco vicarios capitulares y sólo tres se negaron a hacerlo, el de Tarragona, Vidal i Barraquer; el de Vitoria, Mateo Múgica, y el de Orihuela, Francisco Javier de Irastorza, además de quienes no pudieron firmarla, bien porque no se les pasó, como al de Menorca, Juan Torres Ribas, 92 años, se dijo que por su incapacidad y estar en zona roja, o porque estaban exiliados sin jurisdicción –como el cardenal Segura–. Prácticamente, unanimidad, a pesar de que varios de ellos señalaron al primado que no les parecía momento adecuado para el pronunciamiento, aunque se plegaban obedientemente a lo que decidiera Gomà, redactor del escrito.
El obispo Múgica, otro doblemente expulsado de España, primero por la República y luego por la dictadura, le explicó a Pacelli por qué no firmaba la carta: “Según el episcopado español, en la España de Franco la justicia es bien administrada, y esto no es verdad. Yo tengo nutridísimas listas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares asesinados impunemente sin juicio y sin formalidad jurídica”. Y a Gomà le dijo que no firmaría un documento de exaltación de asesinos.
El leitmotiv de la Carta debían ser las matanzas de religiosos, la defensa propia, pero el gobierno de Largo Caballero (de 4 de septiembre de 1936 a 17 de mayo de 1937) y las organizaciones políticas y obreras ya habían impuesto el orden y los asesinatos de religiosos y laicos católicos se habían reducido a episodios aislados. En cambio, las carnicerías y la represión de quienes se hacían llamar ‘nacionales’ –denominación robada a los republicanos para enmascarar la procedencia extranjera de sus tropas– eran rechazadas de plano por los círculos influyentes del catolicismo internacional, especialmente del francés, donde el prestigioso pensador Jacques Maritain había inclinado a la jerarquía a la causa republicana, que no ignoraba que la mayoría de sus fieles rechazaban el fascismo rampante que descubría su verdadero rostro, monstruoso, en España. A Gomà le obsesionaba contestar a ese humanismo cristiano; así, tras los agradecimientos por las “múltiples manifestaciones de afecto y condolencias del Episcopado católico extranjero” y “la gran caridad que se nos ha manifestado de todos los puntos de la tierra”, lo revelaban los primeros párrafos de la Carta: “con nuestra gratitud, Venerables Hermanos, debemos manifestaros nuestro dolor por el desconocimiento de la verdad de lo que en España ocurre”.
El escrito, que proclamaba no ser de tesis sino descriptivo de la realidad, contenía en sus nueve apartados 35 alusiones al “comunismo”, pero ni una sola a los otros dos tópicos más utilizados por los golpistas, el episcopado y el clero ilustrado para señalar a los causantes de los males de España: tanto “los judíos” como “los masones” disfrutaron de un indulto excepcional y pasajero. Por censura o por indicación no discutible de la secretaría de Estado vaticana se arrinconaron junto a la guerra santa, que no se mencionaba, y la cruzada –no citada más que una vez y como referencia a las históricas, ausencia que enmendó la prensa golpista de acuerdo a las consignas: “La altísima significación de la Cruzada Nacional. Carta colectiva de los obispos españoles”, tituló ABC de Sevilla, que la publicó en entregas desde el 10 de agosto de 1937–; el “¡Viva Cristo Rey!” –también citado en solitario y como acompañamiento de un “¡Viva España!” con el que “millares de españoles han dado su sangre”– y, finalmente, el nombre de Franco, cuya única alusión era para la contenida en la cita literal de lo publicado por “una revista”, seguramente la de los dominicos franceses donde escribía Maritain, y para rechazar de plano su razonamiento: “A pesar de los desmanes de los rojos queda en pie la verdad que si Franco no se hubiese alzado, los centenares o millones [sic] de sacerdotes que han sido asesinados hubiesen conservado la vida y hubiesen continuado haciendo en las almas la obra de Dios”.
Mentiras y falsificaciones
A las 35 alusiones al comunismo y los comunistas se sumaban otras 9 a Rusia y los rusos (y una más a Moscú), 3 a los soviets y la sovietización y 8 al marxismo y los marxistas, pero no había ninguna a Italia ni a Alemania ni al nacional-socialismo, el nazismo y los nazis ni al fascismo y los fascistas…; en cambio, el “Movimiento Nacional” se citaba más de veinte veces y se dedicaba a su glosa un punto específico, el 7º: “El Movimiento Nacional: sus caracteres”. La intervención de las potencias fascistas, púdicamente aludida como “otros países extranjeros” en ayuda de “la España tradicional”, era consecuencia del auxilio previo del “internacionalismo comunista” al “ejército y pueblo marxista”, una falsedad.
Como era mentira la “prueba documental” que aportaba la Carta, una vaga alocución por radio de “un dirigente anarquista” anónimo que había dicho que: “(…) los militares se nos adelantaron para evitar que llegáramos a desencadenar la revolución”. Pues más que pruebas eran conclusiones extraídas de informaciones imprecisas cuando no se inspiraban en supuestos directamente falsos: así, cuando la Carta decía: “El 27 de Febrero de 1936, a raíz del triunfo del Frente Popular, el [sic] Komintern ruso decretaba la revolución española y la financiaba con exorbitantes cantidades (…) El 16 del mismo mes [mayo de 1936] se reunían en la Casa del Pueblo de Valencia representantes de la URSS con delegados españoles de la III Internacional, resolviendo, en el 9º de sus acuerdos: «Encargar a uno de los radios [sic, por sección o agrupación] de Madrid, el designado con el número 25, integrado por agentes de policía en activo, la eliminación de los personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución»”, es posible que Gomà no supiera –y, desde luego, lo ignoraba el resto de los firmantes del escrito colectivo–que tal reunión no había existido y que los supuestos acuerdos consignados en sus actas no eran sino falsificaciones confeccionadas por los servicios de propaganda de los conjurados golpistas, que fabricaban razones previas al golpe de estado. Aunque no hubiera sido difícil detectarlo, pues, planeado el golpe para una fecha anterior al 18 de julio, los documentos aseguraban que “el Komintern” había decidido “el levantamiento de la izquierda española contra el Frente Popular [sic, la contradictio in terminis] (…) entre el 19 de mayo y el 29 de junio de 1936”.
Franco ya había tratado de endilgarle la falsificación al Foreign Office a través de Frederick Ramón Bertodano y Wilson, VIII marqués del Moral, un fiel secuaz angloespañol desde los primeros momentos de la conspiración y que empleaba en la propaganda exterior. Aprovechando su doble nacionalidad, Bertodano envió el 30 de agosto de 1936 una carta al secretario de estado de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, en la que explicaba que el documento que acompañaba revelaba los planes de los “Cuarteles generales socialistas-comunistas” para realizar un “levantamiento entre el 3 de mayo y el 29 de junio” de 1936. Nadie los consideró “documentos genuinos”, pues, dice el periodista e historiador norteamericano Herbert R. Southworth, las copias fotográficas enviadas eran de tres páginas, “sin membretes, fechas o firmas” ni nada que “pruebe que no han sido mecanografiadas una hora antes de que este hombre las enviara por correo al Foreign Office” (En El lavado de cerebro de Francisco Franco: conspiración y guerra civil, ed. Crítica, 2000).
En todo caso, lo supiera o no, el cardenal Gomà aportó su propia manipulación a los documentos manipulados para incluir a la Iglesia y a los religiosos entre los crímenes que pensaban cometer socialistas y comunistas, cuya suerte le era ajena, cuando no indiferente, a los golpistas, que la ignoraban en sus planes sediciosos…
Su extraordinaria difusión en el extranjero –el gobierno de Burgos la divulgó en “más de 36 ediciones de folletos en castellano, francés, inglés, alemán, húngaro, italiano, checoslovaco, portugués, rumano, latín, chino y ruso”– tuvo resultados, pero no llegó a ser el acicate internacional que se perseguía que fuera definitivo contra la República ni tampoco se tradujo, como se confiaba, en ningún otro apoyo político al pronunciamiento militar más allá de los sospechosos habituales de los que ya gozaba. Y aunque sin duda conmovió y convenció a las jerarquías católicas de todo el orbe –casi un millar de obispos mostraron su apoyo y solidaridad–, conscientes de la verdadera magnitud de la pesadumbre de la Iglesia española, la Carta colectiva tampoco alcanzó sus objetivos más cercanos y que le interesaban de manera más directa a Gomà: contestar, convincentemente, a la crítica proveniente de los círculos del humanismo cristiano europeo. Pero la justificación de los crímenes de guerra de los golpistas le restaba toda credibilidad al pronunciamiento.
El propio Vaticano, que autorizó su difusión, tomó distancias y consideró la Carta como “polémica religiosa”; en la Exposición Internacional de París de 1937 cedió una capilla a la Iglesia española en el Pabellón Pontificio con la prohibición expresa repartir copias de la Carta a los visitantes y L’Osservatore Romano, órgano oficioso de la Santa Sede, informó de la publicación del texto pero no lo publicó.
Gomà, que había introducido una tímida referencia a la reconciliación al rechazar “una nación humillada” –“la guerra no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata sobre una nación humillada, sino para que resurja el espíritu nacional con la pujanza y la libertad cristiana de los tiempos viejos”–, no tardaría demasiado en darse cuenta de que las cosas eran exactamente lo contrario y en reconocérselo, humilde y atribulado, a Vidal i Barraquer.
A finales de noviembre de 1938 ya tuvo un incómodo enfrentamiento con Franco. Gran Bretaña, que había sido la potencia impulsora del Acuerdo de No Intervención, como una de sus concesiones sumisas a la Alemania de Hitler, había decidido emprender una acción internacional de mediación para terminar con la Guerra de España, presionado el gobierno por la opinión pública a causa de la crueldad y la duración del conflicto. Franco, consciente de que una parte de la Iglesia nacional se oponía a toda mediación o reconciliación, señal de su progresiva integración en las coordenadas del Nuevo Estado, pretendió que Gomà repitiera la operación del escrito colectivo y fuera la jerarquía la que rechazara cualquier intento extranjero de mediación. El cardenal primado rechazó la propuesta sin ambages y sin que Franco pudiera sacarlo del argumento de que los obispos españoles de ninguna manera podían oponerse a “las exhortaciones del papa que preconizan la paz y la fraternidad”. Tuvo que renunciar a la dimensión internacional propagandística de otro pronunciamiento corporativo de la jerarquía y conformarse con el adoctrinamiento interno a cargo de los de los más afectos. Fue el caso del obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay, quien, como otros jerarcas, sería premiado con una poltrona de procurador en Cortes como miembro del Consejo Nacional del Movimiento designado por el jefe del Estado, y que rechazó todo arbitraje con palabras durante mucho tiempo de actualidad: “transigir con el liberalismo democrático (…) absolutamente marxista, sería traicionar a los mártires”, donde liberalismo democrático se refería a las democracias occidentales, marxista a la República y mártires exclusivamente a los suyos.
El largo silencio, la tardía e incompleta contrición
La Iglesia católica española, repantigada en un nacionalcatolicismo que la colmaba de poder y gabelas, no volvió a abrir la boca colectiva hasta once años después, el 28 de mayo de 1948, y fue para exigir mayor preponderancia, la “unidad católica de la Patria”, protestar contra lo que llamaban “proselitismo protestante” y condenar la libertad de cultos que proclamaba el caricaturesco Fuero de los Españoles, cuyo artículo 6º interpretaban a su capricho, como destinado únicamente a los extranjeros residentes en España
Hasta que las huelgas y protestas de los años 50, el paro, la emigración masiva, la injusta distribución de la riqueza no empezaron a mover la conciencia de la jerarquía, ni una sola palabra sobre los fusilamientos masivos, los campos de concentración, el trabajo esclavo, el hambre, la depuración de maestros, la incautación de bienes de los vencidos –el robo–, la ausencia de libertades, la represión de las otras religiones…, en fin, el largo calvario de la dictadura en la inmediata posguerra.
A cambio, la Iglesia no dejó de velar para que las almas de los fieles no se despeñaran al averno a través de las pastorales diocesanas, alertando de los peligros donde acecha el pecado mortal: no santificar las fiestas, el cine inmoral, las lecturas descontroladas, no atender a la reconstrucción material de iglesias, seminarios y conventos…, en busca de una “reconstitución de las costumbres”, que hacía hincapié especialmente en las normas sobre el vestir, aún a riesgo de caer en el ridículo –no con la mirada de hoy sino con la de los años 40 del pasado siglo–: “Es contra la modestia el llevar la manga corta, de manera que no cubra el brazo al menos hasta el codo (…) no llevar medias (…) Se reprueba como práctica inmoral, por ser peligrosa y escandalosa, el que los novios anden solos por lugares apartados, como también el que se permitan actitudes y familiaridades impropias entre los que no están todavía unidos por el santo sacramento del matrimonio (…) Los bailes modernos, bien sea por su reprobable significación o por el modo de abrazarse el hombre y la mujer, constituyen, hablando al menos objetivamente, pecado grave de lujuria o por lo menos de escándalo”. Ni cortándose en revelar sus demonios interiores: “Los niños no deben llevar los muslos desnudos”, rezaba, diríamos, la pastoral de la diócesis de Málaga del 8 de diciembre de 1943.
La jerarquía eclesiástica española se volvía a alinear con sus aliados tradicionales, las fuerzas detentadoras del poder que le habían recuperado por la fuerza sus monopolios perdidos.
Lo que resume la historiadora Conxita Mir: “la Iglesia renunció a convertirse en un poder moderador para la reconciliación”. Y lo que la Iglesia no reconoció hasta la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de septiembre de 1971 en el seminario de Madrid, donde, por empuje de las nuevas generaciones sacerdotales, se aprobó la resolución de pedir perdón por no haber sabido desempeñar un papel conciliador tras la guerra civil, posteriormente ratificada por la XV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, de diciembre del mismo año.
Por su papel en la guerra civil, la Iglesia nunca ha pedido perdón a los vencidos. Pudo hacerlo en su documento La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XXI, de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, de 26 de noviembre de 1999. Pudo hacerlo, como le pedían notables teólogos, como Juan José Tamayo y Enrique Miret Magdalena, y líderes políticos, desde la izquierda al democratacristiano de Convergència i Unió Ignasi Guardans: “Habrá que esperar a que pierdan el miedo a denunciar lo que ocurrió. Admitir la connivencia en el bando nacional entre el franquismo y la jerarquía eclesiástica no significa disminuir el sufrimiento de los católicos que fueron perseguidos por el bando republicano”.
La jerarquía escogió pedir perdón a Dios… “Sería una gran sorpresa que la Conferencia Episcopal hubiera dicho algo distinto, pero al mismo tiempo es una decepción”.