Si se habla de Palestina es que las cosas van mal; si no se habla de Palestina es que las cosas van peor… para los palestinos. Después de casi tres meses de tregua, los medios de comunicación no pueden informar de la muerte de un solo israelí; los medios de comunicación, en consecuencia, han dejado […]
Si se habla de Palestina es que las cosas van mal; si no se habla de Palestina es que las cosas van peor… para los palestinos. Después de casi tres meses de tregua, los medios de comunicación no pueden informar de la muerte de un solo israelí; los medios de comunicación, en consecuencia, han dejado de informar. Palestina ha vuelto a la normalidad: 14 palestinos asesinados (incluidos siete niños), 458 agresiones armadas israelíes, 794 violaciones de territorio, 403 palestinos arrestados, 557 controles volantes, 707 cierres y asedios, 92 ataques de colonos. Con toda normalidad, en estos tres meses ha aumentado, además, el número de árboles arrrancados, de casas demolidas, de tierras confiscadas, mientras la situación económica de los TTOO sigue declinando hacia la catástrofe normalizada. El silencio informativo, como vemos, coopera activamente con el invasor y llama a gritos a los palestinos a romper la tregua, que los hace buenos, sí, pero inexistentes.
El pasado 12 de abril, durante su visita a Washington, Ariel Sharon insistió ante Bush en que «Arafat era ante todo un asesino con el que no había ninguna posibilidad de alcanzar la paz» y que ahora, con Mahmub Abbas, «existe por primera vez la posibilidad de resolver el problema». Que un hombre que desde 1948 viene impune y voluntariosamente buscando una «solución final» para la «cuestión palestina», que ha matado, expulsado, aterrorizado, pauperizado a miles de palestinos, que está construyendo un muro de seiscientos kilómetros en las mismas entrañas de los TTOO, que ha multiplicado los asentamientos en Cisjordania y que jamás ha ocultado su sueño de un Gran Israel poblado por veinte millones de judíos, que un hombre así -digo- considere a Mahmud Abbas (Abu Mazen) un «hombre de paz» es casi una acusación pública de colaboracionismo con el invasor. Nunca colaborará, en todo caso, lo suficiente. Recordemos que también Arafat, «terrorista» durante veinticinco años, fue promovido a la categoría de «hombre de paz» en 1991, tras la primera guerra del Golfo, a fin de que pudiese firmar los claudicantes Acuerdos de Oslo y devuelto a la condición de «terrorista» diez años más tarde, asediado y recluido a continuación en la Muqata de Ramalah y finalmente eliminado (cualquiera que fuese la causa de su muerte) por su incapacidad para sofocar la Segunda Intifada. El problema de Mahmud Abbas es que no es libre para querer lo que quiere y lo que de él esperan EEUU e Israel va mucho más allá del mínimo pragmática y generosamente aceptado por todo el espectro político palestino. Mahmu Abbas querría acatar el diseño estadounidense-israelí, pero para ello tiene que querer -y fundar- un pueblo menos valiente que el suyo. La tregua pactada por todos los grupos de la resistencia (incluido Hamas) y disciplinadamente respetada pese a las continuas provocaciones, ha sido correspondida por Sharon con medidas poco más que simbólicas (la liberación de un centenar de prisioneros y la retirada de un par de ciudades), desmentidas de hecho por la decisión de continuar con la ignominia del muro y la construcción de nuevos asentamientos en Cisjordania y Jerusalén. Mahmud Abbas, que no tiene la autoridad de Arafat y al que desafía de un modo cada vez más claro el sector más joven de Al-Fatah, harto de corrupción y con sus mejores hombres encarcelados, titubea sobre un cable que se afina día a día. La más pequeña concesión al pueblo que lo ha elegido lo convertirá en un «terrorista» más despreciable y menos temible que su predecesor.
Al igual que después de la primera guerra del Golfo, EEUU conduce toda una serie de maniobras más o menos discretas, al margen de las resoluciones 194 y 242 de la ONU, encaminadas a rebajar al mismo tiempo las escuálidas demandas de los palestinos y su legítima resistencia, aislando para ello su destino del resto del mundo árabe. Esta es la estrategia del llamado Medio Oriente Ampliado, proyecto que asocia la hegemonía económica israelí en la zona a la definitiva derrota de la causa palestina; esta es también la explicación de las recientes conversaciones entre Bush y Sharon, imperialmente autorizado a mantener los asentamientos en Cisjordania, de la misión del ministro israelí Salfan Shalom en El Cairo y de la prevista visita a Washington del príncipe Abdallah de Arabia Saudí (a la que quizás seguirá, en último lugar, la del propio Abu Mazen, como para dejarle bien claro su papel: el de simple «acusmático» o «recipiente» de las decisiones que otros toman sobre su país). Este tejemaneje entre bastidores tiene a corto plazo un propósito claro: el de aplazar o suspender sine die las elecciones legislativas en Palestina, las cuales podrían llevar a Hamas, tras su éxito en las municipales de Gaza, a dominar la Asamblea Nacional Palestina, éxito democrático que no interesa ni a Israel ni a Mahmud Abbas. A más largo plazo, sin embargo, se trataría de convertir el llamado Plan de Desconexión de Gaza en el umbral de la definitiva derrota de las ambiciones palestinas. «Lo que se cuece actualmente en las cocinas de Washington, Tel-Aviv, El Cairo y Amman» -traduzco de Abd-al-Barry Atwan, editorialista de Al-Quds– «es el establecimiento, tras la completa retirada israelí prevista para el próximo septiembre, de una República de Gaza reconocida por EEUU y la ONU, so pretexto de que así se da satisfacción al ambicionado Estado palestino en el marco de la aplicación de la Hoja de Ruta que los propios palestinos han aceptado». Como contrapartida, claro, Cisjordania quedaría definitamente a merced del invasor.
Sharon puede convertir a cualquier palestino complaciente en «un hombre de paz», pero ningún palestino honesto podrá hacer lo mismo con Sharon. Sólo a partir de este presupuesto puede abordarse la liberación de Palestina y la constitución de un Estado independiente y sostenible. Palestina es la pequeña herida por la que se desangra el mundo, y hacerla sangrar, aun a costa del mundo, es la «solución final» que palomas negras y halcones rubios vienen aplicando desde 1948 en los TTOO. Excluidas las deseadas soluciones sumarísimas, «eternizar» el problema ha proporcionado grandes tajadas a Israel. Pero «eternizar» el problema en la historia, y a expensas de los propios israelíes a los que se dice defender, significa dejar a un lado la fragilidad de los hombres y la física cualitativa de las acumulaciones. La intensificación de la resistencia en el Iraq ocupado, las presiones sobre Siria, la actividad islamista en Arabia Saudí, la crisis del Líbano, la creciente represión en Jordania, las protestas en El Cairo, y todo esto en el contexto de un imperialismo tecnológicamente incontrolable, deberían hacer pensar incluso a los malvados y enseñarnos a todos que un problema «eterno» no es una solución sino la posibilidad muy real, sobre el terreno, de una catástrofe general que no distinguirá entre judíos y gentiles ni entre occidentales y otros (cualquiera que sea el nombre con que los despreciemos).