En una especie de performance que por aquí puso en boga el diputado Gabriel Rufián en sus tiempos en el Congreso de los Diputados, el embajador israelí ante la Asamblea General de Naciones Unidas, Gilad Erdan, sacó una trituradora de esas manuales, en las que caben cuartillas y no folios (el exhibicionismo histriónico prosionista tiene muy bien calculadas estas cosas) e hizo trizas, en directo mundial, la carta fundacional de la ONU. Protestaba así por la decisión de la Asamblea General de tomar en consideración la integración de Palestina como “Estado de pleno derecho”, medida a la que, a la postre, solo se opusieron nueve Estados. Entre otras sandeces, el individuo afirmó que “mientras muchos de ustedes odian a los judíos, no les importa que los palestinos no sean amantes de la paz… Debería darles vergüenza”, enjarretando las consabidas alusiones a Hitler, comparándolo con Hamás, el terrorismo y la amenaza existencial que pesa sobre el pueblo judío.
Dejando a un lado que no tenemos ni idea de lo que es el tan traído y llevado “Estado palestino”, menos considerando la desastrosa situación en Gaza y las mortíferas incursiones del ejército de ocupación en Cisjordania ante la mirada impasible de la Autoridad Nacional Palestina, el representante israelí no tenía por qué preocuparse: Estados Unidos ya había neutralizado en el Consejo de Seguridad (15 países, cinco con derecho a veto) una intentona similar en abril y volverá a hacerlo llegada la ocasión. Por otro lado, salvo los colombianos y algún otro despistado, nadie protestó demasiado ante esta payasada ofensiva en el corazón de un organismo que jamás en sus 79 años de vida ha tomado ninguna decisión lesiva para el régimen de Tel Aviv, más allá de ciertas resoluciones sobre el retorno de los expulsados palestinos o el cese de los asentamientos. Resoluciones cuyos enunciados y letra pequeña dejaban la puerta abierta a que, al final, no pasara absolutamente nada.
Aquella bufonada fue el 10 de mayo y a buen seguro que el régimen de Tel Aviv tiene preparados otros artilugios, mecheros eléctricos o tijeras de manualidades, para hacer lo propio con la petición del fiscal jefe de la Corte Penal Internacional CPI), Karim Khan, de solicitar órdenes de detención contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y su ministro de Defensa, Yoav Gallant. La orden de arresto efectiva puede demorarse meses, el tiempo que se tomen los miembros de la Corte para dar o quitar la razón a su fiscal; no obstante, el régimen de Tel Aviv ya ha expresado con claridad que de ningún modo piensa reevaluar su campaña “antiterrorista” en Gaza, reincidiendo de paso en una de sus insoportables lecciones sobre qué es el antisemitismo.
Como tampoco sabemos muy bien qué es eso del antisemitismo, por mucho que determinados legisladores estadounidenses, franceses y alemanes nos intenten adoctrinar al respecto con leyes exprés que lo prohíben, tendemos a suponer que el fiscal y la Corte hacen cosas un poco extrañas. Primero, porque la campaña de asesinatos y bombardeos brutales del régimen de Tel Aviv lleva en curso más de seis meses y ya podían haber convenido antes en que Netanyahu y su secuaz están implicados en crímenes de guerra. Segundo, porque solo se incluye a dos representantes civiles del régimen, sin que se diga nada del jefe del Estado Mayor, que es el responsable directo de las atrocidades sionistas sobre el terreno, ni del resto de miembros del gabinete de guerra, algunos de los cuales llaman diariamente, como si nada, a expulsar a cientos de miles de palestinos. Tercero, porque, creíamos, esta petición remite al proceso generado por la denuncia presentada ante La Haya por el Estado de Sudáfrica, en la que se acusaba a Israel de genocidio. Empero, el fiscal no menciona esta palabra, limitándose a hacer referencia a crímenes de guerra y, dentro de estos, a “hacer morir de hambre a civiles como método de guerra”, acto que entra dentro de las modalidades constitutivas del delito de genocidio (“sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que acarreen su destrucción física, total o parcial”). Cuarto, porque, quedándonos en la denuncia de Sudáfrica, en esta no se imputaban delitos de genocidio cometidos por Hamás (se condenaba su ataque del 7 de octubre, eso sí) y, sin embargo, ha metido a tres de sus dirigentes en el asunto, Yahya Sinwar, presidente del buró político en Gaza, Ismail Haniye, mandatario del grupo en el exilio, y Mohammed Diab Ibrahim Al Masri, Mohammed Deif, jefe de su brazo armado, las Brigadas de Izz al-Din Al Qassam. Los acusa también de crímenes de guerra, “asesinato, exterminio, toma de rehenes y actos de violencia sexual”, sin que se entienda muy bien tampoco en qué consiste eso de exterminio aplicado al funesto 7-O (si “exterminaron”, por qué se llevaron a cientos de rehenes; los exterminadores no hacen prisioneros) ni hayamos visto pruebas fehacientes de las violaciones masivas de civiles israelíes que tanto ha propagado la retórica sionista y tan poco ha demostrado. Ni, mucho menos, que alcancemos a comprender si puede compararse el grado de exterminio que pudieron ejercer los milicianos de Hamás a lo largo de un día con el exterminio sistemático llevado a cabo desde hace ocho meses por un ejército que cuenta con uno de los arsenales más mortíferos del planeta; eso, por no mencionar que el fiscal reconoce que “Israel, como todos los Estados, tiene derecho a tomar medidas para defender a su población” (siempre y cuando respete el derecho internacional humanitario), cosa que no se reconoce al pueblo palestino, ni a las entidades u organizaciones que dicen actuar en su nombre. Y quinto, vamos a dejarlo aquí, porque la Corte emitió en enero pasado una resolución en la que se consideraba apta para instruir el caso presentado por Sudáfrica, ateniéndose a que había indicios de que Israel podría haber violado diversos artículos de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Por ello se daba un tiempo para investigar, mientras solicitaba a Israel —no a Hamás— que dilucidara en el plazo de un mes qué había hecho para evitar el daño a civiles e infraestructuras no militares. El régimen de Tel Aviv no ha presentado ninguna evidencia que permita suponer que sus ofensivas han sido menos cruentas desde entonces; más bien, lo contrario, a la luz de sus embestidas criminales en Rafah, Jabalia o Jan Yunis.
Los dirigentes israelíes y estadounidenses llevaban semanas preparándose para esta solicitud por parte del fiscal de la CPI y se ha hablado mucho de las enormes presiones que el propio Khan (de quien se nos recuerda mucho ahora que, además de calvo, es de origen paquistaní y musulmán británico) y el resto de jueces de la Corte han recibido de forma implacable. Como ya dijéramos cuando la CPI dio a conocer su primera decisión sobre la denuncia sudafricana en torno a la comisión de genocidio en Gaza, la iniciativa de Khan podría parecer un paso relativamente importante en la senda anfractuosa de los derechos humanos pero es, sin duda, un salto de trapecista en la dura pugna de la Razón y la Justicia contra el sionismo internacional. Para desgracia de Occidente, el parapeto que había construido desde la Segunda Guerra Mundial para convertir eso que llamó la comunidad internacional en un coto privado donde blanquear sus políticas de dominio y extorsión se está desmoronando. El régimen de Tel Aviv tiene el privilegio de ser el primer Estado “occidental” cuyos dirigentes quedan reducidos al nivel de parias “tercermundistas” como Gadafi, Omar al Bachir, Kambamba, Gbagbo o Milosevic; en las Naciones Unidas los discursos son cada vez menos comedidos con el régimen israelí y ya no resulta extraño oír hablar en foros internacionales de variado signo sobre el “sionismo”, sin que a nadie le altere demasiado que le acusen de antisemitismo (entre otras cosas, porque el antisemitismo se ha convertido en algo incomprensible en sí mismo).
Estados Unidos y Gran Bretaña han dado a entender que también tienen la trituradora presta para mayor gloria de las órdenes de arresto (contra los representantes israelíes), si es que llegan. La rebelión occidental contra el orden internacional diseñado por Occidente… Ay, cómo se les ha torcido el entramado de instituciones y legislaciones construido para defender a Israel. ¡Si hasta la Convención para la Prevención y el Delito del Genocidio la hicieron pensando, a su favor, en ella!
Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es arabista en la Universidad Autónoma de Madrid.