Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Fotógrafo sirio trasladando a niña herida tras los bombardeos aéreos del régimen sobre la ciudad de al-Nashabiyah, en la zona oriental de Ghuta, baluarte rebelde cercano a Damasco. (14 diciembre 2015, AFP)
La comunidad internacional está perdiendo de vista cada vez más el verdadero problema en Siria, reduciéndolo todo a una cuestión de terrorismo. Un país tras otro va incorporándose al creciente grupo de Estados que están supuestamente bombardeando a Daesh en Siria. En el congestionado espacio aéreo sirio hay ya volando aviones de catorce países con objeto, dicen, de degradar y destruir al terrorismo.
Siguiendo el ejemplo francés, tanto británicos como alemanes se incorporaron a la refriega. De esta forma, cuatro de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y todas las principales potencias europeas están sobrevolando territorio sirio. Y casi todas ellas legitiman sus acciones sobre la base de la lucha contra el terrorismo. Antes de que los terroristas vayan de forma mucho más rotunda tras el «enemigo lejano», todos los «enemigos lejanos» decidieron llevar el juego al patio de los terroristas.
Primero y principal, estamos olvidando cada vez más de por qué empezó todo este caos y, a continuación, de qué fue lo que convirtió a Siria en el nuevo bastión del terrorismo global.
No hay duda de que el terrorismo es una amenaza y supone un gran peligro para la decencia y la humanidad. No hay duda de que hay que combatirlo a todos los niveles: intelectual, militar y financieramente. Es una larga batalla que se juega principalmente en el mundo musulmán. Sin embargo, el enfoque sobre la nueva guerra contra el terror que prevalece en las capitales europeas está plagado de graves deficiencias y falacias.
Aborda fundamentalmente el terrorismo como un problema aislado que se produce en el vacío. No ofrece consideración alguna respecto a su contexto político y su entorno social. El error no solo se limita a la conceptualización del tema en cuestión, sino que está también relacionado con la prescripción para curar este cáncer terrorista. Hasta ahora, dejar caer bombas desde el aire sobre los objetivos terroristas y confiar en que una imaginada comunidad de fuerzas locales haga el resto del trabajo sobre el terreno se presentaba como la fórmula principal. El lenguaje de políticos y expertos está tan cargado de la palabra «terrorismo», que los términos «crisis siria» y «régimen de Asad» apenas se incluyen en esta nueva narrativa dominante sobre Siria.
Esto obedece, en cierta medida, a la situación psicológica y al entorno político internacional creados tras los ataques de París. Occidente está obsesionado con combatir al «terrorismo» y a los «terroristas». El brutal asesinato de ciudadanos en París por el culto a la muerte de Daesh creó un nuevo sentimiento de indignación y urgencia. Castigar a los terroristas se ha convertido en el estado de ánimo que define a las elites políticas de las capitales de Occidente. A este respecto, los ataques de París se han convertido en el nuevo punto de referencia en la guerra contra el terror. Aunque esto resulte comprensible, los políticos y expertos occidentales tendrían poca visión de futuro si se convierte también en el punto de referencia a nivel político. Porque distorsiona la comprensión de la crisis siria y de los medios para resolverla.
La progresión geométrica de la radicalización y el terrorismo en Siria desde el principio de la crisis de ese país muestra claramente cómo esos dos fenómenos han sido consecuencia de la debacle siria. Cualquier intento de resolverla que no tenga esto en cuenta está expuesto a fracasar. Después de tanto sufrimiento, obligar a los sirios a que olviden a sus brutales opresores de siempre en aras a luchar contra el nuevo es imposible. Es fundamental aceptar que no hay atajos en la resolución de la crisis siria, porque es esencialmente política, no una crisis de seguridad.
Si nos permitimos algunas comparaciones, la guerra civil siria es más complicada que la guerra civil libanesa o las guerras de los Balcanes tras la disolución de Yugoslavia. En estos dos últimos casos, estaba claro quién debía participar en las negociaciones políticas. Las identidades en conflicto de los grupos subestatales (religiosos, étnicos o sectarios) eran los agentes dominantes. Esto es algo que brilla por su ausencia en Siria. Las crisis que estamos presenciando en Siria se despliegan a múltiples niveles: hay discordias entre los diversos grupos y hay discordias dentro de cada grupo.
Por ejemplo, los árabes suníes no tienen un único representante. Cuando uno se compromete con un grupo árabe suní en Siria, debe ser consciente de que se está comprometiendo solamente con una facción de estos grupos de identidad. Esto debería forzar a la comunidad internacional a buscar una solución más sofisticada, no la que reduce a Siria y, si vamos al caso, a todas las demás sociedades orientales, a una cuestión antropológica en la que uno puede utilizar cómodamente un caso claro de taxonomía étnica, religiosa o sectaria. En su lugar, deberíamos usar una taxonomía basada en determinados valores políticos. Política representativa frente a política autoritaria puede ser un valor a la hora de delinear esos límites. Y en esta división era esencialmente en lo que consistía, ante todo, la crisis siria.
Con esto en mente, ni Asad ni Daesh pueden ser parte del futuro de Siria. Pero sí podrán serlo, seguramente, sus circunscripciones sociales.
Además de sus apelaciones teológicas, es el contexto político el que ayuda a Daesh a convertirse en una formidable red trasnacional y un cuasi-Estado. Para expresarlo con mayor claridad, Daesh prospera en el clima político producido por un régimen genocida y el subsiguiente fracaso estatal. Sostiene su revolucionario Estado ideológico, cuyos límites están constantemente cambiando, porque proporciona cierto nivel de gobernanza junto a un llamamiento a los valores teocráticos. A este movimiento ideológico sólo podrá derrotársele ofreciendo una narrativa alternativa y un nivel decente de gobernanza. Y nada de esto puede lograrse consintiendo el régimen de Asad.
El régimen de Asad es ante todo la fuente del caos y del fracaso del Estado en Siria. Y el caos engendra radicalismo. El radicalismo, a su vez, alimenta nuevos caos. Esto crea un círculo vicioso. El radicalismo solo puede combatirse una vez que las fuentes del caos estén debidamente identificadas y tratadas.
Si la comunidad internacional reduce toda la crisis siria a una cuestión de terrorismo y radicalismo y considera que el régimen criminal de Asad es el socio en esa empresa de lucha contra el terrorismo, tal mensaje se trasladará alto y claro por todo el mundo. Si un dictador genocida muestra suficiente firmeza al desplegar su maquinaria de guerra contra su pueblo, asesinando sistemáticamente a cientos de miles de personas, desplazando a varios millones más y arrasando el país entero, se va a ver recompensado con la aquiescencia hacia su ilegítimo poder.
No deberíamos aceptar la falsa elección entre Asad o Daesh. Debemos rechazar a ambos. El apocalipsis teocrático y el totalitarismo laico son extraños compañeros de cama en lo que respecta a sus visiones respecto al espacio político y a la ciudadanía activa. Ambos tienen estructuras que asfixian el espacio político y anhelan una ciudadanía subordinada y totalmente sumisa. Por esta razón necesitamos de una tercera vía que ofrezca un acuerdo global que se enfrente de forma simultánea tanto al régimen de Asad como a Daesh.
Galip Dalay es director de investigación en el Foro al-Sharq e investigador principal asociado en el Centro de Estudios de Al Jazeera, donde enfoca sus trabajos alrededor de Turquía y la cuestión kurda.
Fuente: http://www.middleeasteye.net/columns/syrian-crisis-can-t-be-reduced-new-war-terror-1629319302