Recomiendo:
0

La dignidad no es delito, solidaridad con los campamentos

Fuentes: Rebelión

«Un hombre que se conforma con obedecer leyes injustas no es un hombre honrado» José Martí En los últimos años he visto llorar a mucha gente humilde. He visto, hemos visto, cómo la miseria se instalaba en la vida cotidiana de muchos hombres y mujeres del pueblo. He visto cómo la sarna, aquella enfermedad ya […]

«Un hombre que se conforma con obedecer leyes injustas no es un hombre honrado»
José Martí

En los últimos años he visto llorar a mucha gente humilde. He visto, hemos visto, cómo la miseria se instalaba en la vida cotidiana de muchos hombres y mujeres del pueblo. He visto cómo la sarna, aquella enfermedad ya desaparecida de la que hablaban con resentimiento nuestros padres, volvía a excavar sus galerías en el cuerpo de Paca, vecina de Mérida con el agua cortada durante meses. He visto a Carmen, madre desahuciada, con una hija pequeña, acampada en la puerta de la Consejería de Vivienda, temblando de rabia silenciosa ante el interminable toreo burocrático: vuelve mañana, bonita, a ver si se sabe algo. He visto la desesperación de Lucas, padre de una hija discapacitada de 16 años, con 426 euros de ingresos y la luz cortada por impago. He visto a María, maldiciendo la caridad de las señoronas, las que te hacen coser y rezar por las tardes si quieres que te paguen la bombona de butano. He visto a 25 personas durmiendo en la vivienda social de Ángela. He visto a Antonio y a Juliana sobreviviendo en un pasillo de Montijo, como animales fugitivos. A familias de Suerte de Saavedra, resistiendo en viviendas sin agua corriente, castigadas como delincuentes por políticos despreciables.

He visto a Jenny, humillada por la trabajadora social que le obliga a abrir el frigorífico para comprobar su estado de necesidad. A Alfonso, clamando por que se le «acumulan los numeritos». A Petri, peleando por el 40% de las medicinas que no tiene cómo pagar. A nuestro hermano José Giménez Lorente, asesinado por la miseria, enterrado por la beneficencia municipal.

Sí, he visto, hemos visto el manoseo de los derechos, la perenne ley del embudo que siempre reserva una última valla para el pobre, la banalidad de los desahucios, del paro, de los ansiolíticos, de las depresiones, de la desesperación. La banalidad del mal contemporáneo.

Cuántos pobres hay que moler para producir un rico, se preguntaba el escritor portugués Almeida Garrett. Cuántos obreros hay que condenar a la desmoralización, a la infamia, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta para producir un banquero, un botín, un urdangarín, un alfonso gallardo. Y para producir también a sus leales servidores, los palanganeros en la política, los sembradores de desesperanza, los traficantes de arbitrariedad. Porque la injusticia tiene dirección, nombre y apellidos, claro. Gobernantes cínicos o pusilánimes, como Monago, Fernández Vara, Carrón o Vergeles; los culpables, por ejemplo, de que ni siquiera se valorasen 14.000 solicitudes de renta de inserción entre 2013 y 2015 y de que ningún cargo político sufriera la menor sanción por ello. O los responsables de que en el último presupuesto de Extremadura le hayan chuleado más de 41 millones de euros a 6.000 de las familias más necesitadas en nuestra comunidad, fondos que legalmente deberían haberse destinado a renta mínima, a ayudas de emergencia, a subvenciones al alquiler y a combatir la pobreza energética. «No se gasta lo presupuestado», dicen y se quedan tan oreados.

Pero en los últimos años no sólo hemos visto la miseria de los de abajo y la indecencia de los de arriba. También hemos visto, a raudales, la dignidad. La dignidad que, como escribió Jesús Gómez, es un campamento de la piel, una erupción de la humanidad sobreviviente, una sublevación del amor que aún resiste en cada uno de nosotros frente a la normalización de la barbarie. La PAH o los Campamentos de la Dignidad en Extremadura han sido algunos de esos estallidos de grandeza, emblemas de la autoestima del pueblo.

Los Campamentos nacieron el 20 de febrero de 2013 y, desde entonces, se han ido afirmado como una comunidad de resistencia a la banalidad del mal. Una comunidad de los que no tienen comunidad, de quienes han sido expropiados de la condición de ciudadanía, de quienes sufren «la violencia que sobre ellos ejerce el aparato estatal, desbocado, excesivo, brutal, vejatorio, que viola los Derechos Humanos» (José Pablo Feinmann). Una pequeña aldea gala que lucha y reparte, que tan pronto distribuye alimentos como monta corralas, exige la renta básica, defiende el derecho al rebusco, siembra alianzas rebeldes por todo el país o pelea contra la precariedad laboral. Sí, durante estos años, también he visto a muchos hombres y mujeres durmiendo meses en el suelo frente a las oficinas de empleo. O encerrados durante semanas en las iglesias. O andando las carreteras de Extremadura y España, reivindicando lo elemental: pan, trabajo y techo. O defendiendo con uñas y dientes el derecho al agua o a la luz. O repartiendo toneladas de alimentos, compartiendo lo poco que hay, ayudando a centenares de familias sin pedir jamás nada a cambio. Sí, también he visto, hemos visto, la generosidad, el compañerismo, el coraje.

El poder tiembla cuando la gente trabajadora se organiza, cuando los de abajo luchan de verdad. Y por eso ha urdido las leyes mordaza y otras mil formas de represión. Ese es el motivo de que, a pesar de que las acciones del Campamento Dignidad son siempre pacíficas, en tan sólo cinco años de vida hayan sido multadas o procesadas 75 personas vinculadas al movimiento y que la cuantía total de las sanciones propuestas contra el mismo ronde los 200.000 euros. Da lo mismo el motivo: por recuperar viviendas vacías, por cantar La mala reputación o por no seguir, cual cabestros, el itinerario caprichoso que le dé la gana al mandarín de turno en la Delegación del Gobierno. La persecución al Campamento Dignidad, como en general a los movimientos sociales más combativos, ha tenido y tiene un objetivo bien definido: vaciar la calle, obstaculizar la organización de los de abajo y desmoralizar al pueblo.

Frente a las multas y represalias que vienen sufriendo los Campamentos Dignidad, debemos atender la llamada de los compañeros a arrimar el hombro. Defendamos nuestras pequeñas fortalezas, nuestras herramientas de resistencia. Los de arriba tienen dinero y poder. Nosotros, conciencia y solidaridad. La lucha es el camino.

Manuel Cañada, militante de los Campamentos Dignidad

Cuenta de Solidaridad Campamento Dignidad: ES44 2100 4294 4322 0012 8747 La Caixa

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.