La especie humana se ha convertido en una amenaza para la vida en el planeta. Tras 40.000 generaciones, su desarrollo lo ha conducido a una trágica encrucijada de su propia autoría. Tiene ahora que decidir, con urgencia, que ruta tomar: continuar modificando las condiciones naturales que han permitido el desarrollo de la vida en la […]
La especie humana se ha convertido en una amenaza para la vida en el planeta. Tras 40.000 generaciones, su desarrollo lo ha conducido a una trágica encrucijada de su propia autoría. Tiene ahora que decidir, con urgencia, que ruta tomar: continuar modificando las condiciones naturales que han permitido el desarrollo de la vida en la Tierra como la conocemos, o tomar el desvío, en reconocimiento de que somos parte inextricable del tejido de la vida y que continuar rasgándolo amenaza nuestra propia existencia.
Los humanos han modificado el mundo natural de múltiples maneras. Han destruido casi la mitad de los bosques naturales que cubrían los continentes hace apenas 2.000 años. Han provocado la desaparición de miles de especies de plantas y animales. Han contaminado los suelos, el agua y el aire con sustancias tóxicas de su propia invención. Han llenado los océanos con desechos químicos y plásticos que amenazan la vida marina. Han alterado los ciclos de las precipitaciones y aumentado la intensidad y frecuencia de los huracanes.
Los humanos han también escarbado obsesivamente las entrañas de la tierra para extraer carbón, petróleo y gas para quemarlos y aprovechar apenas fracciones de sus contenidos energéticos. Como consecuencia sólo de esta destructiva adicción le han inyectado más de 2.200 giga-toneladas de gas carbónico (2.2 billones ton CO2), 6.000 millones de toneladas de metano (CH4) y otros gases a la atmósfera, modificando radicalmente su composición química. Han provocado así que la concentración de CO2 en la atmósfera aumente más de 40% y la de metano 150% con respecto al equilibro natural que se había mantenido por 10.000 años, período en el que se desarrolló la historia moderna de la humanidad. Todos los acontecimientos históricos del humano moderno, desde aproximadamente el descubrimiento de la agricultura, cuando la población humana apenas superaba los 5 millones, hasta la conquista del espacio, ocurrieron en este breve período de tiempo.
Los humanos también han desarrollado instrumentos de guerra cuya utilización provocaría la extinción asegurada de su propia existencia. Las armas nucleares, químicas y biológicas, cada vez más poderosas y letales, aunque reconocidas como amenazas a la vida en el planeta, continúan proliferando y perfeccionándose en violación expresa de acuerdos internacionales para su eliminación.
Han también desarrollado sustancias químicas que, a pesar de su reconocida toxicidad, son intencionalmente introducidas al aire que respiran, así como a los alimentos, al agua y a los medicamentos que consumen.
Los acontecimientos humanos sólo en los últimos 120 años ponen en entredicho su pretenciosa auto-designación como homo sapiens: hombre sabio. Dos guerras mundiales provocaron la muerte de más de 100 millones de personas y la demolición de países enteros. El modelo de desarrollo que se impuso tras estas catástrofes planetarias sobre la mayor parte de la humanidad ha provocado el hundimiento en la pobreza del 80% de la población mundial, la muerte rutinaria e ignorada de 14 millones de niños menores de 5 años cada año por enfermedades de fácil curación, más de 800 millones de personas sin acceso ni a la electricidad ni al agua potable, la propagación de plagas y enfermedades que amenazan la vida de países enteros, docenas de violentas intervenciones militares para subyugar pueblos oprimidos en rebeldía y el aberrante sometimiento al hambre diaria de mil millones de personas. De acuerdo con la ONU, el 1% de la población humana acapara más de la mitad de la riqueza, mientras el 70% más pobre debe compartir sólo el 3%.
Entre los peligros que acechan hoy a la humanidad se destacan dos particularmente inminentes y destructivos, ambos engendros de su propia fabricación: la guerra nuclear y el calentamiento global. La guerra nuclear es una amenaza creciente, consecuencia de la estupidez obsesiva por la dominación mundial, aunque sea efímera y fútil debido a la destrucción asegurada de las partes en conflicto, arrastrando a la aniquilación al resto de la humanidad y a la mayor parte de las otras especies de plantas y animales que comparten el planeta.
El calentamiento global es una aberración producida por la actividad humana, consecuencia principalmente de su adicción por el consumo de petróleo, gas y carbón. Sus consecuencias pueden ser tan destructivas como las de la guerra nuclear. Las emisiones de CO2, metano y otros gases de efecto invernadero ya han transformado radicalmente la composición química de la atmósfera, provocando una cascada de consecuencias que tienden a auto-alimentarse para transformar a la Tierra en un planeta hostil para la vida humana. La humanidad, inadvertida en su mayor parte, dispone ahora de apenas un par de décadas para evitar cruzar el punto de no retorno.
Entre las primeras advertencias se destaca la del matemático y físico francés Joseph Fourier, quien en 1824, en plena guerra de independencia en América Latina, describía con sorprendente precisión el efecto invernadero, en un intento por explicar lo que mantiene en equilibrio dinámico la temperatura de la tierra. Fue Fourier quien acuñó el término balance energético planetario, el equilibrio entre la energía que se recibe del sol y la que se emite como radiación infrarroja (calor) hacia el espacio.
Veinte años más tarde, John Tyndall construyó un espectro-fotómetro para medir el calor que gases como el CO2 o el ozono pueden absorber. Pudo demonstrar que los principales gases que forman la atmósfera, como el nitrógeno (78%) y el oxígeno (21%) son esencialmente transparentes tanto a la luz solar como a las radiaciones infrarrojas. Pero otros gases, como el CO2 y el metano, son opacos a la radiación de calor: absorben cerca del 95% de las ondas infrarrojas, acumulando calor «como los ladrillos de una cocina».
A finales del siglo XIX un físico sueco, Svante Arrhenius, amplió las investigaciones de Tyndall para determinar el efecto de cambios en la concentración de CO2 en la atmósfera sobre la temperatura media del planeta. En 1896 publicó los resultados de sus investigaciones: si la concentración de CO2 se duplica, la temperatura debería aumentar unos 3°C. Un siglo más tarde, el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambios Climáticos confirmó que, de duplicarse la concentración de CO2 en la atmósfera con respecto al promedio de la época pre-industrial, para alcanzar las 560 ppm, la temperatura promedio aumentaría 3°C.
Evidencias científicas irrefutables se acumularon con creciente alarma entre 1950 y 1990, destacando las monstruosas consecuencias de la dependencia de la economía mundial por el consumo de hidrocarburos. Tales conclusiones motivaron que todos los países del mundo firmaran en 1992 el Convenio Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Cinco años más tarde se suscribió el Protocolo de Kioto, una ventana operativa de Acuerdo Marco que imponía insignificantes exigencias a los países industrializados para que redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero en apenas 5% para el 2012 con respecto a las de 1990. Estados Unidos, el principal responsable, se retiró del Protocolo de Kioto en el 2001, provocando su colapso. Para el 2012 había aumentado sus emisiones en 17%.
Las emisiones acumuladas de gases de efecto invernadero en la atmósfera ya han provocado serias consecuencias, cuyos efectos tienden a auto alimentarse, sobrepasando la capacidad de la humanidad para detenerlos. La temperatura promedio en la superficie del planeta había aumentado 1.2ºC para finales del 2016 sobre el promedio de hace apenas un siglo. Adicionalmente se registra un desequilibrio energético planetario de 326 Terajoules por segundo: el planeta continúa absorbiendo más energía que la que emite, lo que conduce irremediablemente a un aumento adicional en la temperatura superficial promedio de al menos medio grado centígrado en los próximos 50 años, aunque se detuvieran de inmediato todas las emisiones de gases de efecto invernadero. La cantidad de energía que se acumula anualmente en el planeta por este desequilibrio es equivalente a la energía contenida en 447.000 bombas atómicas como la que arrasó a la ciudad de Hiroshima en 1945 durante la segunda guerra mundial, detonadas todos los días, 365 días al año.
Ya en el 2012 James Hansen, director del Instituto de Ciencias Espaciales de la NASA enfatizaba este paralelismo: «El desbalance energético actual es equivalente a la energía contenida en 400.000 bombas atómicas, como la lanzada sobre Hiroshima, detonadas cada día, 365 días al año» ( Hansen, NASA-GISS 2012 ).
El aumento registrado en la temperatura superficial promedio del planeta era de apenas 1.2ºC para finales del 2016 en relación con el promedio de la época preindustrial. Sin embargo, ha provocado que el hielo marino ártico haya perdido dos tercios de su volumen entre 1980 y el 2016, con una pérdida promedio de 330.000 millones de toneladas anuales. Las masas de hielo continental sobre Groenlandia han venido perdiendo un promedio de 286.000 millones de toneladas anuales durante el período 2000-2016, y las de la Antártica un promedio de 110.000 millones de toneladas anuales en los últimos 25 años. Sólo la Antártida le ha depositado al océano 2.7 billones (millones de millones) de toneladas de agua en este período a una tasa cada vez mayor: en los últimos 3 años promedia 200.000 millones anuales (NASA 2017; Nature June 2018: Mass Balance of the Antarctic Ice Sheet 1992-2017).
Cerca del 90% de la energía que se ha acumulado en el planeta en los últimos 50 años ha sido absorbida por los océanos. Al aumentar su temperatura aumenta su volumen. Esta tendencia, más el derretimiento del hielo en Groenlandia, la Antártida y en los glaciares alrededor del mundo, tiende a aumentar el nivel del mar al menos 3 metros para finales de siglo como consecuencia de un aumento en la temperatura superficial promedio de 3°C para entonces. Un aumento en el nivel del mar de esta magnitud provocaría el desplazamiento de más de mil millones de personas, la pérdida de una gigantesca proporción de infraestructura y la inundación de múltiples ciudades como Nueva York, Boston, San Francisco, Londres, Buenos Aires, Rio de Janeiro, Calcuta, Alejandría, Miami, Tokio, Osaka, Amsterdam, Shanghai, Shenzhen, Bangkok, entre otras.
Un aumento de temperatura de 3°C para finales de siglo es lo que ocurriría aún en el caso poco probable de que se cumplan todos los compromisos asumidos por todos los países miembros de Naciones Unidas en el Acuerdo de Paris del 2015 ( UNEP Emission Gap Report 2017; Fraude en Paris 2016 )
«A mediados del plioceno, hace 4 millones de años, la concentración de CO2 en la atmósfera oscilaba alrededor de las 400 partes por millón (ppmv), similar al nivel actual. La temperatura superficial promedio oscilaba entre 2,5ºC y 3ªC sobre el promedio actual y el nivel de mar se encontraba entre 20 y 24 metros sobre el que conocemos»
Academia Nacional de la Ciencia de EUA: Climate Change – Evidence and Causes 2013
«Un calentamiento de 3 a 4°C tendría consecuencias desastrosas. La continuación de las emisiones provenientes de combustibles fósiles sería un acto de extraordinaria y deliberada injustica inter-generacional»
Assessing Dangerous Climate Change 2013. Instituto de Estudios Espaciales de la NASA, Universidad de Columbia, Institut Laplace, Francia, Universidad de Estocolmo, Universidad de Harvard, Universidad de California.
La diferencia en la magnitud que se espera en el aumento del nivel del mar para finales de este siglo con un aumento de temperatura de 3°C y el registrado a mediados del plioceno se debe a la escala del tiempo: en el plioceno la concentración de CO2 se mantuvo alrededor de las 400 ppm durante siglos. La concentración actual (410 ppm) es el producto del frenético consumo de petróleo, gas y carbón particularmente en los últimos 70 años, con tendencias a superar las 700 ppm para finales de siglo.
El Acuerdo de París es un compromiso internacional de carácter voluntario, jurídicamente no-vinculante, cuyo propósito esevitar que el aumento en la temperatura superficial promedio del planeta supere los 2°C sobre el promedio de la época pre-industrial para finales del siglo 21, haciendo lo posible por limitar dicho aumento a 1.5°C.
«En el período interglaciar Emiense, cuando la temperatura superficial promedio aumentó 2°C sobre el promedio de la época preindustrial, el nivel del mar oscilaba entre 5 y 9 metros sobre el nivel actual. El límite de los 2°C no garantiza seguridad, pues provocaría un aumento en el nivel del mar de varios metros, junto a numerosas otras consecuencias disruptivas para los ecosistemas y la sociedad humana… Un aumento en la temperatura superficial promedio de 2°C sobre el promedio de la época preindustrial es altamente peligroso»
– NASA, Columbia University, Institut Laplace, Academia de Ciencias de China. Atmos. Chem. Phys. Discuss., 15, 20059-20179, 2015.
En el informe que presentará el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático en Noviembre 2018, cuyo borrador ha circulado entre analistas seleccionados por la ONU para su revisión, se destaca que las contribuciones voluntarias asumidas en el Acuerdo de Paris se encuentran lejos de cumplir con la meta establecida de los 2°C, y que la meta de 1.5°C es prácticamente inviable: «Aunque técnicamente posible, su probabilidad es extremadamente remota«. El escenario de 1.5°C exige una pronunciada e inmediata reducción en el consumo de combustibles fósiles, el aprovechamiento masivo de energía solar y eólica, la inmediata erradicación de las emisiones de automóviles, camiones, barcos y aviones, y la introducción de emisiones negativas ( extracción de CO2 de la atmósfera ). «La tasa de penetración de nuevas tecnologías históricamente toma mucho tiempo. No hay ejemplos en la historia de transiciones tan rápidas y de tanto alcance como las requeridas en esta encrucijada«.
«Si no actuamos con determinación ante el calentamiento global, enfrentaremos migraciones masivas, ciudades sumergidas, naciones desplazadas, destrucción de fuentes de alimentos y conflictos provocados por la desesperanza… Debemos superar la pobreza sin condenar a nuestros niños a un planeta más allá de su capacidad para repararlo »
– Barack Obama, Asamblea General de la ONU, septiembre 2016 .
«Los costos socio-ambientales generados por las corporaciones de combustibles fósiles son mayores que las ganancias obtenidas. Si dichas empresas pagaran los daños que provocan, el negocio dejaría de ser rentable».
Cambridge Business School -Hope, Gilding, & Alvarez, 2015
La retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París es una traición al resto de la comunidad internacional en sus esfuerzos por evitar una catástrofe climática cuyas principales víctimas serán nuestros descendientes más inmediatos. Estados Unidos, con apenas el 5% de la población mundial, es responsable por el 25% de las emisiones de CO2 y otros gases que se han acumulado en la atmósfera desde inicios del siglo 20.
Con su retiro del Acuerdo de Paris, Estados Unidos se convierte en un país paria, una amenaza efectiva a la seguridad y la estabilidad de toda la humanidad.
Ningún otro país ha contribuido tanto al engendro de esta peligrosa amenaza planetaria. Sin embargo, ningún otro país ha consistentemente saboteando los esfuerzos internacionales por revertir este fenómeno como lo ha hecho Estados Unidos, desde su retirada del Protocolo de Kioto en el 2001 hasta su retirada del Acuerdo de París en Mayo 2017. Mientras los países en desarrollo proponían un acuerdo jurídicamente vinculante, Estados Unidos amenazó con retirarse de las negociaciones si el Acuerdo de París no se limitaba a contribuciones voluntarias. Mientras los países en desarrollo reclamaban el reconocimiento de responsabilidades históricas, Estados Unidos exigió que la referencia a las responsabilidades diferenciadas se redujera a emisiones futuras y que las responsabilidades históricas fuesen excluidas. Exigió también que se liberara a los países industrializados de la obligación establecida en el Convenio Marco sobre el Cambio Climático de 1992 y en el Protocolo de Kioto de 1997 de liderar en la reducción de emisiones, debido tanto a su desproporcionadamente elevada contribución al calentamiento global como a su mayor capacidad tecnológica y económica para hacerlo.
Estados Unidos insistió en una demanda vergonzosa y sin precedentes: que los países en desarrollo, menos responsables pero más vulnerables al cambio climático, renunciaran a su derecho legal a demandar a otros países por daños o pérdidas provocados por el calentamiento global. El pronunciamiento de la COP21 ( FCCC/CP/2015/L.9 ) señala así explícitamente: «Se conviene en que el artículo 8 del acuerdo no implica ni da lugar a ninguna forma de responsabilidad jurídica o indemnización«. El artículo 8 se refiere a pérdidas y daños relacionados con las repercusiones del cambio climático: «Las Partes reconocen la importancia de evitar, reducir al mínimo y afrontar las pérdidas y los daños relacionados con los efectos adversos del cambio climático«. Si la solicitud fue insólita, lo fue más aún el que hubiese sido aceptada por los burócratas delegados de los países en desarrollo. Estados Unidos exigió igualmente que el Acuerdo de París excluyera toda referencia a los combustibles fósiles. Todas sus exigencias fueron satisfechas ( Fraude en Paris 2016 ) .
La administración del presidente Donald Trump no sólo se ha retirado del Acuerdo de París, condenándolo al fracaso, tal y como lo hizo con el Protocolo de Kioto, sino que además ha desmontado casi todas las medidas tomadas por el presidente Obama para reducir las emisiones de CO2 y otros gases en la generación de electricidad térmica, para mejorar el rendimiento de los automóviles o para reducir las emisiones de metano en la explotación de petróleo y gas de esquisto. Las emisiones de Estados Unidos tienden así a aumentar considerablemente en los próximos años, saboteando el esfuerzo de todos los demás países por reducir emisiones, esfuerzos que benefician también a la sociedad norteamericana.
El presidente Trump se ha mofado del calentamiento global y de los cambios climáticos que provoca, señalando que es sólo una trampa china para aprovecharse de Estados Unidos. Sin embargo, las instituciones científicas y académicas norteamericanas se encuentran entre las más prestigiosas del mundo advirtiendo sobre la gravedad de este fenómeno y la inminencia de sus efectos más destructivos: la Academia Nacional de Ciencias (NAS), la Agencia Nacional Aeronáutica y Espacial (NASA), la Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) y casi todas las universidades y centros especializados de investigación sobre la materia: Columbia, Harvard, California, MIT, entre tantas otras.
Hace apenas un mes que la NHTSA, equivalente a un ministerio de transporte, sorprendentemente reconoció que las tendencias actuales conducen a un aumento en la temperatura superficial promedio de 4°C para finales de siglo con respecto al promedio de la época pre-industrial, catalogándolo como «desastroso para el ambiente y la sociedad«. El Washington Post, en su edición del 28 de septiembre 2018, destaca la irónica hipocresía del pronunciamiento: «Señalan que el mundo debe reducir significativamente las emisiones de carbono para evitar este drástico calentamiento, lo que exige aumentos sustanciales en innovación tecnológica y superar la dependencia de la economía y el transporte del consumo de combustibles fósiles, algo que consideran ni tecnológica ni económicamente viable. Por lo que no van a hacer nada al respecto y por lo que se hace innecesario mejorar los estándares de eficiencia energética de la flota de transporte norteamericana. El análisis asume que el destino del planeta ya está sellado».
Las tendencias actuales ciertamente conducen hacia un aumento en la temperatura superficial promedio entre 3,7 y 4,8°C para finales de siglo en relación con la época pre-industrial ( IPCC 2014 ). Estas tendencias representan una emergencia planetaria sin precedentes en la historia de la humanidad. Un aumento de 4°C no se ha registrado desde mediados del Mioceno, hace 10 millones de años, cuando todavía no existían los humanos.
La Agencia Internacional de Energía advirtió sobre tales tendencias energéticas globales: «el aumento en el consumo de energía fósil conduce a cambios climáticos irreversibles y potencialmente catastróficos«.
El Consejo Internacional de la Ciencia (ICSU), representando 140 academias de ciencia de todo el mundo, señala: «El alarmante aumento en desastres naturales, la creciente inseguridad en el suministro de agua y alimentos y la pérdida de biodiversidad son sólo parte de las evidencias de que la humanidad está cruzando límites planetarios y aproximándose a puntos de no retorno«.
El camino que hemos transitado desde hace más de 100 años y que nos trajo a la encrucijada actual conduce a la transformación del mundo que le dejamos a nuestros descendientes más inmediatos en un planeta hostil y desconocido por la especie humana.
«El mundo se dirige a un aumento promedio de temperatura de 4°C para finales de siglo, provocando una cascada de cambios cataclísmicos»
- Instituto Potsdam para la Investigación sobre el Clima, Alemania 2012
Es evidente que debemos desviarnos del sendero que nos condujo a la encrucijada histórica en que nos encontramos, reconocer que continuar alimentando el desarrollo económico con combustibles fósiles es una fórmula letal propia de un suicidio colectivo planetario, que la urgente transformación en la matriz energética mundial exige el despliegue masivo de fuentes alternas de energía libre de emisiones de carbono, y que las transformaciones económicas y energéticas requeridas deben realizarse en los próximos 20 años sin condenar a la mayoría de la población mundial, localizada en los países en desarrollo, a mantenerse sumergida en la pobreza y la dependencia.
Es evidente la estrecha relación entre el consumo de energía y el crecimiento económico. La necesidad de superar la pobreza y la dependencia de los países en desarrollo, donde se encuentra el 82% de la humanidad, no debe condicionarse a la reducción de emisiones, sino a la transferencia de recursos financieros y tecnológicos de los países industrializados a los países en desarrollo en condiciones preferenciales, en reconocimiento de que dos tercios de las emisiones de gases de efecto invernadero acumuladas en la atmósfera en los últimos 120 años se originaron en los países industrializados de la actualidad, en donde reside apenas el 18% de la población mundial.
Aunque la atmósfera es un bien común, ha venido siendo colonizada por una minoría de la población mundial, sin costo alguno, amenazando la seguridad de toda la humanidad y la estabilidad del planeta. Los costos sociales y ambientales de sus procesos de desarrollo han sido arbitrariamente transferidos a toda la población mundial.
Los países industrializados se niegan a reconocer su desproporcionada responsabilidad por el calentamiento global. Se niegan por lo tanto a asumir compromisos vinculantes sobre la reducción de emisiones, sobre la transferencia de recursos financieros y tecnológicos a los países más pobres, a reconocer las extremas limitaciones que el calentamiento global impone ahora a las aspiraciones de desarrollo de la mayoría de la humanidad.
De mantenerse las tendencias actuales, para el 2050 los países industrializados, con sólo el 16% de la población mundial para entonces, habrán acaparado el 60% del cupo atmosférico disponible para evitar un aumento de temperatura superior a los 2°C, habiendo consolidado su desarrollo a partir del consumo de combustibles fósiles.
El resto de la población mundial, el 84% de la humanidad para entonces, verá sus posibilidades de desarrollo severamente limitadas. Las restricciones se harán efectivas a través de mayor endeudamiento, mayor dependencia tecnológica, impuestos a las emisiones de carbono y medidas arancelarias y no arancelarias a la huella de carbono de productos y servicios.
La obligatoria transformación de la infraestructura energética de los países en desarrollo hacia energías limpias y renovables, sin un acuerdo vinculante sobre la transferencia de recursos financieros y tecnológicos, tiende a profundizar su dependencia económica y tecnológica, fortaleciendo el injusto orden económico internacional impuesto desde la segunda guerra mundial.
El principio de la responsabilidad común pero diferenciada, componente fundamental del Acuerdo Marco sobre el Cambio Climático de 1992, se refiere a la necesidad de que cada país asuma una responsabilidad proporcional tanto a su contribución al calentamiento global como a sus capacidades tecnológicas y económicas. El Acuerdo de París diluye las obligaciones que se derivan de las desproporcionadas emisiones acumuladas por los países industrializados hasta el presente.
Durante años de negociaciones, los países en desarrollo exigieron que los países industrializados precisaran los recursos financieros y tecnológicos que estarían dispuestos a aportar para impulsar las medidas de mitigación y adaptación en el mundo en desarrollo. Finalmente accedieron, en el enfrentamiento de Copenhaguen 2009, al suministro de US$ 100.000 millones anuales a partir del 2020, pero durante las negociaciones del Acuerdo de Paris en el 2015 exigieron que se excluyera toda referencia a tal compromiso, como efectivamente ocurrió. El aporte queda así no solamente en entredicho, aunque se mencione en el informe de la COP-21, sino que puede convertirse total o parcialmente en préstamos, en lugar decooperación para el desarrollo. De haberse incluido las responsabilidades acumuladas, los artículos sobre financiamiento y transferencia tecnológica se habrían relacionado con una deuda climática de aproximadamente 50 billones de dólares ( millones de millones ). Las cuotas anuales de la deuda climática acumulada por los países industrializados hasta el 2015 son al menos 10 veces superiores a los US$ 100.000 millones reiteradamente ofrecidos, pero ausentes, del Acuerdo de París( Fraude en París ; La Deuda Climática ). El aporte de los US$ 100.000 millones anuales, en el caso poco probable de que se concrete como cooperación para el desarrollo, sería patéticamente insuficiente para impulsar las medidas de mitigación y adaptación al calentamiento global especificadas en las contribuciones nacionales presentadas por los países en desarrollo como partes del Acuerdo de París.
La superación de esta coyuntura depende principalmente del reconocimiento de la deuda climática acumulada hasta la fecha, reconocimiento que sólo se concretará cuando los países en desarrollo lo exijan coordinadamente en las negociaciones internacionales sobre la materia. Los delegados de los países en desarrollo deben dejar de comportarse como pordioseros en la mesa de negociaciones y reconocer que representan intereses vitales de la inmensa mayoría de la población mundial.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.