Una de las tareas de las izquierdas o fuerzas progresistas es la consolidación y ensanchamiento de sus bases electorales, considerando que hay fuertes tendencias abstencionistas y cierta desafección popular, precisamente por la falta de eficacia reformadora que afecta de forma desigual a sus dos partes, la socialdemócrata y la transformadora o alternativa.
En un reciente artículo “El perfil alternativo” he analizado el sentido de la nueva apuesta de frente amplio a través del proceso de SUMAR liderado por Yolanda Díaz. Aquí trato la actitud hacia el centro social e ideológico, una parte del cual se puede considerar progresista y en disputa con las opciones de centro derecha, aparte de los nacionalismos periféricos, y la necesidad de una firme estrategia reformadora democrática-igualitaria.
La ampliación al centro progresista y la transversalidad
En otro texto, “Controversias sobre la transversalidad”, he explicado la complejidad y los distintos sentidos de esta palabra, transversal. Aquí me detengo en la distinción entre dos actitudes. Una, la de las estrategias políticas para modificar esa actitud centrista del electorado hacia la izquierda, con la reafirmación de dinámicas cívicas y demandas comunes de sectores progresistas consideradas transversales que pueden incrementar el aval representativo de las izquierdas; y otra, el quedarse en su simple representación, suavizando las políticas transformadoras y los discursos críticos de las fuerzas políticas progresistas para hacerse más amables y representativas en ese sector centrista en detrimento de la firmeza reformadora de las condiciones de las mayorías sociales subalternas.
Esta última posición ha sido la experiencia mayoritaria de la socialdemocracia europea desde los años noventa en su desplazamiento político y discursivo hacia la tercera vía o el nuevo centro, todavía influyente y que ha demostrado ser un fiasco representativo, particularmente en Francia. Supone la dilución de un proyecto reformador progresista y la justificación de la gestión política por el supuesto ensanchamiento electoral de unas medidas centristas o continuistas, incapaces de abordar las grandes insuficiencias socioeconómicas y democráticas que padecen las mayorías populares, especialmente en los momentos de crisis social y conflicto sociopolítico.
Al final, el posibilismo político se adecua a la contemporización con los poderes económicos, institucionales y mediáticos y no al específico estado de opinión y las demandas de las mayorías sociales. De ahí la crisis continuada de legitimidad pública de las opciones centristas como representación de las izquierdas sociales. A los poderosos les queda la derecha dura y pura; a las mayorías sociales se les genera un vacío de su representación institucional tradicional, en espera de su nueva recomposición. Es la experiencia de esta última década de reestructuración de la representación política, incluidos los procesos de desconfianza popular en la política y los partidos.
En España, salvando la primera legislatura de Rodríguez Zapatero, esa inclinación centrista en la izquierda gobernante ha sido dominante en el Partido Socialista hasta la reorientación sanchista, forzada por la necesidad de sumar apoyos frente a las derechas, para la moción de censura al Gobierno de Rajoy (2018); así se llegó al acuerdo gubernamental con Unidas Podemos (2020) con el aval de los grupos nacionalistas periféricos, cuyo conjunto ya tenía suficiente representatividad parlamentaria desde el año 2015.
El problema es la debilidad de la determinación estratégica por parte de la dirección socialista para reforzar un proyecto de progreso consecuente con una firme alternativa política reformadora y de alianzas creíbles para las elecciones generales de 2023. Es lo que subyace en la pluralidad del campo progresista y se expresa en la pugna entre las tendencias continuistas con su geometría variable y las dinámicas transformadoras por un auténtico giro social, democrático y plurinacional, en el marco de las dificultades contextuales y la oposición agresiva de las derechas.
Cuando las estructuras institucionales y socioeconómicas, el mercado, adoptan políticas regresivas todavía es más importante un reformismo fuerte de carácter progresivo. Una gestión política de reformas parciales no compensa suficientemente la dimensión de los retrocesos impuestos a las capas populares. Estas se encuentran peor que antes y exigen responsabilidad a las instituciones públicas que no pueden justificarse en su incapacidad para revertir la involución social y democrática. Es cuando se produce incomprensión y desafección social a la gestión timorata o insuficiente.
En una situación normalizada de crecimiento económico y progreso social las pequeñas reformas progresistas son positivas; añaden avances. En una situación de crisis social y dinámica regresiva de incremento de la desigualdad y la discriminación se necesita un reformismo fuerte y más generalizado, no solo para paliar parcialmente sino para asegurar una situación y una esperanza creíble de mejora vital a las mayorías sociales. Es la necesidad de la actual estrategia frente a la inflación que pasa por revitalizar las funciones del Estado: reguladora (precios y oligopolios), protectora (prestaciones, servicios públicos) y redistribuidora (reforma fiscal progresiva).
Lo normal en las izquierdas, con los equilibrios actuales de la relación de fuerzas parlamentarias, es intentar acuerdos con una combinación de ambas tendencias, paliativa y transformadora, siempre en tensión entre las tres patas que garantizan la gobernabilidad del cambio de progreso: el centroizquierda socialista; el conglomerado alternativo o transformador que surge de Unidas Podemos y el proyecto de Yolanda Díaz, y los sectores nacionalistas periféricos. La cuestión es evitar la desafección o desmovilización de las bases sociales progresistas, derivada de la reducción de la prevalencia de intereses y la representatividad en su propio campo popular y de izquierdas, o sea, por la relajación del cambio progresista, tal como he señalado en “La desconfianza en los partidos”.
Una estrategia reformadora democrática-igualitaria
Según el CIS, se consideran de izquierda el 40% de la población, el 26% de centro y el 28% de derecha (el 6% restante No sabe/No contesta). Por otro lado, hay que tener en cuenta que hay un relativo estancamiento en la conformación de esos grandes espacios -derecha, centro, izquierda- que solo se transforman a través de profundas experiencias sociopolíticas, variaciones de la credibilidad de las distintas representaciones políticas y liderazgos y cambios culturales y materiales de fondo en sus bases sociales.
Son cuestiones que en esta década se han modificado con el efecto de la reducción de la credibilidad del bipartidismo gobernante y con una activación cívica que fructificó en el ensanchamiento y refundación de las fuerzas alternativas, con una recomposición de la representación institucional y, finalmente, en el Gobierno de coalición progresista y la etapa reformadora actual, que las derechas se empeñan en finiquitar.
Ante la nueva reacción derechista, nacional-españolista y conservadora, lo que se ventila para el próximo ciclo electoral son tres condiciones: el alcance de la reafirmación del campo sociopolítico de izquierdas; el reequilibrio representativo entre las dos tendencias de su composición interna, y, aparte de evitar el abstencionismo de izquierdas, ensanchar el apoyo electoral hacia el centro progresista, hoy minoritario pero significativo para conformar mayorías parlamentarias frente a las derechas.
Pero ese campo popular y crítico, con componentes comunes y transversales, es plural y se expresa de forma diferenciada en los dos ejes básicos: el democratizador, incluido el modelo de Estado, la regulación del peso preponderante de los poderes fácticos e internacionales, la plurinacionalidad y la convivencia social e intercultural; y el de la justicia social o igualitario-emancipador, frente a la desigualdad socioeconómica, salarial y de género y la discriminación sociocultural. Es el punto de diferencias políticas, tensión gestora y comunicativa y necesaria negociación y acuerdo.
Supone la apuesta por un refuerzo del Estado de bienestar, la protección social y los servicios públicos con una reforma fiscal suficiente y progresiva, al mismo tiempo que la sostenibilidad medioambiental y la modernización económica y productiva. Por tanto, hay que precisar los equilibrios relacionales y programáticos de un pacto sociopolítico amplio y duradero para esta década desde la perspectiva de un fuerte reformismo.
La sedimentación de los rasgos ideológicos diferenciadores de esas tres grandes corrientes -izquierdas, centros y derechas- dura más de dos siglos; su composición y significado han cambiado, aunque esa relación comparativa ha permanecido. De forma sintética, en el caso de las izquierdas (europeas), podemos decir que sus señas de identidad están constituidas por los valores igualitarios y democráticos, frente a la subordinación relacional y el autoritarismo conservador, así como por las políticas redistribuidoras, protectoras y reguladoras del mercado junto con la importancia de lo público y lo común, frente a las posiciones insolidarias y mercantilistas de las derechas.
Tres dinámicas globales han cambiado o superado esa gran tradición de izquierdas democráticas, sin hacer distingos entre opciones socialdemócratas, eurocomunistas, laboristas, radicales o anarquizantes: la relativa renovación temática, expresiva y de discursos, impulsada por los nuevos movimientos sociales (feministas y LGTBI, ecologistas, pacifistas, antirracistas…) desde los años sesenta y setenta, que configuraron la llamada nueva izquierda renovadora; el giro socioliberal, en los años noventa, de la mayoría de la socialdemocracia europea hacia la tercera vía o nuevo centro, así como el declive del eurocomunismo (y la desaparición del bloque soviético); la ofensiva neoliberal y globalizadora de las derechas, al mismo tiempo que el giro autoritario y ultraconservador de las nuevas derechas reaccionarias; la respuesta popular progresista e indignada, a raíz de la crisis socioeconómica y las políticas prepotentes de austeridad de hace una década, con la reconfiguración del nuevo espacio alternativo llamado ‘violeta, verde y rojo’, o bien progresismo de izquierdas con un fuerte componente feminista y ecologista y, en España, con gran peso de la necesaria democratización institucional y la articulación de la plurinacionalidad.
Así, más allá de las controversias, a veces estériles y unilaterales, entre dinámicas materialistas o postmaterialistas y entre objetivos de cambio estructural o cultural, la nueva etapa, todavía más tras la pandemia y la guerra en Ucrania, con sus graves consecuencias sociales, económicas y políticas, está exigiendo un giro político, una estrategia reformadora democrática-igualitaria. Se trata de una combinación de los cambios socioeconómicos, político-institucionales y culturales, así como una interacción y articulación de los espacios y sujetos sociales y políticos de nuevo tipo, junto con sus correspondientes referencias simbólicas, teóricas e identificadoras. Supone aumentar el apoyo social a una dinámica transformadora progresista.
Es el reto para el refuerzo de un cambio de progreso con un proyecto de país a medio plazo. Son los fundamentos de la nueva expectativa del proceso de SUMAR para configurar una nueva representación política, plural e integradora, así como superadora de las insuficiencias y límites de la izquierda tradicional y la experiencia alternativa de esta década. Y en el horizonte consolidar la coalición progresista con una fuerte estrategia reformadora para ganar las elecciones venideras con el necesario giro social y democrático.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro “Perspectivas del cambio progresista”
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.