Traducción de Faustino Eguberri – Viento Sur
La tremenda explosión que sacudió el Líbano y mucho más allá el 4 de agosto, provocando cerca de 200 muertes, hiriendo a más de 6.000 personas y dejando a unas 300.000 sin hogar, es sin duda un importante punto de inflexión en la historia del país, ciertamente tan importante, si no más, como la explosión mucho más débil (una tonelada de TNT contra 1.200 toneladas) que mató al ex primer ministro Rafic Hariri y otras 21 personas el 14 de febrero de 2005.
Ha habido que esperar quince años para que el Tribunal Especial de las Naciones Unidas para el Líbano dictara un veredicto sobre este espantoso ataque al que muchos comentaristas han comparado con la montaña de Esopo que dio a luz a un ratón. Con este antecedente, no podemos esperar que en un futuro previsible se arroje luz sobre las causas y circunstancias de la impresionante explosión en el puerto de Beirut. Sin embargo, ya se pueden sacar algunas conclusiones sobre esta tan traumática tragedia.
Toda la clase dirigente libanesa es culpable
La primera es que, independientemente de las circunstancias particulares de la explosión, ya sea accidental o deliberada, provocada por una primera explosión en un depósito de armas adyacente o simplemente de fuegos artificiales, la responsabilidad de abandonar 2.750 toneladas de nitrato de amonio altamente explosivo almacenado en el corazón de una ciudad durante seis años incumbe a toda la clase dirigente libanesa. Las y los más responsables son sin duda quienes encabezaban el ejecutivo y se suponía que debían velar por la seguridad del país, incluida la del puerto. Presidentes de la república, primeros ministros, ministros de transporte, jefes de los principales aparatos de seguridad y administradores de puertos también son culpables. La lista incluye tanto a las y los responsables del Estado libanés oficial como a los del Estado paralelo que constituye en Líbano Hezbolá, del que se sabe que vigila de cerca el aeropuerto y el puerto de Beirut y los utiliza según le conviene.
Esta misma lógica se aplica aún más obviamente al hundimiento de la economía libanesa, cuyo período de corresponsabilidad es mucho más largo que seis años. Han pasado treinta años desde que el país se embarcó en el camino de la “reconstrucción” después de quince años de guerra civil e internacional y en un contexto mundial dominado por el neoliberalismo.
Antes de 1975, año en que comenzó la guerra, Líbano ya tenía fama de ser uno de los paraísos fiscales del planeta: un país de capitalismo salvaje, cuyo secreto bancario y ventajas fiscales lo hacían ideal para el blanqueo de dinero sucio, fuga de capitales y todo tipo de tráficos en un entorno regional de estados dictatoriales, comenzando por la vecina Siria. La guerra terminó tras un acuerdo político y constitucional alcanzado en 1989 entre las facciones libanesas bajo los auspicios conjuntos de la monarquía saudí, apoyada por Washington, y el régimen sirio. Lo confirmó al año siguiente la participación de este último en la coalición liderada por Estados Unidos en la primera guerra internacional contra Irak.
La entente sirio-saudí
Durante una docena de años, el Líbano se gobernó bajo la égida de esta entente sirio-saudí: representante oficioso del poder saudí, Rafic Hariri actuó en estrecha colaboración con Ghazi Kanaan, el todopoderoso jefe de los servicios de inteligencia sirios en el Líbano. La entente expiró con la segunda guerra librada por Washington contra Irak y la ocupación de este país en 2003. Mientras que el régimen baasista en Siria pudo participar en una guerra destinada a expulsar de Kuwait a las tropas de su hermano enemigo, el régimen baasista de Irak, que había invadido el emirato en agosto de 1990, no podía aprobar una guerra que tuviera como objetivo la ocupación de Irak y el derrocamiento de su régimen. Esto provocó el final de la entente sirio-saudí y llevó a Washington a ejercer presión para la retirada de las tropas sirias del Líbano, en particular mediante la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU adoptada en 2004 (con la abstención de Rusia y de China).
El asesinato de Hariri desató una enorme ola de ira popular que obligó a Damasco a retirar sus tropas del Líbano. No obstante, el régimen sirio siguió moviendo los hilos en el país a través de una triple alianza formada por su antiguo cliente Amal, el movimiento confesional chií liderado por Nabih Berri, presidente vitalicio del Parlamento libanés (ocupa este cargo desde 1992), Hezbolá, el agente libanés de su aliado regional, el régimen iraní, y Michel Aoun, su ex enemigo jurado que había proclamado una “guerra de liberación” contra las tropas sirias en 1989 y luego encontró refugio en Francia, de donde regresó en 2005 antes de su espectacular giro político al año siguiente.
Durante los últimos quince años, Líbano ha experimentado fundamentalmente una renovación de su gobierno conjunto sirio-saudí, reemplazando Saad Hariri a su padre y colaborando con la triple alianza, y la continuación de la misma política económica con consecuencias desastrosas. La guerra en Siria desde la Primavera Árabe de 2011 ha provocado un debilitamiento considerable de Damasco y un aumento considerable del papel de Teherán y de su representante libanés, mientras que la influencia de Irán ha crecido considerablemente en toda la región y en la propia Siria. Una consecuencia de este cambio en el equilibrio de poder fue la elección de Michel Aoun como presidente de la República en 2016. La lamentable tentativa del príncipe heredero saudí de forzar a Hariri a poner fin a su colaboración con los partidarios de Irán era una reacción torpe a este cariz de los acontecimientos.
Los bancos y sus acuerdos dudosos
No obstante, de todo lo anterior se desprende que la responsabilidad del hundimiento de la economía libanesa que comenzó el año pasado recae en toda la gama de miembros de la clase dirigente libanesa que han ocupado cargos gubernamentales desde el final de la guerra, hace treinta años, tanto como le corresponde al sector bancario con el que estaban íntimamente involucrados y con el que se han empapado en todo tipo de arreglos dudosos.
No hay mejor encarnación de esta connivencia que Riad Salamé, gobernador del Banco Central desde 1992 hasta el día de hoy. Esta responsabilidad evidentemente compartida se refleja en la famosa consigna central del levantamiento popular que comenzó el 17 de octubre del año pasado: “¡Todos quiere decir todos!” Esta consigna no fue solo un desafío al tradicional sofocamiento de la protesta social por parte de la clase dominante mediante el avivamiento de las divisiones político-confesionales; también expresaba una aguda conciencia de que la clase dominante en su conjunto está irremediablemente podrida.
Con la ira popular en su paroxismo por la reciente explosión en Beirut, mucha gente en el Líbano ha esperado que de algo malo pudiera resultar algo bueno. Mucha gente creía que la tragedia impondría a la clase dominante dos demandas principales del levantamiento de octubre: un gobierno de expertos genuinamente independiente de la clase política libanesa y nuevas elecciones sobre la base de una nueva ley electoral. La esperanza era que una fuerte presión internacional impondría la realización de estas demandas y proporcionara un contrapeso suficiente para permitir que un nuevo gobierno se liberara de la influencia de la clase dirigente tradicional.
El mantenimiento de la coalición Hariri-Hezbolá
La visita de Emmanuel Macron a Beirut dos días después de la explosión llevó esta expectativa a su punto álgido. El que un líder extranjero se hubiera atrevido a visitar una ciudad y a mezclarse con su gente poco después del desastre, dio que pensar a mucha gente, olvidando que el presidente francés en problemas en su propio país se estaba permitiendo así una buena sesión de fotos. Sin embargo, el asunto se aclaró pronto: la política de Emmanuel Macron en Oriente Medio ha consistido en plantearse constantemente como mediador entre Estados Unidos e Irán (donde los círculos empresariales franceses tienen importantes proyectos). Un momento crucial en esta política fue el fallido intento en 2019, en la cumbre del G7 en Biarritz, de organizar una reunión entre Donald Trump y el ministro de Relaciones Exteriores iraní, Mohammad Javad Zarif.
La lógica de esta posición con respecto al Líbano es que Emmanuel Macron ha actuado sistemáticamente para mantener en pie el gobierno de coalición Hariri-Hezbolá. Por eso intervino con decisión para permitir el regreso a Beirut de un Saad Hariri secuestrado en Riad en 2017. Y por eso se apresuró a defraudar la expectativa de la gente en Líbano de un gobierno independiente y nuevas elecciones, exigiendo la reconstitución de un gobierno de coalición. En lugar de permitir a la explosión en Beirut convertirse en un big bang de la renovación política libanesa, Macron está actuando para convertirla en una fuerza de vuelta hacia atrás. Ésta es una receta segura para un mayor descontento y dificultades.
* Gilbert Achcar es profesor en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de Londres.