Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
El todoterreno aminora la marcha al aproximarse al puesto militar ubicado en una grieta de una opaca pared gris. Dentro, Ramzi Aburedwan, un músico palestino, prepara sus documentos para mostrárselos al soldado israelí de guardia. Al otro lado del control se encuentra el destino de este hombre joven: la antigua ciudad palestina de Sebastia. Esta tarde van a reunirse allí varios músicos para tocar en la ruinas de un anfiteatro construido en tiempos de los romanos. En el asiento de atrás su mujer, Celine, cuida del hijo de ambos de un año, Hussein, cuyos mechones rubios rizados caen sobre el cuello de su camiseta de fútbol.
Ramzi está apurado para llegar a preparar el concierto, pero eso no importa. El soldado enseguida le informa de que no puede pasar. «Esas son las órdenes», añade sin más explicación, indicándole que se dirija a otra entrada que queda a 45 minutos. Dando la vuelta Ramzi deja atrás Shavei Shomron, un asentamiento israelí de tejados rojos ubicado en lo alto de una colina, y luego un «puesto avanzado» de remolques plantado por una nueva oleada de colonos. Finalmente atraviesa una serie de barreras y alambradas de púas hasta la entrada indicada, donde otro soldado le hace señales con la mano para que pase. Llega a tiempo para el concierto.
En 2010 yo fui testigo del incidente en el puesto de control -una de las miles de pequeñas indignidades diarias que sufren los palestinos- desde el asiento de delante del todoterreno de Ramzi. Nos habíamos conocido 12 años antes cuando los pósteres con la imagen de Ramzi, pegados por toda Ramallah, capturaron mi imaginación. En una foto de 1988, durante la primera intifada palestina, aparecía un Ramzi de ocho años lanzando una piedra a un soldado israelí que no podía verse. Detrás de él, sobrepuesta en el mismo póster, había otra foto sacada 10 años después con Ramzi pasando un arco sobre las cuerdas de una viola.
El póster era un anuncio del Conservatorio Nacional de Música de Palestina y una metáfora de la esperanza de muchos palestinos en ese momento: que la época de los acuerdos de paz de Oslo traería un Estado palestino independiente. En la historia que produje entonces para la Radio Nacional Pública, Ramzi manifestaba un doble deseo: tocar en la primera orquesta nacional de Palestina y, algún día, crear escuelas de música para los niños palestinos.
«Quiero ver abrirse muchos conservatorios por toda Palestina», me dijo. Un sueño hermoso, pensé, aunque improbable para un adolescente de un campo de refugiados que había sido criado por sus empobrecidos abuelos. Sin embargo, poco después, un decidido Ramzi consiguió una beca para estudiar viola en Francia. Uno o dos años más tarde perdimos contacto.
A finales de 2009, en un encuentro casual en un restaurante italiano de Cisjordania, volví a ver a Ramzi. «¿Qué haces aquí?» le pregunté. «Yo pensaba que estarías todavía en Francia».
«No, he vuelto», me contestó. «He abierto una escuela de música aquí en Palestina» (la cual tiene filiales en el resto de Cisjordania y en campos de refugiados del Líbano). Es decir, exactamente lo que me había dicho que quería hacer cuando era un adolescente en el campo de refugiados de al-Amari. Seis meses después, en junio de 2010, empecé a documentar su sueño -ahora una realidad- de construir una escuela de música en la Palestina ocupada.
Su todoterreno camino de Sebastia atraviesa Cisjordania, una tierra más pequeña que el estado de Delaware, sembrada con más de 600 puestos de control, barreras de tierra y otros obstáculos que impiden desplazarse con normalidad. Su desvío y el incidente previo son parte del sistema que mantiene a los palestinos confinados en enclaves rodeados de asentamientos judíos y sobre los que pende la amenazadora presencia militar israelí. Sin embargo, esta clase de humillación y encierro diarios continúan siendo desconocidos para la mayoría de los estadounidenses. A pesar del aluvión de noticias sobre Israel y su relación con Estados Unidos, la realidad cotidiana de la mitad de la población inmersa en un conflicto que dura más de medio siglo pasa desapercibida para los estadounidenses.
Las razones hunden sus raíces en la cultura, la política y el dinero. Millones de estadounidenses crecieron escuchando la versión de la historia israelí de Leon Uris, tal y como aparece en su novela Éxodo. Ese relato se centraba en el heroico nacimiento del Estado judío de las cenizas del Holocausto. «Los árabes» -es decir, los palestinos- tenían un papel marginal, lamentable, obstruccionista y violento. Aquella historia se instaló en los medios y a partir de ella se narraron las luchas en la región: Israel, rodeado por un mar de enemigos, debe ser asegurado. Pero como ocurrió con el relato mediático dominante antes de la invasión de Iraq por Estados Unidos -que afirmaba que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva– a menudo siguen ignorándose los hechos sobre el terreno.
El dinero nubla el cuadro todavía más. Millones de dólares del magnate de los casinos mil millonario y defensor de los asentamientos israelíes, Sheldon Adelson (que también se muestra a favor de usar armas nucleares contra Irán) y del mil millonario Paul Singer, embarcados en la Coalición Judía Republicana, así como de quienes financian el Comité de Emergencia por Israel que dirige el neocon William Kristol, han servido para tergiversar aún más las cosas. A lo largo del proceso, esos mismos patrocinadores han concedido un protagonismo cada vez mayor a halcones de la guerra como el senador de Arkansas Tom Cottom.
El dinero y la influencia política de quienes apoyan al Comité de Asuntos Públicos de Israel y Estados Unidos (AIPAC, por sus siglas en inglés) han tenido un efecto similar en algunos demócratas. Lo que ayuda a explicar, por ejemplo, las impugnaciones crecientes por parte del senador de Nueva York, Charles Schumer, y del recientemente procesado senador de Nueva Jersey, Robert Menendez, al acuerdo marco nuclear con Irán alcanzado por la administración Obama. Pero el problema existe desde hace bastante tiempo. Durante años, tal y como reveló la periodista Connie Bruck el pasado mes de septiembre en el New Yorker, la AIPAC ha tenido a cargos elegidos de mano dura, los receptores de sus generosas donaciones de campaña, elaborando leyes favorables a Israel. Esos proyectos de ley a menudo son escritos por el personal de la AIPAC y luego son presentados bajo el nombre de algún miembro del Congreso.
Todo esto ha tenido un efecto ruinoso en el debate estadounidense sobre Israel y Palestina. Casi sistemáticamente se deja fuera de cualquier discusión el impacto devastador que la ocupación militar israelí tiene en la vida de los palestinos, el cual va de la mano con la incesante expansión de los asentamientos que socava cualquier perspectiva de una paz justa y duradera en la región.
Estar confinado
Los políticos estadounidenses suelen declarar que «Israel tiene derecho a defenderse». Rara vez alguien pregunta si los palestinos tienen el mismo derecho, o siquiera el derecho a disfrutar de libertad de movimiento en su propia tierra natal.
He pasado los últimos cinco años documentando tanto la dura realidad de la ocupación israelí en Cisjordania como el sueño de Ramzi Aburedwan de construir una escuela de música que ofreciera a los niños palestinos una alternativa a la violencia y la humillación que forman parte de su vida diaria. Me senté con niños en los montes al sur de Hebrón que habían sido apedreados por los colonos israelíes y atacados por pastores alemanes cuando recorrían las dos millas que los separaban de la escuela. Conocí a una niña de 14 años a la que un soldado obligó a tocar una canción en el puesto de control, supuestamente para comprobar que su flauta no era un arma.
Los agricultores de los pueblos compartieron conmigo su angustia al haber sido despojados de su medio de vida, pues una barrera de separación de 430 millas de largo construida por Israel en tierra palestina, que básicamente confiscó alrededor del 10% de Cisjordania, les impide llegar a sus amados olivares. He visto hombres hacinados en contendedores de espera antes de ser trasladados a Israel para trabajar por un sueldo mínimo, y mujeres apretujadas entre bloques de hormigón de más de dos metros de altura, esperando para acudir a rezar a la mezquita Al Aqsa en Jerusalén. He hablado con muchísimas familias que han sufrido redadas nocturnas llevadas a cabo por soldados israelíes, incluyendo una joven madre que estaba sola en casa con su hijo de un año y se despertó frente a 10 soldados israelíes que acababan de echar la puerta abajo y la apuntaban con sus armas. Resultó que los soldados se habían equivocado de apartamento. El bebé estuvo dormido todo el tiempo.
Para Ramzi y los profesores de Al Kamandjati (en árabe, «El violinista»), esta escuela es como un antídoto contra la sensación de opresión y encierro que impregna la vida en Palestina. Y es verdad que los estudiantes con los que hablé insistieron en que tocar les había dado un sentido transformador de calma y protección; y no solo en los momentos en que cogían sus instrumentos y se perdían en Bach, Beethoven o Fairuz.
Rasha, la joven flautista detenida y obligada a tocar en el puesto de control, me dijo que la música le había permitido enfrentarse a dificultades que anteriormente le habían resultado abrumadoras. «Me sentía como si estuviera en un bosque, sola en una pequeña casa sin gente, sin ruido, sin nada», recordaba. «Montañas, mar, algo azul puro, no como el Mar Muerto. Era una vía de escape hacia otro mundo, un mundo mejor. Yo poseía ese mundo». Sus profesores señalaron que una niña enfadada y traumatizada se estaba convirtiendo en una joven música resuelta, consciente y con un gran respeto por sí misma.
No obstante, la expresión creativa, aunque personalmente transformadora, no puede cambiar la realidad del creciente confinamiento de los palestinos ni de la insidiosa militarización de sus tierras por parte de Israel, todo lo cual es resultado directo de la expansión de los asentamientos. Cuando se firmaron los acuerdos de paz de Oslo en 1993, antes de mi primer viaje a Tierra Santa, unos 109.000 colonos judíos habían reclamado las tierras de los palestinos en Cisjordania alentados por una serie de incentivos que conseguían que resultara más barato convertirse en colono que residir en la ciudad.
En los años siguientes, en la tierra que supuestamente estaba reservada para un Estado palestino, fue tejiéndose una red de nuevas carreteras de uso exclusivo para colonos y VIPs. Cada año, a pesar del «proceso de paz» en curso, llegaban miles de colonos, y con ellos más bases militares israelíes. El 60% de Cisjordania está controlada directamente por el ejército israelí, que vigila los asentamientos, las «zonas de seguridad» aledañas y las carreteras exclusivas que llevan rápidamente a los colonos judíos a Jerusalén y Tel Aviv a trabajar, rezar, hacer compras o a la playa.
Más de dos décadas después del comienzo de la época Oslo, 350.000 colonos judíos viven principalmente en la parte alta de las montañas situadas en las tierras arrebatadas a Cisjordania, mientras que los palestinos están siendo confinados en un archipiélago de «islas» en un mar de control militar israelí. En realidad, lo que hay actualmente en Tierra Santa es un único Estado controlado por Israel en el que algunos gozan de todos los derechos como ciudadanos y otros de prácticamente ninguno.
Irónicamente, la reelección del hipernacionalista Benjamin Netanyahu para un cuarto mandato como primer ministro israelí sirvió para aclarar una verdad esencial. Su declaración durante la campaña electoral de que un Estado palestino nunca estaría en su mesa de negociación (con independencia de su trayectoria poselectoral) lo dice todo: el proyecto de asentamientos y ocupación militar por parte de Israel desde hace 48 años es y seguirá siendo la realidad preeminente del conflicto. En otras palabras, la solución de dos estados está muerta. Si los estadounidenses lo entendieran, el debate podría virar hacia uno centrado en los derechos humanos, civiles y de voto. Los palestinos, en cambio, hace mucho que entendieron esta realidad de un único Estado viviendo bajo la ocupación, y no están esperando a que los estadounidenses logren comprender los hechos obvios que se dan sobre el terreno.
En los últimos años la sociedad civil palestina y quienes la apoyan internacionalmente se han movido en nuevas direcciones, adoptando la acción directa no violenta contra Israel. El verano pasado, cuando las negociaciones sobre un nuevo acuerdo de paz dirigidas por el secretario de Estado John Kerry fracasaron estrepitosamente y la administración Obama, de manera inusual, echó la culpa a la intransigencia israelí, los palestinos y quienes les apoyan mencionaron la necesidad de adoptar una nueva estrategia que incluyera al movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones o BDS. Con él vino un renovado empuje por parte de la Autoridad Palestina al lograrse el reconocimiento de Naciones Unidas a Palestina como Estado independiente y miembro de la Corte Penal Internacional, lo que abre la posibilidad de que pueda denunciar por crímenes de guerra a los dirigentes israelíes.
La campaña BDS ha obtenido algunas victorias modestas. En mayo de 2013 el físico Stephen Hawking canceló una visita para dar una conferencia en Israel. A comienzos de 2015 la actriz Scarlett Johansson fue obligada a dimitir como embajadora de Oxfam después de negarse a cortar sus vínculos como promotora de la marca de bebidas SodaStream, que tiene una fábrica en los territorios ocupados. El boicot a esta empresa parece que ha tenido un impacto significativo en su balance final.
En junio del año pasado la iglesia presbiteriana estadounidense votó por un escaso margen a favor de deshacerse de sus acciones de Caterpillar, fabricante del modelo de bulldozers D-9 encargados de demoler miles de casas y arrancar decenas de miles de olivos en Palestina. A finales del año pasado la Unión Europea anunció que prohibía la entrada al mercado comunitario de productos de asentamientos israelíes; y a primeros de este año, según se informó, después de perder un contrato con la Massachussets Bay Commuter Company de 4.000 millones de dólares por la presión de los activistas de la BDS, el grupo francés Veolia vendió muchas de sus actividades en Israel.
Quienes apoyan la BDS creen que estas victorias están impulsando su estrategia para avergonzar a Israel en el plano internacional. La presión económica y la condena internacional han reemplazado el enfoque del diálogo bienintencionado de la época Oslo. Eso, dicen los activistas, creó la impresión de que las cosas iban mejor sobre el terreno pero lo que ha hecho en realidad es favorecer la construcción de más asentamientos y el confinamiento cada vez mayor de los palestinos. En los últimos años varias organizaciones palestinas, incluyendo la escuela de música de Ramzi Aburedwan, se han adherido a la campaña BDS.
La vida en el carril rápido
Después del concierto en Sebastia -parte del festival «Music Days» de la escuela Al Kamandjati- Ramzi condujo a través de la oscuridad en dirección a Ramallah. Su mujer y su hijo dormían a trompicones en el asiento de atrás. El todoterreno iba tomando las curvas de la Autopista 60 de Cisjordania y volvió a pasar por debajo de Shavei Shomron, encendida en mitad de la noche.
Íbamos charlando sobre lo que significaba que Al Kamandjati acabara de unirse a la campaña BDS. Él lo veía como un paso hacia la libertad palestina. «Porque creemos en la resistencia pacífica y en nuestro derecho a estar aquí», se leía en el programa del festival, «pedimos a las personas que creen en los derechos humanos y la libertad que se sumen al boicot a los productos israelíes así como a las instituciones culturales y académicas hasta que Israel entienda que no puede acabar con la voluntad de un pueblo por la fuerza, respete la legislación internacional y ponga fin a la ocupación».
En este sentido, Ramzi, como muchos de sus estudiantes y profesores, se ve a sí mismo como parte de un movimiento más amplio de acción no violenta que protesta contra la ocupación y apoya la independencia de Palestina. «Tienes que insistir en la energía positiva», me dijo, sus ojos fijos en el reguero de luces blancas que dibujaban los pueblos palestinos hacia el sur. Acarició su barbuda barbilla. «Cuando más crees en lo que haces, más dispuesto estás a continuar. Es como una bola de nieve». La luz formaba un orbe delante del todoterreno a medida que atravesaba la oscuridad. «Lo veo en los jóvenes que están viviendo en un mundo enteramente musical».
En el este aparecieron las luces del pueblo palestino de Beit Wazan. De sus estudiantes dijo: «Su mundo es ahora la música. Su vida está ahora comprometida con la música».
Fue frenando según nos aproximábamos al puesto de control de dos carriles de Zatara. A la izquierda estaba el carril rápido para los coches de los colonos y los VIPs con sus reveladoras matrículas amarillas. A la derecha, el carril palestino, donde todas las matrículas eran blancas con letras verdes y donde ya había una larga fila de coches esperando al ralentí.
Ramzi echó un vistazo a esa funesta fila y rápidamente decidió cuál iba a ser su versión nocturna de acción directa no violenta contra la normativa israelí. Giró su todoterreno con matrícula blanca hacia el carril vacío de la izquierda y llegó hasta el puesto de guardia reservado para colonos, otros israelíes y los pocos palestinos privilegiados que tenían conexiones especiales.
«¿Por qué vienes aquí?», le preguntó el soldado con indignación. «Espera en la otra fila».
«Me gustaría saber», respondió Ramzi en inglés, «si hay alguna diferencia entre los bebés israelíes y los bebés palestinos».
«¿Qué?», replicó el sorprendido soldado.
«Dije», repitió Ramzi en tono cortante, «¿hay alguna diferencia entre los bebés israelíes y los bebés palestinos? Entre vuestros bebés y nuestros bebés. Me gustaría saber la respuesta a esta pregunta».
El soldado miró a Celine, que se había despertado, junto a su bebé de ojos azules adormecido en la sillita. Todavía llevaba puesta la camiseta de fútbol francesa con el nombre de Hussein en la espalda, regalo de la hermana de Celine. El joven soldado dudó, volvió a echar un vistazo a Ramzi y luego le hizo una señal con la mano para que pasasen: una victoria pequeñita en medio de una larga lucha sin final a la vista.
Sandy Tolan es colaborador habitual de TomDispatch y autor de The Lemon Tree. Profesor asociado de la Escuela Annenberg para la Comunicación y el Periodismo de la Universidad del Sur de California, su último libro, Children of the Stone: The Power of Music In a Hard Land (Bloomsbury), trata del sueño de un joven palestino de construir una escuela de música en medio de la ocupación militar israelí. Su página en Internet es Ramallahcafe.com y se le puede seguir en Twitter en @sandy_tolan.