Los jueces del Tribunal Supremo de Israel y del Tribunal Internacional de La Haya, que representa a la comunidad internacional, han condenado la forma en que se está erigiendo el muro de cemento en la zona de Cisjordania, aunque parece que nada tienen que objetar a la decisión de aislar los territorios palestinos. Vienen a […]
Los jueces del Tribunal Supremo de Israel y del Tribunal Internacional de La Haya, que representa a la comunidad internacional, han condenado la forma en que se está erigiendo el muro de cemento en la zona de Cisjordania, aunque parece que nada tienen que objetar a la decisión de aislar los territorios palestinos. Vienen a decir que cada uno en su casa y sin invadir la del vecino, puede hacer lo que le parezca. La decisión, en este aspecto, es decepcionante, pero no se puede negar que tiene algunos aspectos positivos. La sentencia del Tribunal Internacional de La Haya, que no es un organismo extraterrestre o simplemente folclórico, como parecen pensar los dirigentes israelíes, ha condenado firmemente la vulneración de las leyes internacionales y al mismo tiempo ha plasmado en sus razonamientos que una medida tan aberrante no encaja en el mundo de valores que pretenden promover las Naciones Unidas. Le guste o no al Gobierno de Israel, el Tribunal tiene el respaldo y la legitimidad del único organismo con autoridad mundial y actúa ajustándose a criterios rigurosamente jurídicos en la interpretación y aplicación de las normas del derecho internacional.
La privación de derechos que el muro supone para los palestinos se refleja de forma muy expresiva en la sentencia, cuando dice que su construcción afecta a los derechos de «autodeterminación, trabajo, asistencia social, salud, protección, educación y libertad de movimientos». Ante la realidad que contemplamos a diario, es posible que algunos se pregunten qué efecto práctico tendrá esta resolución, si los israelíes se reservan el derecho de asesinar y destruir sus viviendas hasta no dejar piedra sobre piedra.
La reacción del Estado de Israel ante la sentencia responde a los esquemas más clásicos. Los dirigentes autoritarios no quieren reconocer la primacía del derecho internacional sobre la política basada en la fuerza y en el desprecio a las reglas marcadas. Alguno de sus responsables se ha condolido de la sentencia con un lamento clásico: ¡no nos entienden! Ciertamente no están solos, cuentan con el apoyo incondicional de los Estados Unidos, que no sólo se lo han prometido, sino que ya reaccionaron de igual forma cuando fueron condenados por el Tribunal Internacional de La Haya en el caso Nicaragua, por uso ilegal de la fuerza. Su reacción recobra patente actualidad. El director de The New York Times escribió un editorial calificando a los jueces de «foro hostil». Pero el colmo del delirio lo consiguió Robert Leiken, columnista de The Washington Post, que no tuvo reparo en afirmar que existían estrechos lazos del Tribunal con la Unión Soviética.
La tentación de reafirmarse y empecinarse en sus razones sin valorar las respuestas imparciales y estrictamente jurídicas son frecuentes en los que se creen investidos de la verdad absoluta y no están dispuestos a consentir resignadamente que su acción no sólo es equivocada, sino además injusta y reprochable. Como era de esperar, los bloques de cemento no han impedido un nuevo atentado terrorista. La respuesta de Ariel Sharon no ha podido ser más deprimente y manipuladora. La injuria de acusar a los jueces de «alentar el terrorismo y de impedir a los países defenderse» sería una magna simpleza si no destilara un mensaje irracional y demoledor.
La aspiración de quedar al margen de la norma y tratar de imponer los hechos consumados de forma brutal anida en mentes autoritarias que, por desgracia, no son la expresión de una paranoia personal, sino el reflejo de importantes sectores de la población que les ha elegido precisamente para utilizar la fuerza como método y el asesinato selectivo como solución final.
Cierran las puertas y los oídos al clamor internacional encarnado por esos quince jueces de las más diversas nacionalidades y orígenes, ignorando que se les exige gozar de una alta consideración moral y ser jurisconsultos de reconocida competencia en materia de derecho internacional. Ante las reacciones exasperadas y descalificantes que auguran a la resolución ir a parar al «basurero de la historia» o tratarse de una decisión política, pocos se han parado a pensar que la condena se basa fundamentalmente en que el muro se ha construido sobre terrenos que pertenecen a los palestinos. Las imágenes de la valla de cemento cortando en dos un pueblo y sus vías de comunicación sólo tiene parangón en el emblemático muro de Berlín.
Ni la comunidad internacional ni la comunidad judía pueden admitir esta lacra infinita de kilómetros de longitud que es un monumento a la incapacidad de los gobernantes para hacer una política integradora y de acercamiento a una realidad lacerante que lleva tantos o más siglos, en el lugar donde se desarrollaron escenas que la Biblia de los judíos ha recogido para meditación de sus lectores.
Esta agresión cometida sobre la tierra prometida nos permite algunas reflexiones buscando antecedentes en el pasado. Josué, heredero y sucesor de Moisés por la gracia de Yahvé, asumió la tarea de instalarse definitivamente en la tierra prometida. En su camino se encontraron con el obstáculo de las murallas de Jericó. Dice la Biblia que tenía Jericó «cerradas las puertas y bien echados sus cerrojos por miedo a los hijos de Israel y nadie salía ni entraba en ella».
Resulta ilustrativo recordar cómo se consiguió derrumbar las murallas. No lo hizo ni la potencia destructora de las armas ni el esfuerzo heroico de los asaltantes, bastó con las fuerzas del espíritu. Siete sacerdotes con potentes trompetas delante del Arca de la Alianza dieron vueltas a la ciudad y al séptimo día sus atronadores sonidos y el clamor del pueblo gritando consiguieron por la energía arrolladora de las ondas que las murallas se desintegrasen.
Resulta ilustrativo recordar cómo se consiguió derrumbar las murallas. No lo hizo ni la potencia destructora de las armas ni el esfuerzo heroico de los asaltantes, bastó con las fuerzas del espíritu. Siete sacerdotes con potentes trompetas delante del Arca de la Alianza dieron vueltas a la ciudad y al séptimo día sus atronadores sonidos y el clamor del pueblo gritando consiguieron por la energía arrolladora de las ondas que las murallas se desintegrasen.
El pasar de los siglos no ha sido demasiado esperanzador, pero nos encontramos ante la posibilidad de utilizar, en ciertos casos con éxito, la fuerza del derecho como una gigantesca onda sonora que derribe las barreras alzadas por los opresores y condene sus comportamientos.
Todas las murallas tienen dos caras. La resolución de la Corte Internacional de Justicia no se ha pronunciado sobre la legitimidad de su orientación, sino sobre la ocupación de terrenos ajenos. Su decisión, escasa y sin pretensiones moralistas, ha servido para despertar el sentimiento anidado en la conciencia de la mayor parte de los países que componen la Asamblea General de las Naciones Unidas. La fuerza moral de estos sentimientos será más poderosa que el empecinamiento de los constructores del monstruo ciclópeo. El clamor universal, amplificado por millones de voces, ya ha derribado virtualmente esas murallas. Conseguir su retirada es una tarea en la que tiene que participar activa e inteligentemente la población judía que cree en la superioridad de los valores democráticos sobre el terrorismo suicida. La soberbia decisión de aislar a unos seres humanos con un muro de cemento, que les prive de la visión del horizonte y de mirarse a los ojos de sus vecinos, sólo generará más odio y violencia.
Desde los más remotos tiempos los poderosos han lanzado murallas de la más diversa arquitectura para defenderse de los enemigos exteriores. Gracias a este impulso, la humanidad disfruta de asombrosas obras de arte que constituyen un patrimonio artístico que nos ofrece su magnificencia exterior. La mayor parte de las veces desconocemos la historia y la vida de los que en su interior vivieron y desde el exterior trataban de acceder, con afán de conquista o por simple instinto de supervivencia ante la hostilidad de la intemperie exterior.
Supongamos que las moles de cemento, como gigantesca serpiente, se deslizan sinuosamente por todas las fronteras exteriores del Estado de Israel. Al finalizar su andadura encierra a sus constructores en un recinto contorneado por un muro frío y aséptico, que, en su geométrica rigidez, carece incluso de adarves y torres que dulcifiquen su monolítica monstruosidad.
A partir de este imaginario escenario, el peligro exterior no desaparece, pero surge la tensión y angustia que producen los espacios cerrados.
El pueblo de Israel ha quedado preso en el interior de los muros que rodean su antigua Jericó. Necesitan recuperar la sabiduría y la inteligencia de Salomón y darse cuenta de que están tramando contra ellos mismos. Como dicen sus proverbios, «la cólera del Rey es heraldo de la muerte, el hombre sabio la aplacará».
20-07-2004