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La I Gran Guerra y los difíciles avatares de la racionalidad poliética (III)

Fuentes: Sociología Histórica

Para el compañero y maestro Alejandro Andreassi, ciencia y conciencia

Ivanov se acercó a su mujer, la rodeó con los brazos y permaneció pegado a ella, inmóvil, sintiendo el calor olvidado y familiar de la persona amada… Mientras él estaba allí sentado, toda la familia trajinaba en la sala y en la cocina, preparando un festín. Ivanov examinó, uno tras otro, todos los objetos: el reloj, el aparador con la vajilla, el termómetro de pared, las sillas, las flores en los alféizares, el fogón de ladrillo. Aquí habían vivido durante mucho tiempo, y aquí lo habían echado de menos. Ahora había vuelto y los miraba, empezaba a conocerlos de nuevo, como si fueran parientes cuyas vidas habían sido tristes y solitarias sin él. Respiró hondo y sintió el olor de la casa, conocido e inalterable: a madera que arde lentamente, al calor del cuerpo de sus hijos, al humo de la chimenea. Este aroma era el mismo de hacía cuatro años, no se había disipado ni cambiado en su ausencia. En ningún otro lugar había sentido Ivanov este olor, aunque en el curso de la guerra había estado en varios países y cientos de hogares; los olores allí habían sido otros, siempre les faltaba esa cualidad especial que tenía el de su casa.

Platónov; «El rio Potudán» (1937)

7. El llamamiento belicista.

Lo que se había llamado «mentalidad alemana» se había convertido en algo desacreditado y en un triste testigo de la falta de corazón de principios, incluso de la escasez de lógica y precisión, pero sobre todo, enfatizaba Hugo Ball [33], de la falta de moral instintiva. En 1914, apenas había existido alguna personalidad oficial que se comprometiera.

Los pastores y los poetas, los hombres de Estado y los sabios rivalizaron entre sí para extender un concepto de nación lo más bello posible. Apareció una confusión de interés y valor, de orden e idea que Potsdam intentó disculpar con Weimar, y Weimar intentó disculpar con Postdam, en una bulliciosa histeria. El eterno papeleo se convirtió en el acontecimiento del día. Noventa y tres intelectuales demostraron mediante un pomposo manifiesto que ya no contaban como intelectuales.

El manifiesto de los 93, trece de ellos eran ya entonces o lo fueron posteriomente Premios Nobel, respuesta a un documento de científicos británicos y franceses que denunciaba las atrocidades cometidas por el Ejército alemán en Bélgica publicado a finales de septiembre [34], se editó el 4 de octubre de 1914 en el periódico Europäische Geschichts-Kalender y en otros periódicos alemanes. El escrito, redactado por el poeta Ludwig Fulda [35], fue una llamada -una declaración moral de guerra, un documento de arrogancia autista según algunos- de casi un centenar de intelectuales alemanes, científicos, profesores, teólogos, novelistas y artistas de primera magnitud, «mandarines» en el sentido dado a la expresión por Fritz Ringer, un texto dirigido «Al mundo civilizado [Der Aufruf der 93, An die Kulturwelt!]».

Con exceso de comprensión, Fritz Stern, uno de los máximos expertos en la historia alemana del siglo XX, señala en «La Alemania de Einstein» [36]:

El Manifiesto de los noventa y tres ha sido considerado a menudo como una justificación de la agresión, una declaración de chauvinismo irresticto. Me temo que fue además el grito de un pueblo para el cual el mundo exterior contaba y que intuía que los aliados vendrían para convertir en parias. Algunas de esos noventa y tres esperaban salvaguardar la repetabilidad por encima de las trincheras -pero firmaron un docuento el efecto contrario.

No sería la última vez, prosigue Stern, en la que los alemanes reafirmaban los sentimientos que, en principio, se habían propuesto negar.

Con pocas excepciones, intelectuales de todos los rincones se sumaron al coro de odio y al clamar de sangre. Así también los guardianes de la moralidad y los siervos de Dios, aquellos sacerdotes que santificaron el matar como acto de purificación mítica. Con el tiempo, algunos de los noventa y tres se volvieron moderados -o tal vez siguieron siendo lo patriotas que habían sido-, pero otros los sobrepasaron por la derecha en el gran salto salvaje de la nación hacia la locura pangermánica.

«Patriotas que habían sido» es un inmerecido elogio de Stern… o una clara señal de la barbarie a la que puede llevarnos el patriotismo pésimamente entendido.

No es muy distinta la opinión de Helge Kragh [38]. Un importante factor en la «Krieg der Geister», la guerra de los sabios, fue el manifiesto publicado en octubre de 1914:

[…] 93 científicos, artistas y académicos alemanes trataban de justficar las acciones de su ejército, incluyendo su ataque sobre la neutral Bélgica y la destrucción de Lovaina. En el Aufruf o manifiesto «al mundo civilizado», los autoproclamados «herederos de la verdad» alemanes negaba que Alemania hubiera causado la guerra y que los soldados actuaran sin la disciplina y honor que se esperarían del ejército de una nación civilizada. Se mantenía que todas esas acusaciones eran infames mentiras. Para los científicos alemanes, militarismo y cultura estaban inseparablemente ligados.

No fue el único. Cuando hacía ya un año que había empezado la guerra, un numero colectivo de científicos alemanes, junto con profesores universitarios e intelectuales, declaró su subordinación al Estado y al Ejército.

Al mundo civilizado, An die Kulturwelt… Conviene una precisión conceptual. Norbert Elias ha observado, pensando en términos de la política interor alemana, que el término alemán «cultura» tenía una connotación apolítica, antipolítica incluso, síntoma muy presente entre las élites de la clase media alemana de que la política y los asuntos del Estado se corresponden con la falta de libertad, con la humillación de las personas, mientras que la cultura, por el contrario, representa la esfera de su libertad y orgullo [39]. En El proceso de civilización alude al papel que desempeña en la política exterior, a la obsesión alemana por establecer una distinción entre cultura y civilización.

Para los alemanes, el término Zivilisation hace referencia a algo que es verdaderamente útil, pero que, sin embargo, es un valor de segundo orden, que afecta sólo a la apariencia, a la superficie de la existencia humana. La palabra que emplean los alemanes para interpretarse a sí mismos, la que expresa mejor que ninguna otra el orgullo que sienten por sus propios logros y por su propio ser es Kultu [40].

Mientras que el concepto inglés, francés, castellano o italiano de cultura hace referencia también a otros aspectos como el político, el económico, el social, el deportivo, el moral o incluso el teconológico, el término alemán «Kultur» refiere más bien en exclusiva a los aspectos intelectuales, filosóficos y artísticos, estableciendo, intentando establecer una nítida línea de demarcación entre este tipo de hechos y los políticos y económico-sociales [41].

Como ha recordado Francisco Fernández Buey [42] tomando pie en Wolf Lepenies y en el libro citado, la noción dominante de la Kultur en Alemania se oponía a la de «civilización» franco-inglesa

[…] Tenía una dimensión apolítica (o antipolítica, solía ir unida a la del pueblo cultural (Kulturvolk) y ya en los años de la Primera Guerra Mundial se presentaba abiertamente vinculada al militarismo prusiano. Armas y Kultur constituían allí un binomio tal que incluso para muchos colegas de Einstein sólo las armas podían salvar a la Kultur, específicamente alemana, de la civilización (considerada decadente) anglo-francesa.

El manifiesto intentaba responder a lo que, desde su perspectiva, se había ido acumulando y denunciando en la propaganda de los adversarios políticos, sobre todo tras la invasión de Bélgica. Pretendía dar respuesta a las críticas públicas que académicos británicos y franceses habían lanzado acusando a la intelectualidad alemana de cohonestar los atropellos cometidos por el ejército alemán en Bélgica y dar su apoyo al «militarismo prusiano».

Se comprende que en estas circunstancias la crítica de Einstein, miembro y posteriormente presidente honorario de la Liga de Resistentes contra la Guerra, una organización pacifista internacional [43], y de no muchos intelectuales más, al militarismo del propio pais y el que algunos se declararan pacifistas -Einstein de nuevo entre ellos- les granjeara una enorme y generalizada animadversión. Si cuando empezaron las hostilidades, una declaración de esta naturaleza era problemática y muy minoritaria en Francia o Inglaterra (recuérdese el caso de Bertrand Russell), en Alemania lo era más aún.

Sólo hay que recordar que varias de las personalidades que se habían opuesto a los créditos de guerra de 1914 o que se manifestaron en Alemania contra el patriotismo militarista y contra aquella noción de la Kultur fueron asesinados allí al acabar la guerra…

La acusación que se rechaza con más fuerza en el manifiesto, señala Canfora, es la de pisotear la civilización (no en el sentido anterior). De ahí el destinatario del llamamiento: «el mundo civilizado». La propaganda de la Entente, llena también de dogmatismo, nacionalismo extremo y descalificación generalizada, presentaba a los alemanes como incivilizados, bárbaros, salvajes, teutones. En Italia (aunque no sólo allí), recuerda el gran helenista, la prensa de la época, desempolva la oposición entre latinos (civilizadores) y germanos (salvajes, embrutecidos). Si los alemanes deliraron, los demás, señala Canfora con razón, también pusieron de su parte.

El manifiesto se tradujo a las principales lenguas del mundo y estaba dirigido, en principio, a destacadas y reconocidas personalidades europeas y norteamericanas. Dos países en especial en el punto de mira: los Estados Unidos de América y el Vaticano [44]. El manifiesto de los 93 se difundió extensamente y se recogieron posteriormente miles de firmas de apoyo en todo el Reich.

El texto aspiraba a una refutación en toda regla, a confutar las acusaciones que se habían formulado por doquier contra la forma en que los Imperios centrales -el alemán, el austro-húngaro- conducían y desarrollaban la guerra. La recuperación de un discurso que primaba a la nación por encima de las diferencias sociales, que la señalaba como un cuerpo indivisible, compuesto de partes diferenciadas pero complementarias, casaba perfectamente con una visión organicista de la misma. Así lo ha señalado el historiador Alejandro Andreassi:

Esta concepción organicista que se había construido en el debate sobre las relaciones entre biología y sociedad en el último cuarto de siglo y que en momentos de tensión internacional creciente, con la amenaza del estallido de un conflicto que envolviendo varias potencias europeas hallaría a Alemania posiblemente entre dos fuegos, parecía justificar la necesidad de incrementar su capacidad militar para conjurar esa posibilidad, adquiría un carácter objetivo y su refuerzo constituía una necesidad estratégica.

En la década previa a 1914 parecía necesario renovar la invocación del «espíritu nacional» que ya había prevalecido años antes, en 1871.

[…] un espíritu que aparecía paradójicamente silenciado por el mismo éxito de la unificación en la gestión cotidiana del bloque de poder en el Reich, y que tanto la irrupción de las clases subalternas en la arena política y en la opinión pública y la situación internacional en la que Alemania se consideraba protagonista y no mera observadora exigía revivir, ahora desde una dinámica crecientemente demagógica.

Debe recordarse que una parte significativa del mundo académico había acompañado o participado de un modo u otro en esta movilización nacionalista. Científicos de renombre y de gran popularidad, como Ernst Haeckel o Friedrich Ratzel, habían estado presentes en la fundación de la Liga Pangermánica.

Entre los firmantes del manifiesto pueden verse algunos de los más célebres científicos, impulsores de la biología, la medicina y la antropología, en línea de una lectura biolologista de los fenómenos sociales y políticos, como defendían Haeckel y Wilhelm Waldeyer. Otros, como Max von Gruber, profesor de higiene en Munich, miembro de la Berliner Gesellschaft für Rassehygiene, Albert Neisser, especialista en enfermedades venéreas (descubridor del gonococo, la bacteria que causaba la gonorrea), o Rudolf Abel, higienista y bacteriólogo, apoyaban consignas pangermánicas de anexión de territorios.

El hecho de que se presentaran en su condición de practicantes de las ciencias y las artes significaba avalar desde el prestigio de su saber la implicación de Alemania en el conflicto y sostener a un tiempo que el triunfo de las armas alemanas, la victoria del ejército alemán significaba también el triunfo de la cultura por ellos representada. Defendían una simbiosis, una relación orgánica que hacía depender la suerte de la civilización, objetivada en el Reich alemán, de ese ejército y de esa victoria con una intensidad, ha señalado Andreassi, «que evocaba como un relámpago sobre el fondo oscuro de la contienda el papel especial de las armas en la construcción de la identidad alemana.»

Algunas ausencias, las de Thomas Mann por ejemplo, que hubiera podido ser el firnante 94 (se recreó describiendo con detalle la «maravillosa» tecnología desplegada contra el Lusitania, un buque de pasajeros civiles hundido por un submarino alemán), no implican diferencias básicas o esenciales de perspectiva. Tampoco en el caso de Gottlob Frege (Michael Dumett, el comprometido filósofo de la matemática, recibió como un enorme mazazo filosófico-cultutal el descubrimiento tardío del Diario fregeano de 1924). En el prólogo de Consideraciones de un apolítico [45], escrito al finalizar el libro que recoge las reflexiones del autor entre 1914 y 1918, con las matanzas y desesperación de la gran guerra como marco, el autor de La montaña mágica apuntaba:

Si en las páginas que siguen he abogado por el punto de vista de que la democracia, de que la propia política es ajena y ponzoñosa para el ser alemán; si he puesto en duda o si he discutido la vocación de Alemania para la política, ello no ocurrió con la ridícula intención -desde un punto de vista personal y objetivo- de quitarle a mi pueblo sus deseos de realidad, de hacer vacilar en la fe en la justicia de sus aspiraciones univerales. Reconozco estar profundamente convencido de que el pueblo alemán jamás podrá amar la democracia por la sencilla razón de que no puede amar la propia política, y que el muy desacreditado «estado autoritario» es y sigue siendo la forma de gobierno más apropiada al pueblo alemán, la que le corresponde y la que, en el fondo, desea [las cursivas son mías].

(Un necesario paréntesis. No fue esta, como tal vez se recuerde, la «consideración apolítica» permanente de Mann. Manuel Sacristán escribía sobre ello en su presentación de la obra en prosa de Goethe [46]:

  Goethe und die Demokratie , conferencia pronunciada por Mann en 1949, es sólo el episodio final del largo esfuerzo del artista por presentar a los alemanes la figura de Goethe como antídoto al nazismo y como fórmula de progresiva civilidad.

 

  Existían precedentes, apuntaba el germanista ibérico en «La veracidad de Goethe».. Ya en 1932, Mann esgrimía a Goethe como prestigio contra el belicismo renaciente en Alemania .

Durante la conferencia Von deutscher Republik, pronunciada en el Beethovenshall de Berlín, el público joven, arrastrado por el nacionalismo, patea una profesión de amor a la paz que acaba de pronunciar Mann. Éste hace un inciso: «¡Jóvenes, no uséis esos tonos! Yo no soy un pacifista, ni de la observancia frenética ni de la untuosa. El pacifismo como concepción del mundo, como vegetarianismo del alma, como filosofía racionalista-burguesa de la felicidad, no es, desde luego, asunto mío. Pero tampoco fue asunto de Goethe, o no lo habría sido de vivir él hoy; y él, sin embargo, fue un hombre de paz. Yo no soy Goethe; pero un poco, de lejos, de algún modo, soy, por decirlo con Adalbert Stifter, «de su familia», y por eso mi herencia es la paz, pues la paz es el reino de la cultura, del arte y del pensamiento… » (Thomas Mann, Sorge um Deutschland, Sechs Essays, Frankfurt/Main, 1955, página 9, cursiva nuestra).

Por la misma senda y con perspectiva afín, Georg Lukács señala en «A la búsqueda del burgués» [47]

No es por eso ninguna casualidad que pecisamente en los años terribles de la tiranía de Hitler, de la degeneración fascista del pueblo alemán, escribiera Thomas Mann su única gran obra de carácter histórico, Lotte en Weimar. Thomas Mann se sirve de la gigantesa figura de Goethe, el Gulliver en el Liliput de Weimar, de su siempre amenazado pero también siempre firme proceso de perfeccionamiento intelectual, artístico y moral, para dar vida a la máxima corporeización que hayan alcanzado nunca las fuerzas progresistas de la burguesía alemana.

Después de haber presentado falsamente a Goethe durante decenios por parte de los escritores, eruditos e intelectuales alemanes, como ejemplo del oscurantismo germánico a la moda, prosigue el autor de El alma y las formas

Thomas Mann purifica su figura de la basura reaccionaria; mientras la burguesía alemana se rebajaba al máximo, caminando por la ciénaga sangrienta de un embriagadado barbarismo, le era ofrecida así una imagen de sus más altas posibilidades, de su humanismo problemático hasta la raíz, pero desde la raíz misma auténtica y progresista.

Finaliza aquí el paréntesis abierto sobre Mann).

El manifiesto, estructurado en un preámbulo, seis apartados críticos y la conclusión [48], se abre con estas palabras:

Profesores de Alemania, como representantes de las ciencias y las artes alemanas, nos dirigimos al mundo civilizado para protestar contra las mentiras y calumnias con las que nuestros enemigos están tratando de manchar el honor de Alemania…

En su ardua lucha por la existencia en una guerra a la que se afirmaba Alemania, que era una nación que amaba la paz, había sido empujada. La implacable realidad de los hechos había probado «la falsedad de las supuestas derrotas alemanas, por eso las tergiversaciones y calumnias trabajan ahora sin descanso». Como heraldos de la verdad, alzaban sus voces contra esas falsedades.

Representantes de las ciencias (el gran Planck entre ellos, también el gran Klein) y artes alemanas (con fuerte presencia de teólogos católicos y con apenas filósofos de renombre), protestaban contra mentiras y calumnias de los enemigos; manchas sobre el honor de Alemania; una guerra a la que se ha visto empujada por los otros y los acontecimientos; heraldos de la verdad.

¿De qué «verdad», de qué «verdades»? De las siguientes:

No era verdad que Alemania -ni el káiser, ni el gobierno, ni el pueblo, los tres componentes en uno- fuera culpable de haber provocado la guerra, se afirmaba de forma general y sin concreción en el primer punto:

Ni el pueblo, ni el gobierno, ni el Káiser la querían. Alemania hizo cuanto pudo por evitarla; de esta afirmación el mundo tiene pruebas fehacientes.

No habían sido pocas las ocasiones durante los largos años de su reinado en que Guillermo II había demostrado ser un defensor de la paz

[…] y con la misma frecuencia ha sido este hecho reconocido por sus oponentes. Es más, incluso cuando el Káiser, a quien ahora osan llamar Atila, ha sido ridiculizado por ellos durante años por su inalterable empeño en mantener la paz mundial. No ha sido hasta que las tropas superiores en número esperaban al acecho en la frontera cuando la nación se ha alzado como un solo hombre.

Las pruebas fehacientes a las que se alude del pacifismo del gobierno alemán no son señaladas. El olvido de recientes actuaciones coloniales alemanas es más que evidente, al igual que la falacia de la generalización apresurada en torno al pacifismo del káiser. Con tropas superiores en número se hace referencia a la movilización de los soldados rusos en la frontera occidental de Rusia.

El segundo punto era mucho más concreto: no era verdad que, y no sólo por parte del ejército alemán sino por la misma Alemania -«hayamos violado» se afirma-, no hiciera caso alguno de la frontera de la Bélgica neutral:

Se ha demostrado que Francia e Inglaterra han acordado esa intrusión, y ha sido igualmente probado que Bélgica ha convenido en que así lo hicieran. Hubiera sido por nuestra parte un suicidio habernos anticipado.

Demostrado, probado -con incorrecta terminología en un escrito firmado por grandes matemáticos- la intrusión de otras potencias, se afirma. La violación de Alemania es defensiva, simple. La tesis, posteriormente tan repetida, de la legitimidad moral y política de la guerra preventiva se imponía: ante posibles ataques, ataca primero, golpea de entrada, luego ya se vera. Alemania no había violado la neutralidad de Bélgica, propiamente no era el caso se sostenía. El ejército alemán se había adelantando en el combate para evitar que las tropas francesas e inglesas lo hicieran en primer lugar.

No era verdad, se afirmaba en el tercer punto de la declaración, que la vida o la propiedad de un solo ciudadano belga hubieran sido vulneradas por los soldados alemanes

[…] sin que la defensa propia lo haya hecho amargamente necesario; una y otra vez, a pesar de las repetidas amenazas, los ciudadanos se han emboscado, disparando a nuestras tropas fuera de sus casas, mutilando a los heridos y asesinando a sangre fría a los médicos mientras llevaban a cabo su labor samaritana.

Típica y, en general, falaz defensa de las actuaciones de un ejército invasor, como así se dirá y repetirá en la II Guerra Mundial. Aun más: no podía haber mayor maltrato que la ocultación de estos crímenes

[…] mediante el intento de hacer a los alemanes culpables de ellos, tan solo por haber castigado justamente a los asesinos por tan retorcidos actos.

La inversión más falaz resumida: 1. El ejército alemán es inocente. 2. Los ocupantes ilegales no han atacado ningun ciudadano belga. 3. Son los guerrilleros-terroristas del país invadido los que han atacado. 4. Son ellos los que han tendido embocadas a los más que prudentes soldados alemanes e incluso a los médicos del ejército que han colaborado en la invasión. 5. Por todo ello, se concluye, han recibido un justo castigo «los asesinos de tan retorcidos actos.»

Justo castigo, retorcidos actos… de los otros. La legitimación de las atrocidades era más que evidente.

No era verdad, en contra de todas las evidencias, se afirmaba en el siguiente punto, que las tropas alemanas actuaran brutalmente en Lovaina.

Sus habitantes coléricos cayeron traicioneramente sobre ellos en sus cuarteles y nuestras tropas se vieron obligadas como represalia y con dolor de corazón a abrir fuego sobre la ciudad. La mayor parte de Lovaina ha sido respetada.

La mayor parte respetada se afirma, a pesar de que la Universidad de Lovaina fue incendiada. Años más tarde, tras la paz de Versalles que le fue impuesta, Alemania tuvo que reponer libro por libro toda la biblioteca de la Universidad [49]. Las prácticas posteriores corraborarían las actuaciones nada civilizadas del ejército alemán. A partir de 1915, Bélgica ya ocupada, con el rey belga exiliado en Londres, casi 400 mil oberos belgas fueron alistados en batallones de obreros civiles: una iniciativa de la máquina bélica alemana muy parecida o cuanto menos un claro precedente del trabajo forzado que se instauró en Alemania durante la II Gran Guerra (y también en la España del fascismo). Alejandro Andreassi ha destacado, con notable perspicacia, esta línea de continuidad..

El famoso edificio del Ayuntamiento, prosigue el llamamiento, permaneció intacto, con gran sacrificio de los soldados alemanes que lo salvaron de las llamas.

Por supuesto, todo alemán se arrepentiría enormemente si durante el curso de esta terrible guerra cualquier obra de arte se hubiera destruido o se destruya en adelante, pero así como nuestro profundo amor por el arte no lo supera el de ninguna otra nación, en la misma medida debemos rechazar decididamente pagar el precio de la caída de un solo alemán por salvar una obra de arte.

¡La noción de Kultur quedaba, pues, herida de muerte! En síntesis: embellecimiento pueril de las prácticas del ejército alemán (» todo alemán se arrepentiría si cualquier obra de arte se hubiera destruido») y justificación, amparándose en razones de imperiosa necesidad y de aparente y sentido humanismo, de la destrucción de obras de arte. El toque nacionalista laudatorio cerraba el punto: el profundo amor de la nación alemana por el arte no lo superaba el de ninguna otra nación.

No era verdad, se afirma en el siguiente punto, que la guerra, ¡nuestra guerra» se apunta, no respete la legalidad internacional. Alemania no había vulnerado el derecho internacional sino que había tenido que sufrir las atrocidades de sus adversarios orientales y occidentales. En contra de toda evidencia, se sostiene que no se ha visto crueldad innecesaria. Eso sí

[…] en el Este la tierra está inundada con la sangre de mujeres y niños inmerecidamente sacrificados por el salvaje ejército ruso y en el Oeste las balas atraviesan el pecho de nuestros soldados.

» Salvaje ejército ruso» no es expresión retórica. Desde la perspectiva de los firmnantes del documento, los rusos eran salvajes, incivilizados, incultos, no europeos (la concepción se repetirá de nuevo durante la II Guerra). Ser ruso es un antivalor. Los soldados rusos no atacaban propiamente con soldados alemanes sino que asesinaban mujeres y niños. No, en cambio, en el oeste, donde el ejército alemán luchaba de «forma civilizada» contra el ejército francés.

Uno de los pasajes más racistas y antihumanistas del manifiesto firmado por un colectivo intelectual culto, docto, refinado, exquisito, humano-muy-humano, vanguardia de la cultura europea y mundial, sigue a continuación.

Aquellos que se han aliado con los rusos y los serbios y han representado la desvergonzada escena ante el mundo de incitar a mongoles y negros contra la raza blanca, no tienen derecho a llamarse a sí mismos defensores de la civilización [50].

«Negros» refiere a los soldados africanos del Ejército francés. «Mongoles» hace referencia a soldados de países de la Commonwealth británica. «Raza blanca» refiere… ¡a la inexistente raza blanca! ¡Francia e Inglaterra se han convertido en piedra de escándalo! ¡Han sido capaces de incitar a negros y mongales a luchar contra la «raza blanca»! No tienen por ello derecho alguno a llamarse a sí mismos defensores de la civilización (blanca y occidentalista). Se han aliado además con rusos y serbios, lo peor de lo peor, bárbaros incultos e incivilizados.

En el último punto se afirma que no era verdad que la guerra contra «lo que llaman nuestro militarismo» no fuera también una guerra contra la población civil, «como nuestros enemigos hipócritamente pretenden hacer creer». Nada de eso. Era, de hecho, una guerra conta la cultura alemana, que el gobierno de Inglaterra «justificaba absurdamente. asegurando que era una guerra en defensa de la civillización» [51]. De hecho, la lucha entre la «civilización» inglesa y la «Kultur» alemana era aún más cruenta por el acuerdo intelectual previo entre la Gran Bretaña liberal y la misma Alemania anterior a la contienda.

La justificación, la falaz justificación del militarismo germánico se hace en estos términos, con palabras más que gastadas:

Si no fuera por el militarismo alemán la civilización alemana hace tiempo que habría sido extinguida. Para su protección ha surgido en una tierra que durante siglos ha estado plagada de bandas de ladrones como ninguna otra lo ha sido. El pueblo alemán y su ejército son uno, y hoy su conciencia une a 70.000.000 de alemanes de todos los rangos, posiciones y partidos en uno solo.

No eran propiamente 70 millones sino 65. No había unión de todos los alemanes de todos rangos, posiciones y partidos. Las voces disidentes, a pesar de la inadmisible, traidora e incomprensible posición política de la dirección de la socialdemocracia, empezaban a reconocerse: Einstein como veremos es una voz destacada; también lo fue el gran helenista y estudioso de la filosofía y ciencia antiguas, el pacifista Hermann Diels. El ejército alemán y el pueblo alemán estaban lejos de ser uno y lo mismo. La referencia histórica es absolutamente pueril e incluso contraria al espíritu pangermanista que abona la declaración -«una tierra que durante siglos ha estado plagada de bandas de ladrones como ninguna otra lo ha sido»- y, en fin, la confusión entre la defensa (no agresiva) de una nación, de una comunidad y el militarismo expansionista y agresor es más que evidente [52]. Canfora, nuevamente, escribe con razón:

En los meses y años siguientes está disidencia aislada y minúscula aumentó, se les unieron otros, la clase intelectual se dividió, pero es justo y necesario recordar que desde el primer momento en la primera Universidad del Reich, Berlín, dos nombres ilustres, dos estrellas del firmamento científco, no se habían dejado arrastrar por la corriente arrolladora del nacionalismo.

La coda final del manifiesto estaba a la altura de su cuerpo principal: no podemos arrebatar esta envenenada arma, la mentira, se señala, de las manos de nuestros enemigos. Todo lo que se puede hacer «es proclamar al mundo entero que éstos están dando falsos testimonios contra nosotros», contra el pueblo alemán.

Tú, que nos conoces, que junto a nosotros has protegido los bienes más sagrados de los hombres, a ti nos dirigimos: ¡Tened fe en nosotros! Creed que llevaríamos esta guerra a su fin como una nación civilizada, para quienes el legado de de Goethe, de Beethoven y de Kant es tan sagrado como su propio corazón y su hogar. Por esto comprometemos nuestros nombres y nuestro honor:

¡Fe, corazón, hogar, bienes sagrados, honor! Ni que decir tiene que la alusión a Goethe, Kant y Beethoven roza o supera la simple abyección, la falacia más pueril y la publicidad más indigna. Equivaldría a justificar la guerra española de aniquilación de pueblos indígenas tras el «descubrimiento» porque Quevedo, Góngora, Teresa de Ávila o Cervantes fueran autores españoles o, en otro de cosas, dar razones a favor de la invasión de Vietnam porque Walt Whitnam fue un gran poeta libertario usamericano.

La lista de los firmantes, a los que se añadieron muchos otros poco tiempo después, impresiona. Duele también.. Con fuerte presencia de teólogos católicos y científicos naturales. Algunoso nombres: Luju Brentano, Profesor de Economía Nacional, Munich; Adolf Deitzmann, Profesor de Teología, Berlín; Prof. Wilhelm Doerpfeld, Berlín. Gustav Hellmann, Profesor de Meteorología, Berlín; Wilhelm Herrmann, Profesor de Teología Protestante, Marburgo; Leopold Graf Kalckreuth, Presidente de la Confederación Alemana de Artistas, Eddelsen; Felix Klein -¡el gran, el enorme Félix Klein!-, Profesor de Matemáticas, Gottingen; Anton Koch, Profesor de Teología Católica Romana, Munster; Philipp Lenard, Profesor de Física, Heidelberg; Max Lenz, Profesor de Historia, Hamburgo; Ludwig Manzel, Presidente de la Academia de las Artes, Berlín; Josef Mausbach, Profesor de Teología Católica Romana, Munster; Albert Neisser, Profesor de Medicina, Breslau; Walter Nernst, Profesor de Física, Berlín; Wilhelm Ostwald, Profesor de Química, Leipzig; Max Planck -¡Max Planck!-, Profesor de Física, Berlín; Prof. Max Reinhardt, Director del Teatro Alemán, Berlín; Alois Biehl, Profesor de Filosofía, Berlín; Wilhelm Roentgen, Profesor de Física, Munich; Karl Votzler, Profesor de Filología Románica, Munich; Wilhelm Waldeyer, Profesor de Anatomía, Berlín; Wilhelm Wundt, Profesor de Filosofía, Leipzig; Wilhelm Windebland, Profesor de Filosofía, Heidelberg; Profesor Paul Ehrlich, Frankfurt del Meno; Karl Engler, Profesor de Química, Karlsruhe; Emil Fischer, Profesor de Química, Berlín; Wilhelm Foerster, Profesor de Astronomía, Berlín; Fritz Haber [53], Profesor de Química, Berlín; Ernst Haeckel, Profesor de Zoología, Jena. Max Halbe, Munich; Prof. Adolf Von Harnack, Director General de la Biblioteca Nacional, Berlín. Y así hasta 93. Entre ellos, no figura David Hilbert por ejemplo.

Destaquemos de nuevo algunos nombres: Klein, Planck, Wund, Ehrlich, Max Libermann, Richard Willstätter, Haber[54], Haeckel. La irracionalidad poliética y filosófica, el cegador nacionalismo cultural, la urgencia no temperada, la defensa de lo indefendible, el miedo a ubicarse en posiciones de minorías, el seguir la mayoría aplastante y dominadora, intereses corporativos espurios en algunos casos.

No sólo en ellos se ubicó el disparate y la barbarie político-cultural. La respuesta de la Academia Francesa de Ciencias de noviembre de 1914 así parece indicarlo:

La Academia tiene que recordar que las civilizaciones latinas y anglosajonas son las que han producido durante tres siglos la mayor parte de los grandes descubrimientos en las ciencias matemáticas, físicas y naturales, siendo asimismo los autores de las principales invenciones realizadas a lo largo del siglo XIX. La Academia protesta, por consiguiente, contra la pretensión de ligar el futuro intelectual de Europa con el futuro de la ciencia alemana, y contra la afirmación de que la salud de la civilización europea se encuentra en la victoria del militarismo alemán, solidario de la cultura alemana.

Otros grandes nombres, otros científicos comprometidos, otros intelectuales que también amaban su país (pero no por encima de todo, y a cualquier precio) pensaron, escribieron e intervinieron desde otras perspectivas muy alejadas.

Notas:

[33] Hugo Ball, Crítica de la inteligencia alemana, Madrid, Capitan Swing, 2011, concebido, según confesión del propio autor, como réplica al Manifiesto de los 93. Escribe H. Hesse en el prólogo: «La Crítica… representa en mi opinión el intento más grande, honrado y profundo que ha realizado Alemania para llegar a ser consciente, en la propia conciencia, de los siniestros poderes que condujeron a la degeneración del espíritu y las costumbres de la nueva Alemania, abocándola a un estado de culpa interior con respecto a la miseria del mundo y a la guerra mundial.»

[34] Véase Andrew Evans, Anthropology at War. World War I and the Science of Race in Germany, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2010, p. 108.

[35] Poeta judío, se suicidó en 1939.

[36] Fritz Stern, La Alemania de Einstein, Madrid, del taller de Mario Muchnik, 2005, pp. 41-42.

[37] H. Kragh, Generaciones cuánticas, ob cit, p. 129.

[38] Así apuntaba nada menos que Thomas Mann, que cambió de posiciones en el transcurso de los años, en su prólogo de 1918 a Consideraciones de un apolítico (Capitan Swing, Madrid, 2011): «El espíritu no es política; en cuanto alemán no es necesario ser absolutamente decimonónico para responder a muerte por ese «no». La diferencia entre espíritu y política contiene la diferencia entre cultura y civilización, entre alma y sociedad, entre libertad y derecho al voto, entre arte y literatura; y el carácter alemán es cultural, alma, libertad, arte, y no civilización, sociedad, derecho a voto y literatura. La diferencia entre espíritu y política es, para mejor empleo, la diferencia entre cosmopolita e internacional. El primer concepto procede de la esfera cultural, y es alemán; el segundo proviene de la esfera de la civilización y de la democracia y es… algo absolutamente diferente» (p. 46)

[39] N. Elias, El proceso de civilización, México DF, FCE; 1987, p. 6. Sobre esta temática, véase el gran ensayo de Wolf Lepenies, La seducción de la cultura en la historia alemana, Madrid, Akal, 2008 (ed. original 2006, traducción de Jaime Blasco Castiñeyra).

[40] La separación toma pie en la distinción de Goethe entre lo social y lo intelectual. Señala Mann, también en Consideraciones de un apolítico, op cit: «¿No es cierto que se pueden encontrar argumentos para justificar la concepción que tenía Goethe del pueblo alemán como una nación apolítica, centrada en los valores humanos, en la que todos aprenden y todos enseñan, incluso en una época en que la nación intenta, de manera exagerada, disimilar y corregir sus defectos?». Las corrientes principales de la República del Weimar operarán en sentido contrario, apoyando la convicción de que la política y la cultura son inseparables y que, de algún modo, la democracia realmente entendida es un excelente refugio para el espíritu inquieto. O dicho con las palabras del Julien Benda de La traición de los intelectuales: el culto al universalismo fue un generoso regalo de los griegos a la humanidad, un regalo que supieron recoger intelectuales de la talla de Jean Cavaillès y Maurice Halbwachs por ejemplo.

[41] Francisco Fernández Buey, «¿Fue Einstein un pacifista ingenuo e incoherente?», en FFB, Jordi Mir y Enric Prat (eds), Filosofía de la paz, Barceloma, Icaria, 2010, p 195.

[42] El pacifismo de Einstein no representó ningún obstáculo en su defensa de Friedrich Adler, joven profesor de física, hijo de Víctor Adler, el principal dirigente del partido socialdemócrata austriaco, el más radical de sus amigos y compañeros en Zurich. En 1916, F. Adler atentó contra el primer ministro austríaco. Según Fred Jerome (El expediente Einstein, Barcelona, Planeta, 2002) , «Einstein hizo una declaración en su favor que quizá pudo influir a las autoridades austríacas de posguerra a amnistiarlo» (p. 45)

[43] Austria era entonces el mayor estado católico del mundo, el único gran estado católico superviviente en el tablero mundial, el gran aliado del Papado.

[44] Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, ed cit, p. 45

[45] «La veracidad de Goethe», Lecturas, Icaria, Barcelona, 1985, p. 88, nota 3

[46] Epílogo de Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, ob cit, pp. 558-559.

[47] Traducido del inglés de la edición publicada por The North American Review, vol. 210, n. 765, agosto de 1919, pp. 284-287. Consultado on-line en edición de la University of Northern Iowa el 05/02/2014. SOCIOLOGÍA HISTÓRICA (SH) XX.

[48] Canfora (1914, ob cit, p. 94) recuerda que la biblioteca de Lovaina volvió a ser destruida al principio de la segunda guerra mundial, en la segunda invasión alemana de Bélgica.

[49] Canfora (1914, ob cit, p. 97) escribe, precipitadamente en mi opinión: «No cabe duda de que esta mentalidad (los mongoles y los negros como poblaciones inferiores de modo que es un crimen incitarlos contra la raza blanca) es un argumento que usan los alemanes para desprestigiar a los anglofranceses, porque saben que hace mella en la opinión pública del otro bando donde se utilizan tropas de color, desde luego, pero los ciudadanos están incómodos por el hecho de que las tropas de color -pese a su utilidad, porque son especialmente eficaces- representen, hasta connotarlas, a los ejércitos de sus respectivos paises.» El racismo, concluye Canfora, no es exclusivo del bando alemán. No lo es, no lo fue, pero el gran helenista debería haber escrito por qué creen saber que hace mella en el otro bando, donde algunos ciudadanos no están cómodos con que esas tropas representen a los ejércitos de sus países.

[50] W. Lepenies, La seducción de la cultura en la historia alemana, ob cit, p. 26.

[51] Canfora, en mi opinión, confunde militarismo con legítima defensa de un Estado y apunta una tesis de alta tensión política: «Estamos, repito, en una pendiente resbaladiza, la del nacionalismo, que siempre es un poco ridículo, pero una vez entrados en esa dinámica los argumentos de cada bando son igual de válidos». Es decir, ¿de no válidos? ¿Todos con la misma nulidad y torpeza?

[52] El Premio Nobel de Química, el profesor de la Universidad de Berlín y director del Instituto de Química Física, el asesor secreto, creía o decía creer que el gas tóxico constituía una forma superior de matar. Sufrir los efectos nocivos del gas era mucho mejor, por ejemplo, que saltar por los aires en pedazos a causa de un proyectil convencional.

[53] Casi la contrafigura de Einstein en opinión de Stern: «Once años mayor que éste [Einstein], Haber era un químico genial, un organizador nato,en la guerra un fervoroso patriota». Sin su método para fijar el nitrógeno atmosférico, «Alemania se habría quedado sin explosivos ni fertilizantes a fines de 1914». Durante la guerra, Haber, un judío que se convirtió al protestantismo que fue padrino del propio Stern, fue director de la máquina científica alemana: «en 1915 hizo experimentos con gas venenoso y supervisó la introducción de esta nueva arma en el frente occidental». Para poder trabajar dentro de una máquina militar que no llegaba a entender inicialmente la necesidad de un científico, «se le asignó el rango asimilado de capitán».

Fuente:

SOCIOLOGÍA HISTÓRICA , nº 4 (2014) MONOGRÁFICO «1914-2014. La Gran Guerra y nosotros, cien años después

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