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La Iglesia Católica y los niños

Fuentes: Rebelión

Los eclesiásticos parecen creer que si controlan la educación de los niños, les harán caso cuando sean adultos. Es algo así como considerar que las personas somos robots programables cuando todos sabemos que la vida y sus circunstancias nos van moldeando y que muchos hemos cambiado de opinión y de costumbres con el transcurso del […]

Los eclesiásticos parecen creer que si controlan la educación de los niños, les harán caso cuando sean adultos. Es algo así como considerar que las personas somos robots programables cuando todos sabemos que la vida y sus circunstancias nos van moldeando y que muchos hemos cambiado de opinión y de costumbres con el transcurso del tiempo. Pero el mundo eclesiástico español es conductista y está obsesionado con el sistema educativo. De ahí la actual ofensiva desatada por la conferencia episcopal que pretende, por una parte, seguir controlando la educación religiosa, es decir mantener el modelo de indoctrinación en la fe católica y, por otra, se opone con todas sus fuerzas a que los maestros se encarguen de preparar a los niños para ser buenos ciudadanos.

La ofensiva responde, en mi opinión, a su ansia de supervivencia en un momento en que las sociedades desarrolladas ven disminuir tanto la práctica religiosa como el número de sus ministros

La educación para la ciudadanía, sin necesidad de ser contestada por la Iglesia, tiene sus propias dificultades. La escuela comparte con otras «agencias», palabreja importada por los sociólogos, la influencia sobre los menores. La familia, los amigos, la calle y ahora los juegos audiovisuales compiten con los maestros, a veces ferozmente, por las mentes y las voluntades de niños y jóvenes en un contexto social peculiar. Porque la urbe moderna es distinta de la de mi infancia. Ahora hay menos cohesión social que entonces, más soledades, más invitaciones a la experimentación y, sobre todo, un clima capitalista que hace a los niños precoces consumidores. La cultura mercantil vigente, «compra aunque no tengas dinero», fomentada por la televisión, entrena a nuestros menores a aceptar ser las víctimas de un sistema de vida con trabajo precario, salarios cortos, hipotecas caras, transporte público deficiente, participación política escasa a cambio de tener acceso a mil quisicosas y entretenimientos.

Los maestros se hartan de decir a los padres que cooperen con ellos, que les ayuden a disciplinar a sus hijos pero muchas veces, los padres, cuando acceden a ocuparse un poco de sus hijos estudiantes, están más a favor de sus libertades que de sus obligaciones. Es verdad que papá y mamá tiene que ganarse la vida con esfuerzo y están permanentemente cansados y que si no fuera por los abuelos la situación sería aún peor pero, de hecho, el sistema educativo no tiene muchas posibilidades de condicionar el comportamiento moral de sus alumnos sin una coalición de complicidades en el mundo adulto.

Mi madre, que fue niña en la segunda república, tenía una asignatura, «Urbanidad e Higiene» que bien podría ser la base de esta nueva «Educación para la ciudadanía». Porque nuestros niños ejercen las libertades democráticas con mucha mayor perversión que los adultos y descuidan sus cuerpos en demasía.

En las casas debiera haber algo así como un manual del uso del cuerpo, como suele haber uno para el uso de la lavadora. No se entiende que los niños tengan tan malos hábitos alimenticios ni que empiecen tan pronto a beber, a fumar y a consumir drogas sin que las personas que les rodean no les corrijan. Ni que haya tantos embarazos no deseados por ignorancia o falta de prevención. La urbanidad también es una asignatura urgente porque con la energía de los nuevos cuerpos infantiles se convierten en una amenaza pública. Este verano un niño persiguiendo una pelota la impulsó contra mí mientras yo leía tranquilamente junto al mar. Yo le reconvine pero enseguida surgió un abuelo que me recriminó «quien era yo para chillarle a su nieto». Le dije que estaba haciendo lo que él debería hacer y entre otras cosas, obligarle a disculparse pero se marchó muy enfadado aunque feliz de haber protegido las libertades de su nieto.

No estaría nada mal que nuestros estudiantes terminaran el bachiller entendiendo lo que es la democracia, sus libertades y responsabilidades. No hace falta que se aprendan la Constitución de memoria como yo fui inducido a aprender el catecismo y estoy seguro de que los maestros encontrarán la manera de hacerlo si todos les apoyamos. El sistema educativo europeo lleva bastante tiempo conteniendo iguales o parecidas pedagogías para socializar a los menores y espero que España se incorpore a ello sin demasiadas dificultades y sin la oposición frontal de las fuerzas vivas católicas. Es curioso que la Iglesia, que se ha visto obligada a renunciar al derecho a indoctrinarnos que tenía en la dictadura, invoque ahora los derechos de los padres para conseguir los mismos fines. Es como si se escondiese detrás de sus fieles para que éstos den la cara. Pero no parece que la mayoría de los padres se posicionen como la Iglesia desea a medida que vayan comprobando los efectos de la nueva asignatura y comparándola con lo que ellos y nosotros sufrimos

Me acuerdo muy bien de la moral que me trataron de inculcar aquellos frailes y que tenía tres apartados. El primero y principal era la obediencia, de los hijos al padre, de la mujer al marido, de los obreros al patrón, de los fieles a los curas y de todos al caudillo y sus delegados. El segundo lo constituían las ritualidades de la fe desde la misa obligatoria a la abstinencia de carne y el tercero estaba constituido por la lucha contra la masturbación. «Si os masturbáis antes de dormiros y os viene la muerte por la noche, despertaréis en el infierno», nos gritaba un cura agreste a los alumnos de segundo de bachiller en unos Ejercicios espirituales. La condena de la masturbación no era sino la transmisión de sus propias represiones sexuales. Aquellos hombres, tantos brazos violentamente arrancadas a la agricultura, habían aprendido en el seminario un celibato implacable que de mayores iban gestionando como podían. Me acuerdo que, de niño, un fraile me besaba y me acariciaba pero no pasó de ahí. Más atrevidos han sido muchos de sus colegas americanos, cuyas diócesis han tenido que pagar cientos de millones de dólares para evitar los pleitos sobre pederastia que una sociedad más contenciosa que la nuestra, y sus codiciosos abogados, iba camino de celebrar. Y es que como dice un cínico que conozco, la frase evangélica.»dejad que los niños se acerquen a mí» tiene una versión peligrosa.

Los mayores sinvergüenzas de nuestra economía, y no hace falta dar nombres, se han educado en colegios religiosos y no aprendieron a confesar sus inmoralidades mercantiles, entre otras razones, porque la doctrina católica no considera pecado la evasión de impuestos.

Es probable que los frailes, curas y monjas de hoy sean distintos a los de mi época, algo habrán cambiado, pero no parece que la conferencia episcopal lo haya hecho, dadas sus exigencias y su pretensión de seleccionar y despedir a los maestros laicos de religión que se pagan con dinero público incluidas las condenas por despido injustificado. Yo no entiendo como el Parlamento español no se atreve a denunciar el Concordato con el Vaticano, una verdadera antigualla en nuestro régimen constitucional aunque espero que este episodio de confrontación, escasamente inteligible fuera de nuestro país, nos sirva para ganar en madurez y en independencia de uno de los poderes fácticos que durante tanto tiempo condicionaron las vidas de los españoles

* Alberto Moncada es sociólogo