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La II República, precedente para una reforma democrática

Fuentes: Rebelión

Las nociones de «República» y «democracia» han funcionado como sinónimos casi perfectos en la Historia Contemporánea de España. Por eso, en el contexto actual, marcado por una palmaria «Crisis de Régimen», una no menos flagrante debacle institucional y otra demoledora crisis económica, las reformas democráticas promovidas por la II República, sencillas pero profundas, parecen buen […]

Las nociones de «República» y «democracia» han funcionado como sinónimos casi perfectos en la Historia Contemporánea de España. Por eso, en el contexto actual, marcado por una palmaria «Crisis de Régimen», una no menos flagrante debacle institucional y otra demoledora crisis económica, las reformas democráticas promovidas por la II República, sencillas pero profundas, parecen buen precedente para movimientos que reclaman «procesos constituyentes», mayor participación ciudadana o, simplemente, un gobierno al servicio de las mayorías. La aspiración a la III República puede considerarse, incluso, como un punto de encuentro entre partidos/movimientos con orientaciones diferentes, pero que en el proyecto republicano (un programa con unos «mínimos» democráticos) han encontrado un punto de coincidencia.

En las «VI Jornadas de la Represión Franquista en Levante», organizadas en Valencia por la Associació Joan Pesset i Aleixandre, se ha dedicado la tercera sesión a la obra y legado de la II República, con la intervención del doctor en Geografía e Historia por la Universitat de València, Vicent Gabarda, y el profesor en la misma disciplina, Pablo Rodríguez Cortés.

Siguiendo a historiadores clásicos de la izquierda, como Tuñón de Lara, el gobierno provisional de la República se puso muy pronto a legislar en abril de 1931, una vez celebradas las elecciones municipales que acabaron destronando a la monarquía. El primer gobierno promulgó decretos fundamentales en materia de legislación social agraria (Largo Caballero), reformas militares (Azaña) o educación (Marcelino Domingo). También se reformó la ley electoral y se procedió al reconocimiento de la Generalitat de Cataluña. Estas medidas no suponían una revolución en sentido estricto, es decir, un cambio profundo de estructuras socioeconómicas, ni siquiera cambios radicales, pero apuntaban a la democratización de un país castigado históricamente por el peso de la oligarquía, la corrupción y el caciquismo.

Se empezó a legislar sobre la economía agraria. El Decreto de Términos Municipales obligaba a los patronos agrícolas a emplear preferentemente a los braceros vecinos del municipio; otro Decreto, con fecha 29 de abril, prohibía momentáneamente los desahucios de campesinos arrendatarios; también se constituyeron los jurados mixtos del trabajo rural. En julio, resalta Tuñón de Lara, se aprobaron los decretos sobre la jornada de ocho horas en todas las actividades laborales (empezando por la agricultura) y se establecieron salarios mínimos en el campo por las jornadas mixtas. Otro decreto, del 11 de julio, establecía que arrendatarios y aparceros podían solicitar una reducción de las rentas a pagar «si éstas excedían de la renta imponible de la finca o si la cosecha había sido mala», apunta el historiador, quien ubica las medidas «dentro del más modesto reformismo». Aunque para la España rural de entonces, según otro gran estudioso del periodo, Edward Malefakis, supusieron «una revolución sin precedentes». Por último, el Decreto de Laboreo Forzoso obligaba a los propietarios a cultivar sus tierras «según los usos y costumbres de la región». De lo contrario, su explotación podría ser cedida a entidades campesinas, apunta Tuñón de Lara.

No parece difícil encontrar medidas concretas, «democráticas» y «reformistas», que puedan llevarse a término hoy con la idea, elemental y urgente, de aliviar el «austericidio» y la creciente depauperación de las mayorías sociales. Como hicieron los primeros gobiernos de la II República y, a partir de febrero de 1936, el Frente Popular. Para ello urge acumular fuerza política y energía en la calle. Tal vez las «Marchas por la Dignidad» del 22 de marzo representen, a pesar del silenciamiento mediático, un elemento de ruptura y acumulación de poder popular. Renta básica, banca pública, quitas de la deuda, impuestos que graven las transacciones financieras, lucha contra las grandes bolsas de fraude fiscal o impedir que entidades financieras con ayudas públicas continúen desahuciando gente, resultan medidas de sentido común, de «mínimos», que en absoluto implican grandes transformaciones revolucionarias.

Algo parecido se planteó en abril de 1931. Al frente del Ministerio de la Guerra, Manuel Azaña aprobó un Decreto el día 22 por el que pedía a todos los generales, jefes y oficiales en activo fidelidad a la República. Para aligerar las cargas (el enorme peso proporcional de jefes y generales), y deshacerse de militares desafectos, ofreció el retiro voluntario con el sueldo íntegro. Además, anuló todos los ascensos por elección o por méritos de guerra durante la dictadura de Primo de Rivera (Franco fue uno de los afectados). Se suprimió la Ley de Jurisdicciones y la Academia General Militar. Se Unificó el escalafón de oficiales y se creó el de suboficiales.

«La República de los maestros» no era una expresión huera. La creación de 7.000 plazas de maestro que debían formarse mediante cursos intensivos, y la creación de 6.570 escuelas entre 1932 y 1933 dan fe de esta idea. Con Marcelino Domingo al frente del Ministerio de Instrucción Pública, un decreto con fecha 23 de junio aumentó los sueldos (el promedio alcanzó el 50%). Además, se reorganizó la enseñanza del Magisterio y se creó la Inspección profesional de primera enseñanza. Mediante Decreto del 6 de mayo se declaró voluntaria la enseñanza religiosa, aunque continuaría impartiéndose dentro de la escuela. Y se crearon las Misiones Pedagógicas, con el fin de llevar la cultura y la instrucción básica al mundo rural.

El 28 de junio de 1931 se celebraron elecciones a Cortes Constituyentes, en las que obtuvo la mayoría el PSOE con 116 diputados, seguido por el Partido Radical con 90 y el resto de formaciones. La Constitución de la República declaraba en su artículo primero que España «es una república democrática de trabajadores de toda clase que se organiza en régimen de libertad y justicia», definición que se logró sacar adelante tras un duro debate. Y que marcó un hito de ruptura con los periodos anteriores, la dictadura de Primo de Rivera y la Restauración. Con el fin de hacer posibles los Estatutos de Autonomía, en el Artículo 1 se establecía que la República «constituye un Estado integral compatible con las autonomías de los estados y regiones».

Pero la cuestión batallona, la que encendió las grandes polémicas y desató los odios viscerales fue la querella religiosa. Plateada en una España oscura y católica, cerrada a la «modernidad», ultramontana y anclada en el «que inventen ellos». Si el Artículo 3 ya proclamaba que España «no tiene religión oficial», los artículos 26 y 27 del texto fueron vistos por el clero y la derecha como una descarada provocación. Afirmaba el texto constitucional que el estado, las regiones, las provincias y los municipios no favorecerán ni auxiliarán económicamente a iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. Asimismo, se declara la disolución de la Compañía de Jesús (aunque y no se cite expresamente) y se nacionalizan sus bienes. El Artículo 27 dispone que todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente, ahora bien, las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el estado. Por último, «nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas».

El Artículo 40 establecía que todos los españoles, sin distinción de sexo, son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito y dignidad. El 46, que la República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna; la legislación regulará especialmente la protección a la maternidad, la jornada de trabajo, el salario mínimo y familiar, y las vacaciones anuales remuneradas. El Artículo 52 instituía el sufragio universal y el 48, la enseñanza primaria gratuita y obligatoria.

Tras el frustrado golpe de Sanjurjo (agosto de 1932), el parlamento (con Azaña en la presidencia del gobierno) aprobó la Ley de Bases de la Reforma Agraria y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. El 1 de noviembre, el ejecutivo aprobó el Decreto de Intensificación de Cultivos, según el cual las tierras no cultivadas podrían ser cedidas a campesinos sin tierras por dos años (la medida tuvo singular importancia en Extremadura). Pese a todo, la reforma agraria caminaba a paso muy lento. Por otra parte, La Ley de Congregaciones Religiosas estableció en su artículo 30 que las órdenes religiosas no podrán dedicarse al ejercicio de la enseñanza; además, templos, monasterios, palacios episcopales y casas rectorales pasaban a la propiedad pública nacional.

En las «VI Jornadas de la Represión Franquista en Levante» ha participado asimismo el historiador y docente en la Universitat de València, Ricard Camil Torres, con una ponencia sobre el «Sinaia» y, en concreto, los pasajeros militantes de Izquierda Republicana (IR) que viajaban en esta embarcación. El contexto tiene como punto de inicio enero-febrero de 1939, cuando tras la derrota republicana en la Batalla del Ebro, un aluvión de personas traspasa los Pirineos (sobre todo, por los pasos de la parte oriental, los más accesibles). En un principio, las autoridades francesas únicamente permitieron la entrada de mujeres, niños y ancianos. «No los recibieron de buena gana, pues veían un riesgo en la llegada de comunistas, anarquistas, gente armada, etcétera, a un área que no superaba las 150.000 personas», explica el historiador.

En Francia se organizaron campos de internamiento, incluso especializados: Gurs (aviadores vascos y brigadas internacionales); Agde (Catalanes); o Vernet (para miembros de la Columna Durruti). Aunque realmente, señala Ricard Camil Torres, «esta especialización no se hace efectiva». Por ejemplo, en el campo de Sant Cyprien, teóricamente para españoles, había gente de múltiples nacionalidades. Constituye un hecho significativo la fuerte presión del gobierno francés para que los refugiados retornaran a España u otros países. «Se los querían quitar de encima». El 31 de diciembre de 1939 se hallaban unas 265.000 personas en estos campos de internamiento, mientras que a finales de 1944 la cifra se redujo a unas 160.000.

A muchos se les destinó al norte de África (entre 13.000 y 20.000 personas), donde los campos de refugiados, de internamiento y castigo todavía eran más duros que los franceses. Uno de los cometidos que se les asignaba a los internos era la penosa y severísima construcción del tren Transahariano. Puede concluirse, además, que la situación había empeorado con la invasión de Francia por parte de los nazis, y la instauración de un régimen «colaboracionista» en Vichy. El gobierno mexicano, con Lázaro Cárdenas al frente, ofreció acogimiento a pesar del rechazo de la derecha. Podía agarrarse a los precedentes de «los niños de Morelia» (1937) o el exilio de intelectuales españoles (1938) que llegaron a tierras mexicanas. El Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles (SERE) sirvió como punto de apoyo.

Para subir en los barcos que partían rumbo al exilio americano se aplicaban criterios como el riesgo de persecución política (en territorio francés); se daba además una selección de refugiados por parte del gobierno español y también el consulado mexicano expedía visados según acuerdos con el ejecutivo de Vichy. Además, el gobierno de Cárdenas priorizaba criterios como que los recién llegados fueran personas en edad de producir. En definitiva, los refugiados de la República cruzaron el «charco» sobre todo a México, Chile o Argentina en barcos como el «Sinaia», que partió de Francia con destino al exilio mexicano en 1939. Memoria del exilio.