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Cómo una cena organizada por un periódico devoró narrativamente los Presupuestos en España

La importancia de los detalles

Fuentes: RT

Los detalles son el acelerante de los tiempos convulsos. Lo que suele carecer de importancia o, aun teniéndola, apenas se la damos, se vuelve decisivo cuando la estabilidad se ve conmocionada por la inercia del cambio. No sean crédulos y exijan siempre apellidos a las palabras: la estabilidad no parece tan deseable si hablamos de una dictadura, el cambio no tan apetecible si varía nuestra ruta y nos conduce al precipicio. Tiempo y lugar, punto de partida y de llegada, posibilidad y deseo, en definitiva, contexto, para entender que un árbol con las raíces débiles caerá ante la más leve brisa.

Miren Chile. Unas estudiantes protagonizan una protesta por el aumento del precio del billete de metro, un año después se inicia un proceso constituyente. Sería desconsiderado no citar el detalle que desató el cambio, sería necio pensar que una abrumadora mayoría de la población chilena salió a las calles, a costa en algunos casos de sus vidas, simplemente por el precio del transporte. Existían unas condiciones preexistentes, un descontento extendido, una organización ideológica que consiguió vehicular la alternativa. También la debilidad de un Gobierno de la derecha, de un sistema institucional y económico, cuya reacción fue la represión salvaje: la fuerza en política se demuestra atenuando los conflictos, convenciendo o engañando, no mandando a legiones de carabineros a machacar a los ciudadanos.

El detalle en la falda del volcán pasa de lo anecdótico a lo dramático. Miren España, donde todo fluye en estos últimos meses como el fuego en la pradera seca. La moción de la que hablábamos la pasada semana es ya una foto amarilleada por el tiempo. Momentos donde los años se condensan en días. En esto consisten las crisis, la acumulación de contradicciones que no se pueden resolver por la lentitud de los cauces establecidos. En la falda de un volcán en erupción los detalles son los que separan la vida de la muerte: la piedra que vuela y cae caprichosa, la nube invisible de gas que pasa rozando. Mejor llevar siempre casco y mascarilla.

El detalle, ese que antes nos pasaba desapercibido y que ahora es motivo de ira: volcán, pandemia, crisis. Una cena promovida por la entrega de premios del periódico El Español. Unos ochenta asistentes, entre ellos cuatro ministros incluyendo el de Sanidad, la cúpula mayor del Partido Popular y Ciudadanos, presidentes autonómicos como Ayuso o Page, varios altos empresarios del Ibex, algún militar, algún escritor. Lo que a primera hora se preveía como una noticia de sociedad, a media mañana se destapó como un huracán embravecido. La gente estaba furiosa ante las imágenes de unos altos cargos cenando en un escenario versallesco sin mascarilla. Justo en la semana en que hemos vuelto a las limitaciones.

Por debajo del desencadenante, de la falta de disculpas de los implicados, hay algo más profundo: cansancio de meses de medidas sanitarias restrictivas, miedo ante la enfermedad, pavor por la escasez de una economía tocada por el confinamiento. De todas las ideas que a alguien se le podían ocurrir, realizar en esta situación una gala suntuosa para entregar unos premios no parece la más acertada: a no ser que quieras agitar el descontento. Hay algo menos conspiranoico por detrás: a nadie, ni a los organizadores ni a los asistentes, se les ocurrió pensar que aquello podía ser combustible para el fuego. Mal asunto cuando quien cuenta o representa sufre de tal desconexión.

Lo que sucede es que el descontento siempre parece arder por el mismo lado, la parte inversa de los que son más hábiles para agitar en su beneficio. Es razonable y comprensible que el ministro de Sanidad se haya llevado la peor parte, por su cargo, por ser cara visible, no siempre amable, desde que se desencadenó la covid. Ya ha pedido disculpas. Es bastante menos razonable que los palos a los políticos de la derecha hayan sido notablemente inferiores, inexistentes apenas para los altos empresarios. Comprensible si la disciplina de la derecha social marca que cuando algo malo te salpica hay que hablar de «la clase política» para que así salpique a todos. Unidas Podemos no estuvo. Los ultras de Vox tampoco, no mantienen relaciones con el periódico.

Cuando en España estallaron en la pasada década innumerables casos de corrupción, la derecha social, es decir, esa que está en la barra del bar y que repite disciplinada el argumentario de las tertulias, tenía un par de frases recurrentes para descargar la lacra de la ilegalidad empresarial-económica: «todos roban lo mismo», «si tú pudieras, también lo harías». Y desfilando. Los de la izquierda, mientras, se dedicaban a explicar que la corrupción era la forma que el capitalismo tomaba en España al preferir la especulación a la inversión, extrayendo dinero público mediante licitaciones irregulares para el beneficio privado. Adivinen ustedes quién convencía más y a más gente. Tanto es así que una amplia capa de la población desconoce por completo a qué se debió la moción de censura que desalojó al Gobierno de Rajoy en 2018, la demoledora sentencia de la Gürtel. Lugares comunes y prejuicios generalizados contra un análisis tan cierto como inútil.

La entrega de premios de El Español ha tenido una gravedad simbólica importante, pero en términos de afectación a nuestra vida cotidiana queda muy por detrás de construir un hospital que «asombrará al mundo» y no saber, o no querer explicar, de dónde va a salir el personal sanitario que lo ponga en funcionamiento, como hizo Ayuso el domingo. En términos simbólicos, siento decírselo, lo que revela la furia contra la entrega de premios es que no sacamos nada en claro de la anterior crisis, porque nos comimos antes los lugares comunes que los análisis acertados. En términos simbólicos muchos de los que se subían por las paredes al ver la cena entre tapices y lámparas de araña son los mismos que no entienden las críticas al Ibex porque sencillamente el concepto de política fiscal lo ponen por detrás del de las donaciones dadivosas. No es que tenga interés en eximir a los de la cena, como no tenía interés en eximir a los corruptos, es que no soporto la indignación que se consume en su propia efervescencia.

Y no la soporto porque ya he vivido esto antes, ustedes también. Si les hablo del 2011 recordarán el 15M, la indignación que saltó a las plazas, más, si me permiten, como enfado de una juventud de clase media a la que Wall Street había vaporizado las aspiraciones que como una insurrección generalizada. ¿Saben que ocurrió también aquel año y recordamos menos? Que el PP acumuló, en las municipales de mayo y en las generales de noviembre, la mayor cota de poder que un partido ha alcanzado nunca en España. Ya sabíamos en aquel entonces de la Gürtel pero no importó a nadie porque «todos eran iguales». Que nadie me interprete mal: la aplastante victoria de la derecha hubiera ocurrido con y sin 15M, por los recortes de un Gobierno socialista que decepcionó a su electorado. Lo que digo es que, incluso con el 15M, aquel descontento fue tan colorista como inútil como hasta que no tomó forma organizada.

Decía Enric Juliana que hay cierto progresismo que ve una cola en un centro comercial y piensa que aquello es un sujeto político digno de atención. Algo así le pasa a la izquierda alternativa con el enfado ante la entrega de premios: no ven lo que es, hastío inconcluso, ven lo que piensan que debería ser. Salvo que esta vez, en nuestro país, estamos más cerca de las revueltas italianas, una mezcla de disturbios promovidos por la ultraderecha y los negacionistas, que del 15M, ayer noche mismamente en Sevilla. Ojalá me equivoque y este detalle del 2020 sea como aquel detalle del 2011, donde un desalojo en la Puerta del Sol desencadenó algo netamente positivo. Lo cierto es que pienso que «el todos los políticos son iguales» realmente lo que quiere decir, tras el hábil y nocivo tamiz de los agitadores, es que «todos los políticos son iguales menos los ultras, que no son políticos, sino liberadores de una España bajo la dictadura del terrible Gobierno social-comunista».

Mientras que las redes ardían por el ágape versallesco, se presentaban los Presupuestos Generales del Estado. El país aún funciona con los aprobados por el último Ejecutivo del PP en 2018, algo inadmisible en una situación normal, suicida en este contexto de crisis galopante. Objetivamente son las cuentas públicas con mayor inversión de las últimas décadas, 240.000 millones de euros, lo que supone casi un 54% más que los elaborados por Cristóbal Montoro. Una inyección de dinero que crece un 151% en Sanidad y un 367% en Vivienda. Que contempla subidas de impuestos a las 36.000 personas más ricas de un país de 47 millones. Que pretenden asociarse a una ley de regulación del alquiler. Que intentarán agilizar la percepción del Ingreso Mínimo Vital. Que suponen un giro de 180 grados a diez años de políticas del austericidio.

Ya se lo adelanto: posiblemente los presupuestos sean enmendados a la derecha en su negociación, posiblemente sean insuficientes, pero son netamente diferentes a lo que se había intentado hasta ahora. Son una pequeña posibilidad de horizonte, mucho más clara y definida, al menos, que ese terror al vacío que se muestra con cada palo de ciego que damos, sin importar si al que alcanzamos es merecedor o inocente. Lo único que tiene de positiva esta situación límite es que habrá tanta presión del poder económico como de una explosión en la calle. No se engañen, se lo repito, el «cuanto peor, mejor», nunca funciona como desencadenante de nada bueno. Hoy, aquí, quien sacará partido del caos será la ultraderecha. Por eso es tan imprescindible poner en marcha de una vez algo del potencial transformador del Gobierno: las políticas útiles son las únicas capaces de frenar lo que ya tenemos encima. No hay caminos intermedios, no esta vez, bien haría en tomar nota el presidente Sánchez.

Fuente: https://actualidad.rt.com/opinion/daniel-bernabe/371342-cena-organizada-periodisco-devorar-presupuestos-espana