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La inmigración en España: Una obsesión desbordada

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Hay, en mi opinión, dos riesgos a evitar a la hora de escribir un artículo como éste sobre inmigración, para el suplemento del aniversario de la edición española de Le Monde diplomatique. De un lado, limitarse a presentar el balance estricto (incluso en el caso de que no nos quedemos en la mera estadística) de […]

Hay, en mi opinión, dos riesgos a evitar a la hora de escribir un artículo como éste sobre inmigración, para el suplemento del aniversario de la edición española de Le Monde diplomatique. De un lado, limitarse a presentar el balance estricto (incluso en el caso de que no nos quedemos en la mera estadística) de cuanto ha ocurrido en materia de política de inmigración en este decenio que, en mi opinión y con los matices que se deba, es sobre todo la historia de una obstinación miope. De otro, ofrecer un estado de la cuestión que estuviera demasiado sujeto a los recientes acontecimientos vividos en Melilla y luego en territorio marroquí, pese a que, como veremos también, los denominados «asaltos» a la ya tristemente famosa valla y la reacción de las autoridades (en particular las de Marruecos) distan de ser una anécdota e incluso constituyen un punto de inflexión por cuanto han contribuido a destapar las limitaciones de nuestra mirada sobre la inmigración. En todo caso, si las e femérides sirven para algo debiera ser sobre todo para pensar qué debemos hacer, a la vista de lo que dejamos de hacer, de lo que no hicimos bien o de lo que ya no nos sirve hoy porque hemos cambiado, porque el mundo ha cambiado. Y algo habrá que decir, luego de pensar. Por eso, más que hablar de lo que ha pasado, trataré de apoyarme en eso para proponer algún paso hacia delante.

Unos flujos que no cesan y frustran la obsesión del dominio

Los fríos datos arrojan una evolución vertiginosa, y no sólo importante desde el punto de vista cuantitativo. Hemos pasado de escasamente medio millón de extranjeros residentes en España en 1995 (de los que menos de un 40% eran inmigrantes, poco más de 200,000), por debajo del 2% de la población, a casi 3,69 millones, un 8.04% del total de la población en 2005 (43,9 millones, de los que casi el 65% son inmigrantes, más de 2 millones y medio), según datos del Instituto Nacional de Estadística. Con todo, lo que más interesa aquí es nuestra respuesta.

Estos 10 años de gestión de la inmigración que se dirigía (y de la que ha llegado) a nuestro país son básicamente 10 años de intentos poco eficaces de establecer un sistema de regulación de los flujos migratorios en función de las supuestas necesidades del mercado de trabajo, el dogma en la política oficial de inmigración del que nace el recurso a los contingentes como solución por antonomasia. Una obsesión a medias entre la perspectiva unilateral del beneficio de nuestro mercado y la perspectiva securitaria/policial (control de frontera y orden público), reforzada tras los atentados terroristas de 2001 y 2004 que contaminan a la inmigración. Diez años de inestabilidad: desde el 2000 se han sucedido 4 leyes (3 reformas de la primera ley, la L.O. 4/2000), dos reglamentos, cinco procesos de regularización y una batalla sin tregua en los tribunales, que, pese a su intensidad (que incluyen anulaciones parciales por inconstitucionalidad de la primera ley, la L.O.7/1985 y la anulac ión parcial por el Tirbunal Supremo del reglamento elaborado por el PP para la L.O.8/2000), es un pálido reflejo de la pugna por el reconocimiento que han vivido centenares de miles de inmigrantes.

Un decenio de una política que ha consistido sobre todo en policía de fronteras, lucha contra la inmigración ilegal y las mafias e iniciativas relacionadas con el reclutamiento de los «inmigrantes necesarios y convenientes», lo que exigía el rechazo o la devolución (expulsión, repatriación, devolución, expulsión) de aquellos que no entran en la categoría de lo que Antonio Izquierdo ha denominado los «inmigrantes deseados». Diez años de tratar inútilmente de equilibrar las dos tablas de una estadística -porque eso es lo que parece esta política, estadística-, la de quienes ingresan en nuestro país y la de la oferta de plazas de trabajo que no tienen cobertura por parte de mano de obra nacional. Diez años de construcción jurídica de una noción de inmigrante como trabajador extranjero sometido a una condición de inestabilidad y vulnerabilidad.

El punto de vista imperante, según el cual sólo necesitamos trabajadores inmigrantes en los nichos laborales en los que no contamos con mano de obra nacional, inmigrantes que vienen sólo para hacer su trabajo, y deben volver a su país de inmediato -lo que supone el famoso corolario de que ergo todos los demás inmigrantes que llegan son ilegales-, contrasta con tres desmentidos de enorme calibre: el primero, el porcentaje de inmigración irregular que además trabaja en la economía sumergida y clandestina: hasta 2005 somos el primer país de la UE en este extremo. El segundo, la terca realidad que muestra que la inmensa mayoría de la inmigración irregular no entra clandestinamente, sino con visado de turista, para luego quedarse, al menos por un tiempo, como también lo hacen la mayoría de los que entran con un contrato a corto plazo. El tercero, la ineficacia en la expulsión de los irregulares y de los que devienen en irregulares, que da pie a la paradoja jurídica por excelencia: los inmigrantes sin papeles aspiran al menos a tener la orden de expulsión porque acredita que están y no se llega a poner en práctica en un porcentaje que supera el 80% de los casos.

En menor medida se trata de un decenio en el que se han dado pasos -incluso, aisladamente, pasos importantes- en relación con un objetivo inaplazable pero desgraciadamente casi desapercibido, el establecimiento de una red de actuaciones, mecanismos e instituciones que permitan la gestión de la convivencia multicultural que nace de la presencia más o menos estable de cada vez más importantes colectivos de inmigrantes, aunque la condición de multiculturalidad no sea sólo resultado de los flujos migratorios, sino una realidad constitutiva de nuestra sociedad, por mucho que se nos haya enseñado o impuesto no mirarla. Pasos también que avanzan desde lo más elemental, el reconocimiento progresivamente extendido de los derechos, de la igualdad (cierto, no uniformidad) que es la condición previa de la visibilidad, y de la integración, aunque aún sigamos muy lejos de revisar el tabú de la ciudadanía, de la integración política que exige igualdad en la participación de todos los que r esiden estable y legalmente y son miembros de la vida pública.

‘Connecting People’

Para tratar de formular alguna propuesta que nos sirva, a fin de superar ese modelo obsesivo, hasta ahora tan dominante como ineficaz, y que sólo ha experimentado una corrección parcial como consecuencia del proceso de regularización experimentado en 2005, que ha sacado a la legalidad a más de 600.000 de los casi 700.000 inmigrantes que se acogieron a él (se calcula en no menos de 750.000 los que aún quedan sin regularizar), voy a utilizar la historia de uno de los expulsados tras las avalanchas de Melilla de octubre de este año, que han conmocionado a la opinión pública, sobre todo cuando se ha sabido el destino sufrido por una buena parte de los que no consiguieron pasar y de los retornados a Marruecos por el Gobierno español.

La historia de Stanley Sunday es la de un emigrante senegalés que con su móvil (no es el primer caso: algunas tragedias de las pateras se han podido evitar así) consiguió rescatar a un grupo de inmigrantes del que él mismo formaba parte, abandonados a su suerte en el desierto en la zona controlada por el Frente Polisario. Su historia es, en muchos sentidos, el símbolo de las limitaciones de nuestra mirada sobre la inmigración. Pero también de lo que puede ser una orientación de la política migratoria que permita gestionar los flujos migratorios de otra forma. Es decir, de lo que debemos pensar. Para encontrar un modelo de gestión que ante todo redunde en beneficio de todas las partes implicadas: los propios inmigrantes, las sociedades de origen y las de destino.

Stanley, interrogado sobre su proeza, respondió humorísticamente que quizá le valiera trabajo en una multinacional, aludiendo al lema publicitario de Nokia. Stanley estaba conectado. En primer lugar, con sus propios compañeros. El móvil es un elemento imprescindible en la organización de los flujos. Stanley estaba conectado asimismo con periodistas interesados -ahora- por la tragedia destapada en Melilla y las peripecias de los mal llamados subsaharianos, y ellos hicieron posible la intervención de ONGs y de la MINURSO (Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sahara Occidental), el contingente de la ONU en el Sáhara. Eso nos devuelve un desmentido de nuestro prejuicio, porque, para bien y para mal, los efectos de la globalización llegan a todos. E incluso a quienes tratan de escapar de la vida en la periferia, en la parte del mundo que parece desintegrada del centro de la globalización, actúan, a la escala que les resulta posible, con los instrumentos que ésta pr oporciona. El mundo de la globalización es máximamente interdependiente, aunque tratemos de limitar la comunicación a lo que nos interesa.

Conectados globalmente. Las grandes migraciones a las que asistimos son en buena medida el resultado también de este modelo de globalización. Y digo esto en el sentido de que lo que ocurre con esos flujos es en buena medida lo que nosotros hemos producido, estamos produciendo. Por ello, menos que nunca, las podemos considerar como una historia de otros, aun en el caso de que ello nos sirva para adoptar una posición paternalista, según el estereotipo de la caridad, para ayudar a los pobres inmigrantes. Y eso supone que no hay gestión eficaz de la inmigración si no supera el estrecho marco de relaciones bilaterales, porque no es una cuestión al alcance de un Estado y de su interlocutor. Proponer conferencias regionales o incluso globales es un buen paso en esa dirección. La UE está en mejores condiciones para ayudar a construir un modelo regional internacional, por ejemplo, en colaboración con el continente africano y con Iberoamérica en un primer paso. Eso exige mucho más que nuevos planes Marshall, aunque éstos serán imprescindibles. Debemos hablar de políticas de codesarrollo humanos, que exigen implicación en el refuerzo de las garantías de los derechos, de la democracia, del tejido de la sociedad civil, y no sólo en el incremento de los tejidos productivos. Y la ONU debiera albergar entre sus reformas algunas iniciativas que permitan ese otro modelo de gestión, ya que la mera existencia de la OIM (Organización Internacional de las Migraciones) es mucho menos de lo que en el ámbito de los refugiados supone la ACNUR, con todas sus deficiencias.

Conectados globalmente. Ya Frisch nos advirtió sobre aquello de que queremos mano de obra y nos vienen personas, es decir, también culturas, sociedades, visiones del mundo. No podemos hablar de movimientos de personas que se reducen al ámbito laboral, porque esa es una de las razones de nuestro fracaso. Doblemente. Ante todo, porque los movimientos migratorios no se reducen a los trabajadores inmigrantes aunque constituyan su principal contingente. Baste pensar en la tragedia del reagrupamiento familiar, un derecho básico convertido en un coste a evitar o reducir, como consecuencia de la lógica del mercado global que antepone el beneficio y el tratamiento de los bienes como mercancías, de forma que el que no lo es (como la familia) no es un bien. Además, los inmigrantes no existen sólo en función de su puesto de trabajo, desapareciendo en cuanto lo cumplen: ni se volatilizan el resto del día, ni dejan de tener y constituir relaciones sociales más allá de su trabajo, ni se esfuman hacia sus países una vez que terminó el contrato. Muchos -la mayoría- vienen para quedarse, aunque no sea para toda la vida. Y para empezar a conectar hay que reconocer su presencia. Por eso, con todos sus defectos, legalizar lo real como lo hizo el Gobierno del PSOE con un proceso de regularización que puede ser criticado, es un paso imprescindible. Y una vez reconocida su presencia, conectar a las personas que conviven: a los propios inmigrantes entre sí y con las sociedades a las que llegan, ayudar a mantener su conexión con los países de origen, y desarrollar esas relaciones y las relaciones entre los países de origen y los de destino. Y eso significa políticas que gestionen su presencia: en vivienda, en sanidad, en educación, pero también en participación en la vida social y en la ciudadanía. Pero también y sobre todo políticas que asocien los intereses reales -comunes- entre todas las partes. Por eso de nuevo es la dimensión internacional la primera piedra de la p olítica de inmigración que aún debemos instalar.