Traducción para Rebelión de Loles Oliván Hijós.
El jueves 17 de octubre de 2019, miles de ciudadanos y ciudadanas libanesas indignadas tomaron las calles de Beirut para protestar. La chispa la provocó la decisión del gobierno de aplicar impuestos a la popular aplicación gratuita de WhatsApp. Pero en realidad las protestas no eran sino el desenlace de una serie de crisis permanentes e interconectadas: crisis fiscal por el déficit de ingresos, crisis por la deuda, crisis por la merma de divisas, crisis de desarrollo por el estancamiento del crecimiento, agravada por el incremento del desempleo y del coste de la vida. A esta lista se puede añadir una crisis de infraestructuras que aunque se popularizó con las protestas por las basuras de 2015 forma parte de la vida cotidiana de la gente en lo tocante al difícil suministro de electricidad, agua, etc. Tales crisis tienen en su mayoría un origen nacional, en el sentido de que son el resultado de décadas de mala gestión de los fondos públicos, de la corrupción rampante y de la polarización política. Pero se intensifican por la intervención de actores regionales e internacionales.
La atmósfera de las semanas previas al 17 de octubre ya dejó patente la profundidad y el alcance de la ignominia de un gobierno incapaz de extinguir los incendios forestales que estuvieron quemando pueblos y bosques libaneses durante días poniendo en grave riesgo a decenas de personas. Tampoco supo el gobierno apaciguar la preocupación por la escasez de combustible y trigo, y por la falta la disponibilidad de divisas y liquidez de capital para quienes necesitaran convertir liras libanesas en dólares estadounidenses. Lo cierto es que son varios los sectores sociales y económicos que en los últimos años venían convocando protestas y huelgas puntuales, incluidos palestinos y palestinas de los campamentos de refugiados. En menos de tres días, la chispa inesperada del 17 de octubre movilizó a más de dos millones de personas en las calles de Beirut y en otras grandes ciudades y regiones en un levantamiento espontáneo y sin liderazgo. Entre ellos, Beirut, Yebeil, Nabatiyeh, Saida, Sur y Trípoli, así como diferentes barrios fuera de la capital, como Furn el Chebbak, Corniche al Mazra’a, Yal el Dib y otros.
En el momento de escribir este artículo han transcurrido veintiséis días de levantamiento popular: veintiséis días de manifestaciones, sentadas, huelgas y bloqueos de carreteras por toda la geografía libanesa. Durante unos catorce días consecutivos, casi todas las escuelas, institutos y universidades públicos o privados han suspendido las clases. Aunque el Ministerio de Educación ya ha decretado el fin del cierre de las escuelas muchos y muchas estudiantes de secundaria y universitarias se han declarado en huelga. El sector bancario también ha estado cerrado durante casi dos semanas. El período de cierre de bancos ha durado más que cualquiera de los que se produjeron durante los quince años de guerra civil. Gentes de toda condición social inundaron las plazas de sus ciudades y pueblos y ocuparon calles y carreteras para bloquearlas. En la fase actual, los y las manifestantes han pasado de bloquear las carreteras a presionar ante los ministerios del gobierno y otros edificios símbolo del sistema político-económico. En algunas ciudades se ha organizado la retirada de todas las pancartas y carteles de propaganda de políticos. Las tácticas son variadas y van cambiando a medida que los y las manifestantes tratan de mantenerse en las calles y a la vez aumentar la presión sobre la clase política.
Este conjunto de acciones ha operado como expresión de protesta pública contra la corrupción, el nepotismo, el paternalismo, el sectarismo y el racismo. Lenta pero firmemente, los y las manifestantes empezaron de manera espontánea por viejas reclamaciones y acabaron llamando a la caída del régimen político y económico que ha gobernado Líbano desde el final de la guerra civil en 1990. Es importante destacar que entre quienes se manifiestan se aglutinan puntos de vista diferentes sobre cuestiones relativas a la transición a un Estado laico y democrático o a la superación de las políticas económicas neoliberales. Sin embargo, el trabajo en red y la solidaridad entre los y las manifestantes contra la clase política corrupta han eclipsado hasta ahora las divergencias sobre diversos temas económicos y sociopolíticos y sobre los pasos a seguir.
Desde el 17 de octubre hasta la fecha el régimen político actual ha conseguido aislarse de la creciente presión mediante una política de doble filo. La élite política ha ofrecido ciertas concesiones, como el compromiso de introducir y aplicar reformas económicas serias. Una prevista sesión parlamentaria tiene en su agenda la introducción de leyes para combatir la corrupción y la malversación de fondos públicos. Sin embargo, incluye también una ley de amnistía que beneficia a cargos públicos que han abusado de su poder, del despilfarro de fondos públicos y de delitos medioambientales. En resumen, el régimen actual y varios de sus partidos políticos intentan subirse a la ola revolucionaria afirmando que sus propias demandas complementan las de los y las manifestantes, negándose a la vez a rendir cuentas. Los actores regionales e internacionales continúan observando la situación y señalando sus preferencias con la esperanza de mantener o mejorar la posición de sus aliados locales.
La dimisión del primer Ministro Saad al Hariri (y, por tanto, de su gobierno) el 29 de octubre supuso una cesión importante. Su renuncia fue la consecuencia de la presión sostenida de las acciones de los y las manifestantes por todo Líbano durante doce días consecutivos, lo que demuestra claramente la determinación y el poder emergente de la gente. Sin embargo, no deja de ser también una concesión de la clase dominante para aliviar la presión y desgastar la solidaridad que ha emergido entre manifestantes inicialmente divididos sobre si la renuncia del gobierno es el paso principal o solo el primer paso hacia la reforma de todo el sistema político. La renuncia ha servido a Hariri y a otros actores políticos para intentar mejorar su menguada popularidad al aceptar las reclamaciones de los manifestantes como propias.
La élite política también está utilizando el aparato coercitivo del régimen -principalmente las Fuerzas Armadas Libanesas (FAL), las Fuerzas de Seguridad Interna (FSI) y otros cuerpos de seguridad- para reprimir a los y las manifestantes que bloquean activa y pacíficamente las carreteras. El aparato coercitivo, que sigue siendo leal a la clase política dominante, es una de las principales fuerzas que apuntalan al régimen. Las Fuerzas Armadas de Líbano y la Fuerza Internacional ya han hecho un uso excesivo de la fuerza en varias áreas, especialmente en la carretera de circunvalación que conecta varias zonas del centro de Beirut y otros barrios de la capital con la parte septentrional de Líbano, como en Yal el Dib y Zuk. Abogados voluntarios están participando activamente en el seguimiento de las detenciones y arrestos proporcionando asesoramiento jurídico a los y las manifestantes. El actual gobierno libanés no ha dudado en ordenar a los diferentes cuerpos de seguridad que tomen medidas enérgicas contra quienes bloqueen las carreteras que atraviesan el país. También se han producido ataques violentos contra manifestantes en Beirut por parte de partidarios de partidos políticos asentados, en particular del Movimiento Amal y de Hizbolá.
Este artículo no trata de lo que pueda venir después. Es más bien un reflejo de lo que ha ocurrido hasta ahora; se trata de poner de relieve las voces de la Revolución de Octubre, del pueblo en las calles, y de evaluar algunos de sus resultados y logros.
De levantamiento a revolución
Desde los primeros días del levantamiento mucha gente que salió a las calles definió el desarrollo de los acontecimientos como una revolución. Pero habida cuenta de que los acontecimientos aún no han derivado -y puede que no lo hagan- en una revolución conforme a la definición tradicional del concepto, ¿podemos calificarlos como tal? La solución de posguerra que inauguró el Acuerdo de Ta’if [1989] institucionalizó y sacralizó para Líbano el sistema político sectario fundado durante el mandato francés [1922-1946] formalizado en el Pacto Nacional de 1943. El régimen de posguerra adoptó también unan política neoliberal de endeudamiento público que fortaleció la supremacía del sector bancario.
Por primera vez en la historia de Líbano el pueblo se ha levantado contra este sistema político y económico, y contra los partidos políticos que lo sustentan, y no siguiendo sus consignas. Aunque los períodos anteriores de la historia moderna de Líbano, incluida la crisis política de 1958 convertida en guerra civil, tuvieron tintes revolucionarios, las reivindicaciones fundamentales se centraban en la redistribución del poder entre la élite y las sectas y no en la reclamación de un sistema político nuevo e integrador. Otras movilizaciones en 2011, 2013 y 2015 estuvieron dirigidas contra el gobierno con reivindicaciones concretas, como la abolición del sectarismo político o el fin de la crisis de la basura. Estas experiencias anteriores se limitaron prácticamente a Beirut y estuvieron protagonizadas por sectores concretos de la sociedad. A pesar de que para unos fueron momentos de politización determinantes y para otros de construcción de bloques, esas movilizaciones no contaron con la extensión geográfica, con la naturaleza interclasista, ni con la implantación de las exigencias generales de transformación estructural que están caracterizando a las protestas actuales.
Quienes se manifiestan ahora parecen haber superado de momento el regionalismo y el faccionalismo propios de la última guerra civil que el acuerdo de posguerra institucionalizó e incentivó. Al tender en las calles un puente entre líneas sectarias, políticas, ideológicas, regionales y partidistas, la gente ha experimentado algo parecido a un verdadero fin, un carpetazo, por así decirlo, de la guerra civil. Este impulso consciente en pos de la lucha contra el discurso sectario como herramienta sociopolítica es el comienzo de una larga lucha contra el orden de la posguerra y la primera amenaza real en su contra. Incluso aunque este levantamiento no consiguiera acabar por completo con este sistema político y económico, la experiencia generacional colectiva ni puede negarse ni invertirse, y creará un hito en el calendario de la historia libanesa.
Se trata cuando menos de una revolución contra la conciencia de la última guerra civil, contra la conspiración de todo un régimen para mantener las divisiones de esa guerra, para impedir su superación y la posibilidad de reconciliación. Es una revolución contra la complicidad que ha paralizado a la gente en las últimas décadas, una complicidad que ocultó el poder popular para lograr el cambio. La gente en las calles ya no se imagina cómo debería ser su país o cómo cambiar el status quo. Lo que están haciendo es crear la alternativa y luchar contra las penurias surrealistas y abismales que afectan a todos. En sus consignas, reclamaciones, debates y acciones públicas, la gente ha exigido que se reemplace el sistema de gobierno político y económico sectario por un sistema civil, laico, democrático y socialmente justo.
Clase e interconexión de las luchas
Los llamamientos a la solidaridad que se han hecho desde Trípoli a los manifestantes en Dahiya, y desde Nabatiye a Saida, y entre varias regiones de Líbano históricamente divididas, no apuntan solo a la solidaridad intersectaria. Hay que destacar el componente de clase. En las protestas participan diferentes grupos socioeconómicos aunque sea en diferentes grados a lo largo del paisaje geográfico. El desarrollo desigual característico de la división urbano/rural ha formado parte integral del subdesarrollo de las áreas rurales en el orden de posguerra, incluyendo las desigualdades creadas por el Estado entre Beirut y otras ciudades. Por lo tanto, por un lado, las regiones rurales y las ciudades a parte de Beirut, incluidos los suburbios, han protagonizado protestas de las clases socioeconómicas más bajas. Por otro lado, la composición de clase entre los y las manifestantes de Beirut está siendo mixta y variada, y están siendo los manifestantes de bajos ingresos quienes se oponen a que las plazas se transformen en espacios revolucionarios elitistas.
El componente de clase está asimismo presente en la forma en que los y las trabajadoras y las diferentes profesiones están reconfigurando la organización de clase. Los sindicatos han estado durante años corrompidos por la política sectaria y controlados por partidos políticos, y con la excepción de muy pocos, como el Sindicato de Médicos de Trípoli, han mantenido silencio o se han opuesto al levantamiento. Ahora son las y los trabajadores y profesionales quienes han roto con estos sindicatos tradicionales y se organizan al margen de ellos formando nuevas alianzas de trabajadores y profesionales que son un producto directo del levantamiento que se está formando y movilizando cada día. Profesionales independientes de los partidos políticos de múltiples sectores -profesores, abogados, ingenieros, médicos, farmacéuticos, periodistas, actores, trabajadores sociales, cineastas y escritores- han formado una coalición (y subcoaliciones dentro de cada profesión) que se está movilizando contra el Banco Central de Líbano y contra los diversos ministerios que han deteriorado el trabajo de sus profesiones y corrompido sus sectores.
Las calles y los muros de las ciudades libanesas de hoy se cubren con reclamaciones por el fin del capitalismo, de rechazo al racismo, y de exigencias de los derechos de las mujeres a la ciudadanía de sus hijos. Por lo tanto, hay un nicho dentro del levantamiento que por muy limitado que se pueda argumentar que sea, ha demostrado creer en la interconexión de las diferentes cuestiones sociopolíticas en lugar de privilegiar una sola. Este nicho en particular, ruidoso y coral particularmente en las manifestaciones dirigidas por los estudiantes en Beirut, entiende que la mayoría de los asuntos sociales, económicos y políticos, incluyendo la justicia social, la igualdad de género, los derechos LGBTQ, los derechos de los y las trabajadoras migrantes, y los derechos y la protección de las personas refugiadas, son luchas interconectadas. Frente al discurso contra las personas refugiadas y contra «el otro» que el régimen había agudizado recientemente ante los pobres, los manifestantes apuntan directamente a los vicios del régimen como los responsables de la escasez de pan y de combustible que la gente ha sufrido recientemente.
Los y las manifestantes son cada vez más conscientes de esta interconexión de las cuestiones dentro del sistema libanés, pero también de las similitudes de sus luchas con las de otros países árabes y con las del resto del sur global contra las políticas neoliberales de sus élites. La gente en las calles de Beirut canta lemas en solidaridad con Bagdad, los manifestantes en las plazas de Trípoli ondean banderas argelinas y las plataformas on line muestran la imagen de Malak pateando al guardaespaldas de un político junto con la del sudanés Ala’ Salah.
Desacralizar lo sagrado
Los lemas que unen a miles de personas son una crítica generalizada a la clase política libanesa bien ejemplificada en el lema: «Killun ya’neh killun» [todos ellos significa todos ellos]. A pesar de que los políticos, la prensa del régimen y las autoridades religiosas han intentado controlar el levantamiento, los y las manifestantes han proclamado que se ha acabado el acatamiento a la élite política y religiosa. Han derrocado todo carácter sagrado de la política al incluir y corear lemas procaces dirigidos contra políticos y líderes sectarios concretos, principalmente, aunque no solo, contra el Ministro Gibran Bassil. El himno popular hela hela ho constituye por sí mismo una revolución contra el monopolio sobre la obscenidad y la moralidad que el particular orden patriarcal del presidente Michel Aoun había creado y controlado en los últimos tres años de su gobierno como «padre de todos». Invirtiendo esa imagen patriarcal contra el autoproclamado patriarca, los manifestantes exigen el cumplimiento de los deberes ‘paternales’ del presidente como «padre de todos». Otras manifestantes, en particular los grupos feministas que participan en el levantamiento, responden con lemas de rechazo a ese paternalismo: «Tú no eres nuestro padre» (Mannak bayy al kill). Aunque no todos los manifestantes hayan adoptado las voces feministas cada vez se escuchan más y no se pueden ignorar: han creado espacios para que los grupos marginados puedan existir y protestar en el levantamiento. Las feministas han modificado incluso el propio himno de hela hela ho, cuya letra original consideran turbia por su referencia al cuerpo femenino como una maldición contra la persona a la que va dirigido, y lo han convertido en una maldición directa contra Bassil y contra el presidente, reducido en el lema alternativo a su «suegro».
También se han derribado otras cuestiones «sagradas» en esta revolución. Desde el comienzo de los levantamientos, las universidades han suspendido las clases a la espera de la evolución de la situación, y se han cerrado buena parte si no todas las escuelas libanesas. Mientras se eliminan o se reduce el poder de los centros y espacios tradicionales de autoridad, las calles se han convertido en aulas. Los centros tradicionales del saber, escuelas y universidades, ya no son los que monopolizan la producción de conocimientos. Las calles están decidiendo quién habla y a quién se escucha; el aprendizaje se está democratizando.
La interrupción de los movimientos y actividades cotidianas, y la presencia constante de la gente en calles y plazas, también las ha transformado en lugares de culto; la gente reza y escucha misa en el espacio público. Igualmente, la exigencia de una ley sobre el estado civil, y los graffiti de las calles de Líbano pidiendo la caída de las autoridades religiosas contribuyen a una transición que va de la autoridad de los centros de conocimiento y de las instituciones religiosas tradicionales a las calles.
Una de las desacralizaciones más evidentes y a la vez más celebradas ha sido la recuperación de los espacios públicos por parte de la gente. Tras el final de la guerra civil en 1990, los sucesivos gobiernos libaneses han transformado sistemáticamente Beirut, que pasó de ser una ciudad relativamente integradora y abierta que acogía a los libaneses de todas las clases sociales, a una zona elegante y exclusiva solo para los ricos. La mayoría de los libaneses no pueden cenar de restaurante ni pasar una noche en un hotel, ni comprar ropa o joyas en ninguna tienda y ni siquiera imaginar el antiguo encanto pasado de Beirut, cuando florecía como un espacio para todos los libaneses. Los y las manifestantes están reclamando las propiedades robadas a Beirut, los inmuebles de los que se apropió ilegalmente la empresa Solidere en el centro de la ciudad, y los bienes públicos costeros que también han ocupado ilegalmente las empresas conectadas con la élite política y económica corrupta. Los manifestantes rompen las barreras físicas y psicológicas al reclamar los muchos espacios vacíos -literal y figuradamente- para ocupar inmuebles vacíos de la Plaza de los Mártires, celebrar debates públicos en el edificio del «Huevo» y cenar con vendedores ambulantes recién establecidos. Los artistas del graffiti también reclaman el espacio público y convierten los muros de cemento de Beirut en sus lienzos.
Una nueva esperanza
El esplendor del levantamiento sin líderes convertido en revolución en Líbano no deriva solo de su espontaneidad sino más bien de la contundente exposición, trascendental y colectiva, de voces múltiples y superpuestas que, a pesar de existir previamente, se escuchan ahora unas a otras en las principales calles y plazas del país. Son las voces de las mujeres y de los derechos de las mujeres, las voces a favor de un Estado laico e integrador, las voces a favor de un desarrollo económico justo e igualitario y las voces a favor de un sistema político democrático y representativo.
El grado de compromiso y conciencia política que atraviesa todas las líneas sectarias, ideológicas, de género y socioeconómicas infunde nuevas esperanzas en Líbano. Las barreras del miedo y de lo sagrado que la élite política y religiosa han impuesto para gobernar entre facciones se rompen pieza a pieza en las raves, en los foros públicos de deliberación y en las aulas, en el trabajo colectivo entre sindicatos y universidades, en los conciertos de música y en los festivales gastronómicos.
Las consecuencias más amplias de la Intifada libanesa convertida en revolución son difíciles de esbozar y podrían no traducirse en acciones que reordenen de inmediato el arcaico sistema político, patriarcal y sectario infestado de sectas. Pero sabemos que las revoluciones son procesos complicados que requieren paciencia, resistencia y determinación. Este momento revolucionario que estalló el 17 de octubre de 2019 marca verdaderamente el comienzo de un nuevo capítulo en la historia moderna de Líbano. Lo está escribiendo la gente en las calles para las generaciones venideras. Pase lo que pase, no hay vuelta atrás a lo que había antes del jueves 17 de octubre de 2019.