La Transición española puede abordarse desde un punto do vista oficial, amable, conservador, como un modelo político dechado de virtudes y ejemplo exportable para que en otros países se siguiera el ejemplo. Juan Carlos de Borbón y otros próceres como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda y los líderes de la izquierda «reciclada» forjarían el consenso. […]
La Transición española puede abordarse desde un punto do vista oficial, amable, conservador, como un modelo político dechado de virtudes y ejemplo exportable para que en otros países se siguiera el ejemplo. Juan Carlos de Borbón y otros próceres como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda y los líderes de la izquierda «reciclada» forjarían el consenso. Cada uno de los dirigentes escribiría más tarde sus memorias y biografías políticas para que la posteridad recordara sus aportaciones. Una interpretación «alternativa» pondría en el centro a la clase obrera, sus reivindicaciones y luchas en la fábrica, sumadas a las de organizaciones de izquierda, asociaciones vecinales y unos incipientes movimientos sociales. La movilización de estos sujetos políticos, concretada en huelgas, asambleas y la presencia en la calle, permitiría arrancar derechos y «reformas». El libro «Fuera de la ley. Asedios al fenómeno quinqui en la Transición española» (Comares) aporta otro enfoque: trata de recuperar la cultura quinqui, surgida a finales de los 70 y primeros 80 en los suburbios generados por el desarrollismo franquista. Fueron jóvenes condenados al paro y la exclusión social, en muchos casos a la heroína y a la prisión, cuando no a la muerte después de enfrentamientos con la policía, que representaron la otra cara de una Transición plácida y sin ira.
El libro de 251 páginas editado por cuatro profesores de Literatura Española en Estados Unidos -Luis Martín-Cabrera, Joaquín Florido Berrocal, Eduardo Matos-Martín y Roberto Robles Valencia- cuenta con las aportaciones de once autores y no oculta el punto de observación desde el que parte: los Estudios Culturales de raíz marxista desarrollados por la «Escuela de Birmingham», fundada entre otros autores por Stuart Hall. Más en concreto, sobre el libro planea una cuestión central: ¿Por qué la Transición española se escribe en letras mayúsculas con los nombres de Fraga, el Rey, Carrero Blanco, la Constitución, los Pactos de la Moncloa, la Movida y Almodóvar? ¿Y por qué no con los de «El Vaquilla», la sobredosis, el jaco, los tirones de bolso, las viviendas de protección oficial, la tortura en las cárceles y el Campo de la Bota? El acicate para la investigación puede observarla el lector en una afirmación rotunda, que figura en la introducción del libro: «El estudio de la cultura popular es generalmente despreciado, ninguneado o, directamente, prohibido en los recintos académicos del estado español». A pesar de esta constatación, los autores tienen claro su entendimiento de la cultura «como un campo de batalla, no como un jardín francés».
La provincia de Madrid pasó de 1,8 millones de habitantes en 1950 a 4,6 millones en 1980. También Barcelona y Bilbao fueron algunos de los principales destinos, desde la década de los 50, del éxodo rural y las migraciones interiores. La socia de la librería cooperativista «La Caníbal», y co-organizadora en 2009 de la exposición «Quinquis de los 80» en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, Amanda Cuesta, introduce en el capítulo primero los elementos clave para entender lo que el libro denomina el fenómeno quinqui: un urbanismo de lamentable calidad en barrios aislados y sin servicios básicos (Gran San Blas y Pozo del Tío Raimundo en Madrid, La Mina en Barcelona y Otxarkoaga en Bilbao, entre otros); especulación en el mercado del suelo, la crisis económica y el paro a partir de los años 70 y, después, la irrupción de las drogas («la heroína fue una auténtica pandemia, que convirtió a toda una generación en carne de presidio»). Los estupefacientes se adquirían en muchos casos tras robos en pleno «mono». Además, a los 16 años se iniciaba la edad penal, y el legado de las cárceles franquistas -fuertemente masificadas- era brutal, represivo y plagado de abusos.
El libro analiza cómo los productos culturales -básicamente el cine- abordan el fenómeno quinqui. Uno de los capítulos más prolijos es el de Germán Labrador, de la Universidad de Princeton, que disecciona diferentes obras protagonizadas por estos adolescentes marginados: el disco que un rapero de Moratalaz, «El Coleta», dedica a uno de los grandes personajes de la «cultura quinqui», Juan José Moreno Cuenca «El Vaquilla»; también radiografía la novela «Las leyes de la frontera», de Javier Cercas, protagonizada por «El Zarco», un trasunto de «El Vaquilla»; «El Diputado», de Eloy de la Iglesia; «Deprisa Deprisa», de Carlos Saura… En otro texto de «Fuera de la ley», Steven L. Torres, de la Universidad de Nebraska, señala algunas de las contradicciones del cine quinqui, por ejemplo, que con independencia de los propósitos de los realizadores, contribuyó a la «expansión del sistema penal» tras la muerte del dictador y, de ese modo, a disciplinar a la población con menos recursos. En otros términos, los medios de comunicación colocaron en un lugar relevante de su «agenda» la delincuencia juvenil, lo que ayudó a «promover un clima ideológico de vulnerabilidad y temor entre amplios sectores de la población». En 1975 el estado español contaba con 23 presos por cada 100.000 habitantes, cifra que aumentó a los 165 por cada 100.000 habitantes en el año 2010.
En los primeros años 80 «en las periferias suburbanas, con sus paisajes de chabolas, bloques de pisos de baja calidad y sórdidos descampados», subraya Eduardo Matos-Martín, de la Universidad de Nueva York, donde buena parte de la población malvivía en condiciones de miseria, allí emergió el fenómeno quinqui: «Todo un conglomerado de adolescentes y jóvenes marcados por el paro, el desarraigo, la delincuencia y la drogadicción». Matos-Martín afirma la existencia de un cine quinqui que narra las andanzas de estos adolescentes, y en el que se insertan realizadores como Eloy de la Iglesia, autor de filmes como «Navajeros» (1980), «Colegas» (1982), «El Pico» (1983); «El Pico II» (1984) y «La estanquera de Vallecas» (1987); también sobresalen en el género las películas de José Antonio de la Loma: «Perros callejeros» (1977), «Perros callejeros II: Busca y Captura» (1979), «Los últimos días de El Torete» (1980), «Perras Callejeras» (1985) o «Yo, el Vaquilla» (1985); y algún filme de Montxo Armendáriz: «27 horas» (1986), Caros Saura: «Deprisa deprisa» (1980) o Manuel Gutiérrez Aragón: «Maravillas» (1980).
Se trata, en términos generales, de «películas duras, viscerales, de estética neorrealista y vocación documentalista, hechas con presupuesto bajo (con actores y actrices no profesionales en la mayoría de los casos)». El cine quinqui escenifica, así pues, una realidad descarnada y cruelmente cotidiana, que se contrapone a la modernidad hedonista y domesticada de la Movida. A José Joaquín Sánchez Frutos «El Jaro», Eloy de la Iglesia le trata con «empatía» en «Navajeros», afirma Eduardo Matos-Martín. Este joven delincuente, habitual en las páginas de «El Caso», «Semana» y «Pronto» fue abatido cuando robaba un coche en la zona adinerada de Madrid.
Por otro lado, Luis Martín-Cabrera se centra en la filmografía de José Antonio de la Loma, realizador pionero en el género quinqui. Según el docente en la Universidad de California, San Diego, el joven quinqui no es sino el reverso de la España «moderna» y «desarrollista» de los años 60, que la propaganda oficial asociaba al turismo y el SEAT-600. De hecho, en «Yo, el Vaquilla» aparece el joven barcelonés robando un coche y dando tirones de bolsos a turistas, mientras suena de fondo una rumba que Los Chichos le dedicaron. «Mientras los quinquis son torturados en las comisarias, los crímenes de la dictadura y los delitos de la especulación inmobiliaria van a quedar impunes», explica Martín-Cabrera. En cuanto al contendido de las películas de José Antonio de la Loma, trata de redimir al joven quinqui en una suerte de paternalismo franquista, pero también se abre la posibilidad a otras interpretaciones, menos redentoras, que trascienden el propósito del director. «El Vaquilla» murió en 2003 de cirrosis, a los 42 años. «El Torete» en 1991 de SIDA, cuando tenía 31 años; «El Pirri falleció de sobredosis en 1988, a los 23 años… «Heroína, SIDA, alcohol, adicciones, tiroteos con la policía…Estas muertes no son arbitrarias, son producto del biopoder de un estado racista que los condenó a la pobreza más extrema».
También respecto al cine de José Antonio de la Loma, Joaquín Florido Berrocal resalta que este autor presenta al joven delincuente como presa del ambiente social que le toca vivir. Así pues, resulta más importante el contexto que la determinación individual. A «El Torete» y «El Vaquilla» se les trata de reivindicar y reinsertar en la sociedad, ahora bien, Florido Berrocal se fija en la salvedad hecha por el realizador con los personajes de etnia gitana: parecen «predeterminados genéticamente para el delito». En su análisis de «Perras Callejeras», película de José Antonio de la Loma estrenada en 1985, Raquel Anido, de la Clemson University, señala la excepción que implica esta película al papel secundario de la mujer en el cine quinqui. El texto traza un paralelismo entre el papel de la actriz Sonia Martínez en la película «Perras Callejeras», en el que representa a Berta, una «heroína» quinqui, y la vida real, donde Sonia Martínez fue adicta a la heroína y contrajo el virus del SIDA.
En «La estanquera de Vallecas», película de Eloy de la Iglesia de 1987, la «comicidad» neutraliza la carga transgresora de filmes anteriores, como «Navajeros», «Colegas» o «El Pico», sostiene Antonio Gómez L-Quiñones. En la segunda mitad de los años 80, el joven quinqui se ha convertido ya en una moda en las barriadas populares y ha perdido buena parte de su potencial subversivo. Gómez L-Quiñones llama la atención asimismo sobre los comentarios que la crítica ha vertido respecto la obra de Eloy de la Iglesia: «cutre», «de mal gusto», «barata», «apresurada», «burda»… Pero se trata de un «feísmo deliberado», frente a una cinematografía considerada «de calidad» y que la Ley Miró (del cine) fomentó con un «peculiar» sistema de financiación. Estas películas de buena factura se correspondían con una España moderna de clases medias urbanas y un PSOE que había soltado el «lastre» del marxismo.
En los tres últimos capítulos del libro, Roberto Robles Valencia analiza las películas de El Lute realizadas por Vicente Aranda (1987 y 1988), «que contribuyen a apuntalar la perspectiva hegemónica sobre la Transición» (la idea de libertad se reduce exclusivamente a estar fuera de la cárcel). El investigador Antonio Jurado considera que «La estanquera de Vallecas» (una «trama sainetera») ha perdido la componente trágica del género quinqui. Y Javier Entrambasaguas extrae la siguiente conclusión de las películas «Colegas», de Eloy de la Iglesia; y «Criando Ratas», de Carlos Salado: los personajes no endeudados, no representados políticamente y que escapan a los sistemas de biocontrol pueden constituir una «posible guía» de los movimientos sociales que siguieron al 15-M. En una frase seleccionada del prólogo, «La cultura quinqui es el borrón por excelencia de la Transición».
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