Traducido por Íñigo Just
Fue el suave batir de las olas lo que trajo a su memoria aquel día terrible. Como ahora, mediaba mayo, y era más o menos – o puede que exactamente – la misma hora: la del crepúsculo cayendo sobre el Mediterráneo, cuando el horizonte se convierte en un deslumbrante despliegue de colores, contornos y formas. Ciertamente, aquel día no estaba tan a gusto como ahora, hundiendo los pies descalzos en la fina arena templada de la playa próxima a su pueblo.
El vaivén del agua, el declinar del sol, iban sacando a flote recuerdos amargos, turbando su mente hasta ofuscarla. Se produjo entonces un súbito silencio – apenas un instante; pero nítido, cristalino, como si los seres y las cosas se hubiesen congelado en el tiempo. Cincuenta años atrás también lo hubo: un brevísimo interludio que permitió a los que estaban en la playa – a los asesinos, a sus víctimas, a todos los demás – percibir el momento, o más bien aprehenderlo con una lucidez que no volvería a repetirse. Ahora su comprensión era más serena, libre del pánico que la había atenazado entonces. Esta vez la envolvía un sentimiento de claudicación. «Illi fat mat», murmuró: lo pasado, pasado está.
Y, sin embargo, no lo estaba. Toda la culpa era de aquel estudiante tan pesado. Indiscreto y, para su gusto, cargante, le había estado preguntando con su árabe macarrónico sobre aquellos recuerdos traumáticos. Fátima intentó desesperadamente apartar el regusto de la conversación que había tenido con él por la mañana y abstraerse en lo posible de la playa y sus oscuros secretos.
Caminó hacia la verja – una verja que no estaba allí cincuenta años atrás. En 1948 ningún pueblo de Palestina tenía verjas; pero ahora ya no había pueblo: sus casas se habían convertido en un asentamiento de colonos, sus campos en bungaloes para turistas, su cementerio en un aparcamiento de coches. Durante los últimos quince años había atravesado esa verja cada sábado al mediodía y tales comparaciones ya no la solían atormentarla. Este imperioso estudiante lo había traído todo de vuelta.
A la entrada del aparcamiento, el antiguo cementerio, su hijo Alí estaba ya sentado al volante esperando, tan pacientemente como siempre, cautivado por la voz que salía del autorradio. «Otra vez la misma cinta», rezongó por lo bajo Fátima. La cantante le gustaba y en el fondo no tenía nada contra la canción, pero estaba harta de oírla una y otra vez. Un momento, había alguien en el asiento de atrás del viejo Toyota. Ay, el estudiante judío…
«Es que andaba por aquí – por su investigación, ¿sabes? – y me he topado con él», explico Alí, y por supuesto le había invitado no sólo a la casa sino también a cenar.
El «por supuesto a cenar» recaía sobre Fátima, que tendría que encargarse de todo. De sus cuatro hijos y dos hijas sólo Alí, el más pequeño, seguía en casa. Que se sintiese hospitalario siempre suponía trabajo de más – y Alí era muy sociable. En fin, qué se le va a hacer…
«Marhaba», dijo entre dientes.
Yaacob parecía aún más preocupado que antes. No esperó a llegar a la casa, a concluir la acostumbrada charla en tanto se servía la comida. Se le veía con prisa, y estaba claro que no se los había encontrado casualmente sino a propósito.
«Fátima, tengo que saber exactamente dónde están las fosas comunes.»
«Mira, ya Yakub, te lo he dicho, han pasado cincuenta años y – a Dios pongo por testigo – la memoria me falla.» Se paró y miró con ansiedad a Alí, que parecía concentrarse más atentamente en la carretera.
«Escucha lo que te tiene que decir, ya Mama, es importante. Cuéntaselo, Yaacov.»
«Quieren venir… y los cuerpos no aparecerán. Tenemos que enseñárselos al mundo… antes que ellos.» Iba intercalando árabe y hebreo tan aprisa que Fátima se perdió. Yaacov se hacía cada vez más incoherente, más incapaz de articular sus ideas con claridad. El resto de la explicación se embrolló; Fátima sólo pudo a entenderla a trozos.
«El profesor, el Dr. Awad, está dispuesto a avisar a los medios y vendrán y fotografiarán y filmarán las fosas y entonces el mundo sabrá y…»
¿Y qué entonces?, pensó Fátima. Ella había aprendido de su difunto marido lo que te puede pasar si molestas a los que mandan. Cada faceta de la vida cotidiana está sujeta a las liquidaciones de impuestos, a los permisos para esto y para lo otro; peor aún, al constante y casi diario acoso por parte de la policía y los demonios del Shabak, el servicio secreto israelí.
«Es por la causa de la verdad», continuó Yaacov en el mismo estilo aturullado.
‘Ciencia’ y ‘orgullo nacional’ fueron los únicos fragmentos que Fátima pudo sacar en claro de lo que se había convertido en una diatriba imparable contra Israel y el mundo académico y a favor de la causa palestina.
«Vámonos a casa y sigamos hablando allí.»
Alí la había salvado. El coche recorrió el corto trayecto entre lo que había sido su pueblo y el pueblo vecino, que se había convertido en su nuevo hogar hacía cincuenta años. Ahora vivía en uno de los pocos lugares que habían sobrevivido a la limpieza étnica en la llanura litoral de Palestina durante aquellos violentos meses de 1948.
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Llegaron por los campos de cebada – un mar de tallos morenos bamboleados por la brisa vespertina de mediados de mayo. Los cinco hombres que habían asumido la protección del pueblo por el flanco sur disparaban desesperadamente sus Hartush – los viejos fusiles de tiempos de la Gran Guerra, usados para cazar – contra los invasores. En menos de cinco minutos habían sido arrollados por las tropas que entraban al pueblo por el Este, por el Sur y por el Norte, completando el cerco con los efectivos navales que desembarcaban al Oeste.
Fátima era entonces una muchachita. Volvía de la escuela para chicas que habían abierto el año anterior, agotada por un día interminable de repetir lo que los profesores le exigían memorizar, y ya cerca de casa se encontró con su hermano mayor que le metía prisa y les gritaba a las mujeres que se escondiesen donde fuese, «que vienen los judíos».
De alguna manera, Fátima ya sabía, en aquellos días de mayo de 1948, que los judíos venían. En los seis últimos meses algunos retazos de las noticias de cada día – que en el pueblo solían ser cosa de hombres – habían llegado hasta ella. Sabía que los británicos se retiraban y que los judíos iban ocupando los pueblos de la zona a un ritmo aterrador. También había oído a los hombres quejarse de la traición del mundo árabe: sus líderes pronunciaban discursos incendiarios, prometiendo enviar soldados a salvar Palestina, pero no acompañaban esta retórica con ninguna acción real. Y, sin embargo, la rutina cotidiana de aquellos días no se había interrumpido ni una sola vez, de modo que la inminente llegada de los judíos parecía una profecía maléfica contra la que la puerta pintada de azul con su Hamsa de cerámica ornamentada – el amuleto en forma de mano colgado junto al dintel – podría protegerles.
Pero aquel día aciago las fuerzas del mal fueron más poderosas que todos los talismanes y los espíritus benignos que sobrevolaban el pueblo para protegerlo – como lo habían hecho en el pasado frente a los Cruzados, frente a Napoleón y otros aspirantes a invasores que pasaron por la costa de Palestina en su camino hacia otras conquistas, o tratando de rescatar la Tierra Santa para la Cristiandad.
Esconderse no servía de nada. Los soldados los encontraban y los hacían salir de las casas, sin excepción. Al cabo de unas horas estaban apiñados en la playa, no lejos de dónde Fátima se sentaba ahora pensativa, cincuenta años más tarde, deleitándose en los tibios hoyos cavados por sus pies en la arena blanda. Los mil habitantes del pueblo fueron separados de inmediato en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres y niños, sentados a cien pasos unos de otros. Les ordenaron sentarse en círculo con las piernas cruzadas y las manos en la nuca. Fátima vio a uno de sus hermanos, de doce años, en el grupo de las mujeres, y en la distancia descubrió a otro, de catorce, contado como hombre, entre los miembros masculinos de la familia.
Fátima estaba sentada de cara al sol, y cuando los varones fueron llevados hacia el mar a gritos y patadas, sus siluetas estaban tan borrosas que ella no podía distinguir quiénes eran de su familia y quiénes no. Pero sí oyó los ensordecedores disparos, las secas ráfagas de ametralladora.
Fue entonces cuando se hizo el silencio.
Y Fátima, que era la más rápida de su clase, echó a correr.
No entendió las injurias en hebreo que le gritaron mientras volaba a través de los matorrales y conseguía llegar hasta la vieja escuela, ahora vacía y desolada, en el lado oriental del cementerio. Temblando de miedo, se enroscó hasta hacerse una pelota, acuclillándose en lo que debía de haber sido el almacén de la escuela, y encontró una rendija por la que podía ver lo que pasaba en el exterior.
Más tarde se enteraría de que los ruidos que oyó eran los vehículos que se llevaban a las mujeres y a los niños del pueblo a un lugar distante. Ella se resistía aún a abandonar su escondite, y fue entonces cuando vio lo que ahora, al cabo de cincuenta años, resultaba tan valioso a los ojos de un entrometido estudiante judío: el apilamiento de los cuerpos. Dos enormes piras; pero no fueron prendidas. Los rimeros los levantó un grupo de lugareños – no pudo reconocer a casi ninguno – a los que luego mataron a tiros y arrojaron encima del montón. La imagen quedó grabada en su mente, y ella no permitió nunca que se le borrara.
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Musalem Awad era el único historiador Palestino ejerciendo en Israel que tenía un puesto permanente en una universidad. Era también el supervisor de Yaacov, y durante años había estado interesado en la catástrofe de 1948, sobre todo en los crímenes de guerra cometidos en la zona costera. Sin embargo, él mismo jamás se atrevió a escribir sobre ello y, al asignárselo a Yaacov, no dejó de sentirse inquieto.
Musalem era un historiador tradicional, convencido de que las pruebas materiales son él único elemento que nos permite reconstruir el pasado. Eran estas pruebas, según creía, las que le había traído Yaacov. Aquí tenía por fin la documentación explícita de atrocidades que tanto había buscado. Yaacov no había hallado los documentos en los archivos militares, cuyos directores solían ser cicateros con esta clase de revelaciones, sino en casa de su primo. El material parecía tan comprometedor que Musalem llegó a obsesionarse con él, hasta el punto de utilizar inconscientemente a Yaacov como una prolongación de su propia mente.
Las masacres de la costa nunca fueron admitidas por Israel y la historiografía internacional no las mencionaba. «Reconozcámoslo,» decía Musalem, «no hay pruebas definitivas.» Esta actitud le ocasionó no pocos problemas con los intelectuales y ensayistas palestinos – menos rigurosos, pero más comprometidos políticamente – que escribían sobre el pasado de su país.
En el caso del pueblo de Fátima, los supervivientes de la masacre – unas cuantas mujeres y los que tenían menos de trece años por aquel entonces – contaron a los historiadores palestinos que sólo habían oído disparos, pero no habían visto asesinar a nadie, y que los autobuses los habían internado en Jordania, donde habían esperado en vano a reunirse con maridos, hermanos, hijos, primos y amigos. Fátima perdió la caravana de autobuses y fue adoptada por unos parientes del pueblo vecino, donde se refugió después de que los soldados abandonasen el de ella y antes de que los colonos judíos se estableciesen en las casas que permanecieron y construyesen el asentamiento, la estación turística y el aparcamiento, ocultando el escenario de aquel espanto.
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Cuando estaba a la mitad del material hallado en el ático de su primo, Yaacov supo que había dado con una mina de oro. «Más bien un campo minado», le dijo su primo Yigal. No podía entender la excitación de Yaacov: ¿qué había de interesante en aquel montón de viejos dietarios dejados por su suegro al morir? El suegro había sido oficial en las unidades que llevaron a cabo operaciones militares a lo largo de la costa de Palestina en mayo de 1948. Una de las entradas de su diario detallaba los frenéticos acontecimientos que culminaron con la matanza de todos los hombres y adolescentes del pueblo de Fátima. Un subcomandante psicópata, una batalla muy dura en el día de la víspera y, sobre todo, la atípica decisión de los habitantes de quedarse en vez de huir, como era lo normal en los cientos de pueblos que las tropas habían ocupado. Por qué había registrado la descripción en su diario fue una cuestión que no preocupó demasiado a Yaacov. Estaba ahí y era «muy fuerte», le dijo a Yigal, y se apresuró a contárselo no sólo a Musalem sino también a la prensa.
El muy marginal espacio concedido a la noticia bastó para producir una extraordinaria letanía de confesiones y testimonios sobre las atrocidades cometidas por los israelíes en la guerra de 1948. Se revelaron masacres, se pusieron al descubierto historias de violación y saqueo, y la en principio confiada y condescendiente respuesta oficial israelí dio paso enseguida a la indignación, al pánico y, en algunos círculos israelíes más esclarecidos, al remordimiento.
Fue idea de Musalem que Yaacov buscara el concurso de abogados palestinos para solicitar la exhumación de las fosas en cinco pueblos costeros en los que la misma unidad militar parecía haber reproducido, durante los meses que siguieron, la masacre original en el pueblo de Fátima. Un grupo de letrados – jóvenes, profesionales y capaces de expresar perfectamente sus ideas – presentó la demanda y se aseguró de que el mundo entero lo supiese. El rechazo inicial se convirtió en un bochorno colectivo. El Ejército, habituado a tratar con los palestinos a punta de bayoneta, se sintió en cierto modo indefenso. Todos miraron hacia el Este, a la ciudad santa de Jerusalén, donde el Tribunal Supremo tenía que zanjar la disputa.
El Tribunal Supremo, ventana del Estado y espejo de sus complejos de culpa, falló que sólo en un emplazamiento, el pueblo de Fátima, tendría lugar la exhumación, y que entonces se tomaría una nueva decisión al respecto. Si la alegación resultaba ser falsa, no se emprendería ninguna otra acción. Sin embargo, si se hallaban las fosas comunes, el tribunal volvería a reunirse para discutir el siguiente paso.
El año 1948 nunca pareció amenazar tanto a la sociedad judía como en aquellos días de posible exhumación – algunos palestinos hablaban de resurrección – de las víctimas de masacres y crímenes de guerra. La Guerra de Independencia, la guerra de liberación, la guerra milagrosa que se consideraba el emblema del valor y la superioridad moral judíos, parecía de pronto contaminada de turbación y sospecha. Todo esto podría llevar a una presión sobre Israel para que reconociese su responsabilidad por la limpieza étnica en la que se enmarcaron estas matanzas concretas, y dar crédito a la petición del derecho al retorno, reclamado durante años por los millones de refugiados metidos en campos desde su expulsión.
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El nuevo edificio triangular del Tribunal Supremo Israelí le recordaba a Fátima un castillo de tiempos de los Cruzados visto en uno de tantos álbumes que Alí tenía la manía de coleccionar. Pese a ello, le impresionó mucho la aséptica e impecable limpieza de los largos corredores que se entrecruzaban con inquietante multiplicidad. Musalem la guió con paso seguro hasta la sala C, donde tres distinguidos magistrados iban a dictar sentencia sobre el asunto de la exhumación.
El público estaba compuesto aquel día por una extraña mezcla de gente. Viejos y viejas de los pueblos como ella, unos conocidos y otros no, se apretujaban en las últimas filas y parecían abrumados por el acontecimiento. Otro grupo de ancianos era el de los veteranos de guerra judíos. A Fátima le parecían clones de una misma persona, el entonces primer ministro: obesos y con el pelo blanco, pero sin arrugas, jóvenes de cara. El resto eran medios de comunicación, muchos de ellos equipados con toda la parafernalia tecnológica requerida por la versión más reciente de la superautopista de la información.
La sesión fue increíblemente breve, casi de récord en términos de la usual lentitud de la maquinaria judicial israelí. El apuesto y simpático abogado, Youssuf al-Jani, presentó la demanda. El igualmente agradable representante del Estado replicó, y el presidente de la sesión, que era el decano del tribunal, apuntó que «antes de adentrarnos en un interminable e inútil proceso, podríamos encontrar una forma de salir de este atolladero».
Musalem y Yaacov se quedaron perplejos. No era esto lo que se esperaban. Su sorpresa aumentó cuando el presidente, en vez de llamar a los testigos para las declaraciones preliminares, requirió a los letrados de ambas partes para que se reuniesen con él en su despacho.
Fátima fue despacito hacia la cafetería, donde obtuvo por magra recompensa un pastel reseco y un café aguado. A los quince minutos se les unían el abogado y el profesor. «¡Buenas noticias!», se apresuró a decir Musalem. «Van a permitir – van a ordenar, de hecho – la exhumación de las tumbas de tu pueblo, y si encuentran los cuerpos entonces también excavarán las fosas en los otros pueblos.»
Fátima no sonreía, y Yaacov comprendió de repente por qué.
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La casa de Fátima, de una sola planta, estaba al final de la ladera oriental de una montaña muy erosionada. La familia de su marido era dueña de todas las casas de aquel rincón. Era sencilla pero muy acogedora. La puerta era de un blanco inmaculado: Fátima había perdido la fe en la protección que brindaba el color azul, y no se preocupó por poner una cerradura decente ni cuando la delincuencia se disparó en el barrio, empobrecido y marginado durante años desde su ocupación en 1948.
Yaacov encajó su enjuto cuerpo en una sillita que parecía de juguete; pero prefirió sentarse allí, como pidiendo perdón por irrumpir en un espacio privado y reavivar unos recuerdos tan ingratos.
Estaba impaciente, aunque sabía que tenía que esperar a que Fátima volviese de la cocina. Miró un momento a Alí, pero bajó los ojos y prefirió quedarse sentado. Había en la mesa ensaladas tradicionales, más sabrosas que la comida de los restaurantes «orientales», que es como llaman en Israel a los restaurantes palestinos. Fue frugal, él que solía devorar con ansia, y no cesó de golpetear el suelo con los pies.
Al final reunió el valor para mirar a Fátima a la cara. «He estado escuchado la cinta… esa en la que te grabé.» Fátima agachó la mirada y pensó: ya está. «La he escuchado varias veces. Dices que apilaron los cuerpos, pero en ningún momento dices que los enterrasen… ¿Cavaron hoyos? ¿Echaron los cuerpos a una fosa?» Fátima no respondió. Alí parecía despertarse de un ensueño, o de la siesta: «¿Lo hicieron, Mama?»
Desde luego que no, pero ¿a santo de qué tendría que decírselo, su secreto, a Yaacov? ¿Qué le pasaría a su pobrecito Alí si todo se sabía? La pala excavadora no necesitó más que cinco o diez minutos para cargar los cuerpos en camionetas. Fátima, la mejor corredora de su clase, se lanzó a seguirlas. Cinco kilómetros hubo de correr, y ya estaba al límite de sus fuerzas; pero entonces los vehículos se detuvieron. Las excavadoras abrieron grandes hoyos, echaron los cadáveres en ellos y luego aplanaron el suelo. Años más tarde se enteró de que habían plantado pinos encima y de que al bosque le habían puesto el nombre de la unidad que ocupó el pueblo, en memoria de sus propios caídos en la lucha. Tales pinadas llegaron a ser el símbolo distintivo de las zonas de recreo construidas sobre los pueblos palestinos destruidos en 1948.
Si quisiese, podría llevar allí a Alí y Yaacov ahora mismo, pero ¿por qué habría de hacerlo?
Alí tenía la insoportable costumbre de leerle el pensamiento. «Se los llevaron, ¿ah ya Mama? ¿Adónde?»
Ella sabía que si hablaba deprisa en árabe dialectal, Yaacov no la entendería. Estaba a punto de volver a explicarle a Alí lo que podría pasarles si seguían adelante con este asunto, pero Yaacov la interrumpió:
«Usted sabe donde están los cuerpos, ¿verdad? Y lo peor», ahora hablaba para sí, «es que el Ejército y el Tribunal Supremo saben que no están en el cementerio. Llegarán mañana, excavarán el cementerio y demostrarán que somos unos noveleros, ¿no se da cuenta? Tenemos que llevar a la prensa al emplazamiento exacto.»
Pretendía continuar y explicar el significado histórico – más aún, político – de todo el asunto, pero se sentía emocionalmente exhausto y miró a Alí implorando su ayuda.
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Hacía años que no había oído los altavoces. La última vez fue a principios de los 50, cuando los palestinos estaban bajo estricta jurisdicción militar, y el Jeep recorría los estrechos callejones ordenando que todo el mundo se quedase en casa hasta que se levantase el toque de queda. Era el mismo acento iraquí de años atrás. Antes de que Yaacov tuviera tiempo de retreparse en el diminuto espacio de su silla, el altavoz taladró el aire.
«Se ruega a todos los buenos ciudadanos que permanezcan en sus casas. Se ha declarado el toque de queda. Se disparará contra todo aquel que sea visto por la calle.»
Alí fue el primero en descifrar lo que estaba pasando afuera: el ejército israelí había rodeado el pueblo. ¿Contra Fátima? Probablemente no, sino sólo para asegurarse de que la excavación no se viese interrumpida. Parecía que la ceremonia, anunciada a bombo y platillo, se iba a llevar adelante, que querían terminar esta noche y que estaban decididos a que ningún árabe les molestase. Ignoraban que Fátima sabía la verdad – y que estaba aterrorizada por ello.
Alí, por el contrario, se sentía triunfante. Estaba dispuesto a esperar sentado todo un año, confinado en la casa de su madre, y entonces llevar a los periodistas hasta el lugar preciso y poner en evidencia a los israelíes. Fátima parecía también súbitamente decidida:
«Yalla, vámonos ahora».
«No podemos, ya Mama», dijo Alí con una risa nerviosa. «Hay toque de queda. No te preocupes; mañana, o la semana que viene, o el mes que viene: no hay prisa».
«Yo voy a ir», dijo Fátima.
«La ya Mama», le suplicó él.
Pero ella se encaminaba hacia la puerta. Alí nunca se hubiese atrevido a obstruirla físicamente, pero Yaacov sí lo intentó. Fátima estuvo a punto de atropellar al delgado estudiante al salir, pero no se detuvo por ello. Tenía que acabar con esta historia de una vez para siempre.
El aire de la calle era fresco y agradable y Fátima caminaba decidida, sin mirar atrás, creyendo que los dos hombres la seguían. En realidad estaba sola – una figura solitaria cruzando la oscura plaza del pueblo, apenas iluminada – cuando la alcanzaron los gritos de «¡Alto o disparo!».
«Ah,» sonrió para sí, «pero yo soy la mejor corredora de mi clase,» y sintió como si unas alas la levantasen, como si pudiese planear sobre el aire en algún lugar muy lejos de las balas que le disparaban.
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Yaacov no tuvo fuerzas para asistir en el funeral. Permaneció a cierta distancia del cementerio, apoyado contra un pino solitario, en las lindes del bosquecillo plantado sobre un pequeño montículo a cinco kilómetros del pueblo de Fátima en homenaje a los valientes soldados que liberaron Israel.
Ilan Pappe es profesor titular del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Haifa y catedrático del Instituto de Estudios Palestinos «Emil Touma» en Haifa. Ha escrito, entre otros libros, El origen del conflicto árabe-israelí (Londres y Nueva York 1992), La cuestión de Israel/Palestina (Londres y Nueva York 1999), Historia de la Palestina moderna (Cambridge 2003), El Oriente Medio moderno (Londres y Nueva York 2005) y el más reciente, Limpieza étnica de Palestina (2006).