A lo largo del siglo XXI, hemos sido testigos de cómo el mundo occidental se ha visto saturado de museos, películas, series y todo tipo de contenidos y actividades culturales centradas en el Holocausto nazi. Visitamos museos dedicados a la Segunda Guerra Mundial y compartimos con nuestros acompañantes las emociones y sensaciones estremecedoras que nos genera recordar un genocidio. Condenar tales hechos históricos, y tomar conciencia de ellos, resulta sencillo, especialmente cuando ocurrieron mucho antes de nuestro nacimiento.
No obstante, el panorama cambia radicalmente cuando el genocidio y la masacre suceden en tiempo presente, mientras continuamos con nuestras vidas cotidianas. El escenario se transforma cuando las víctimas no son blancas, sino un pueblo históricamente oprimido y desplazado, al que se le ha negado sistemáticamente su derecho a habitar su propia tierra. La situación se vuelve aún más compleja cuando potencias occidentales como Estados Unidos y la Unión Europea apoyan, comercian y mantienen relaciones diplomáticas con un Estado responsable de dichos crímenes. En este contexto, se impone una toma de conciencia urgente, así como una revisión profunda de los valores occidentales y de los derechos humanos, cuya aplicación ha demostrado ser selectiva y profundamente sesgada.
Es imperativa una reflexión colectiva en torno a la falta de exigencia de posicionamiento sociopolítico por parte de quienes ocupan posiciones de privilegio en la sociedad. Esta exigencia se vuelve aún más apremiante cuando se trata de figuras con influencia pública y poder simbólico, como medios de comunicación, personalidades del ámbito cultural, actores, cantantes e «influencers», quienes colaboran con marcas y forman parte de un engranaje vinculado al mercado internacional. Este sistema global, en muchas ocasiones, se ha mostrado cómplice de guerras, violaciones a los derechos humanos y múltiples formas de violencia estructural, priorizando intereses económicos por encima de la vida humana.
Es evidente que, a estas alturas, no todas las vidas son valoradas por igual, ni por el sistema internacional ni por los valores occidentales, los cuales se han construido sobre los cimientos de la colonialidad. Este sistema ha establecido un orden mundial centro-periferia profundamente jerárquico, supremacista y opresivo. Además, el modelo neoliberal actual erosiona progresivamente los valores democráticos, desestima las epistemologías no occidentales, minimiza la justicia social y exalta figuras que se alimentan de la incorrección política, en nombre de una libertad tergiversada que se reduce al poder individual y al privilegio, rechazando cualquier concepción solidaria de sociedad y comunidad.
Uno de los catalizadores más evidentes de esta dinámica es la ausencia generalizada, en la mayoría de los casos, de un posicionamiento claro y contundente frente al genocidio cometido por el Estado de Israel contra la población de Gaza. Esta omisión no sólo revela una crisis ética en los discursos públicos, sino también una alarmante indiferencia ante la deshumanización sistemática de pueblos enteros.
No basta con sentir empatía a la distancia. El sufrimiento ajeno no debe ser observado con pasividad, sino que exige un posicionamiento claro y comprometido. La neutralidad frente a la injusticia no es una postura ética, sino una forma de complicidad activa. Creer que uno está exento de responsabilidad en contextos de violencia y opresión es una ilusión peligrosa, nacida del privilegio. La comodidad, lejos de ser neutral, funciona como una coraza que protege al poder establecido, mientras que el silencio se convierte en una forma de alianza con quienes perpetúan el daño. Es precisamente la incomodidad ética —ese malestar que emerge cuando reconocemos nuestra posición en estructuras injustas— la que debe impulsarnos hacia la acción colectiva, la transformación social y el compromiso real con un mundo más justo. Asumir la incomodidad no es solo necesario: es imperativo.
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