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La patología del poder israelí

Fuentes: Countercurrents.org

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Mientras asistimos como testigos del espectáculo, desplegado ante nuestra mirada, de violencia feroz e indiscriminada, destrucción y brutalidad en Gaza y Líbano, es difícil resistirse a sacar la conclusión de que hay algo terriblemente infame en el estado y sociedad israelíes. Es como si se hubieran saltado todas las restricciones y fronteras psicológicas y morales, como si la perversión se hubiera normalizado. Todo ese terrorismo de estado, agresión deliberada, fuerza extrema desproporcionada y violaciones masivas del derecho humanitario internacional no son nuevos en el estado israelí: desde 1949, la lista es larga y las evidencias de que se dispone muy amplias. Y en cualquier modo y en este caso, la desproporcionalidad -un concepto inaplicable actualmente al espanto que está cayendo sobre un Líbano indefenso o al genocidio en Palestina- implica que Israel está reaccionando a las provocaciones y actos de agresión de otros como si el problema palestino empezara con Hamas y la captura por Hizbollah de los soldados israelíes, o como si sólo Israel tuviera derecho a usar la fuerza para defenderse pero no así sus enemigos, una idea aparentemente apoyada por Occidente, sin que tenga importancia la imbecilidad servil de los pronunciamientos de Bush.

La imagen que Israel tiene sobre sí mismo de racionalidad, auto-confianza, moderación, pragmatismo y superioridad moral oficial no es más que una serie de ilusiones y mitos, construidos para proteger la psique israelí, manipulada por el estado a fin de mantener vivo el fantasma del terror existencial en el pueblo israelí, de disfrazar la razón de ser del estado, la expansión y limpieza étnica en Palestina y mantener profundamente, a nivel sociológico e institucional, la afianzada militarización israelí, borrando cada vez más los límites entre un estado civil y militar.

En los últimos cinco años, uno puede observar y sentir un cambio cualitativo, a peor, en la psicosis política judía israelí, un retorno hacia lo extremo. ¿Cómo se puede explicar el perenne lenguaje copiosamente intolerante, feroz y violentamente racista de los dirigentes, políticos, burócratas, colonos, rabinos e incluso académicos israelíes? ¿La profundamente inquietante indiferencia hacia la vida «árabe» inocente, incluidos los niños, por parte de los soldados y el ejército israelí? ¿Las encuestas que de forma consistente revelan, de manera insólita, que a una mayoría de ciudadanos judíos israelíes les repugna vivir cerca o tener amistad con «árabes»? ¿Las voces que abogan cada vez más por «trasladar» a los árabes israelíes o expulsar a los palestinos? ¿La locura de la impredecible rabia militar y del terrorismo dirigido contra las poblaciones árabes? ¿La autodestructiva deriva derechista de la política israelí?

El estado sionista de Israel parece estar inmerso en una caída libre tanto en el terreno moral, político y psiquiátrico. Por desgracia, su desmesurada arrogancia y sus aterradoramente peligrosas acciones son apoyadas por un gobierno militante con los mismos rasgos en Washington y por un intento del mundo occidental de acomodarse a sus violentas esquizofrenias, por no mencionar el extremismo creciente entre la organizada comunidad judía estadounidense que apoya a Israel. Todo esto en un momento en que los principales estados árabes y los palestinos están buscando la paz, la estabilidad y la coexistencia, la anterior debilidad e incapacidad para defender a sus pueblos deja la puerta abierta a actores y terroristas nacionalistas-islámicos no estatales.

Quienes no tienen poder retornan cada vez más hacia la racionalidad mientras que quienes lo tienen cada vez lo racionalizan más.

La gente racional asume que se puede contener la conducta de Israel, su «estrategia», mediante la razón y el análisis político, aunque sus acciones en Gaza y Líbano tengan aparentemente la intención de causar la destrucción y muerte máximas, desafían la racionalidad, incluso al evaluarlas, contra los mismos intereses de Israel. Efectivamente, sus acciones pueden entenderse mejor en el contexto del gran diseño sionista de un estado judío libre de palestinos, controlando la máxima cantidad de territorio y su anhelado objetivo (conjuntamente con la administración Bush) de destruir cualquier resistencia indígena y cualquier oposición democrática y populista a la hegemonía militar israelí en la región.

En Líbano, el objetivo aparente es destruir directamente a Hizbollah, o volver a los libaneses contra ellos, o debilitar y fragmentar políticamente el Líbano a través de la guerra civil o instalar un gobierno libanés colaboracionista.

La invasión y destrucción del Líbano fueron planeadas tiempo atrás. Desgraciadamente, Hizbollah, cualesquiera que sean sus motivos, le sirvió en bandeja el pretexto al ejército israelí.

Cualquiera que esté familiarizado con la política y los movimientos políticos de la región y la temeridad israelí puede entender la locura que conlleva todo ello. Las acciones israelíes salvaje y característicamente desproporcionadas a los desafíos excluyen siempre un uso moderado, racional de instrumentos pacíficos para resolver las disputas o crisis. Así ha venido ocurriendo desde antes de 1948. La furia contra el Líbano, al igual que la reacción en Gaza, carece de sensibilidad, coherencia estratégica y incluso del propio y utilitario calculado interés, obvio para cualquiera excepto para quienes gobiernan el estado de Israel, que no paran de crea las condiciones para que se produzcan una serie de consecuencias que Israel no va a poder controlar.

El objetivo fundamental israelí al arrasar, y social y políticamente fragmentar Palestina y el Líbano (ahora que Iraq está finiquitado), es el de fomentar el extremismo islamista en la región y así ganarse el apoyo occidental en la lucha contra el terror islámico. Aunque haya una aparente razón o racionalidad estratégica, sigue siendo fundamentalmente autodestructiva a la larga, contraria a cualquier previsión estatal racional que busque conseguir la paz, estabilidad y seguridad para sus ciudadanos. Su lógica, en última instancia, no hace sino provocar guerras continuas e incluso la eventual destrucción del mismo Israel.

Así, los objetivos de Israel en Palestina y el Líbano son inherentemente irracionales y representan una racionalización pervertida (o en palabras del novelista israelí David Grossman, una «mutación») del poder -una perversión de la racionalidad-, cuya aplicación se ha convertido en un mecanismo para su propio fin nihilista, echando abajo la moderna asunción occidental de que la racionalidad es universal y constante. Este estado de cosas oculta, convirtiendo en borrosos y confusos, los dominios entre realidad y fantasía.

Y ahí es donde el sionismo pervive, en estados de fantasía, paranoia, negación, esquizofrenia, desplazamiento, subyacentes en un poder absoluto que funciona de forma enloquecida. Durante un tiempo estuvo de moda trazar décadas de guerra, estados de emergencia continuos y temor existencial como causas de odio y violencia hacia los palestinos y hacia los árabes en general. No hay duda de que esto es así.

Pero los problemas subyacen a más profundidad, con un poder «mutado» ejercido por un pueblo narcisista con un agudo sentido histórico tanto de singularidad como de victimismo, herederos actualmente de un excluyente y poderoso estado-nación, fundado mediante medios coloniales, fundamentado a base de la erradicación de otra nación.

Israel es un estado étnico, con una ideología etno-religiosa-nacionalista-mesiánica, basada en la identidad de grupo, no en derechos individuales, cuya preferencia institucionalizada es para la superioridad judía, que rechaza la posibilidad de igualdad con una minoría árabe que es sistemática, discriminada y sofisticadamente excluida. Esta situación queda lejos del sistema de gobierno de la mayoría basado en el principio de igualdad moral individual, protegida mediante el respeto a los derechos de las minorías, al imperio de la ley y de los derechos civiles que en general se hallan en las democracias occidentales.

Michel Warschawski sugiere que estas contradicciones se resuelven, en primer lugar. a través de una «denegación» que conduce a la esquizofrenia (Ilan Pappe también trata del «mecanismo de denegación» psicológica que impregna la sociedad israelí) manifestada por el racismo, la violencia, la limpieza étnica, la tortura y el castigo colectivo de los palestinos y por su invisibilidad general dentro de la misma sociedad israelí; y, en segundo lugar, mediante la «legislación personalizada», es decir, la maleabilidad, en ausencia de una constitución, de una fuerza electoral que cambia con facilidad y de otras leyes, en «ausencia del concepto de derechos» en Israel.

El poder y su corolario, la violencia, tanto física como psicológica, están institucionalizadas en el estado y en la sociedad israelí. Lo militar, es decir, el efecto distorsionado de una cultura de nacionalismo militarista y la íntima y simbiótica relación entre el ejército y las instituciones políticas y el liderazgo de estado, como han apuntado Uri Avnery, Ran HaCohen, Pappe y Warschawski, quien concluye que:

«La nueva ideología combina cuatro elementos fundamentales: un militarismo nacionalista más o menos asociado con un fundamentalismo religioso; un racismo confeso; un espíritu de dureza impregnado de mesianismo; y una predisposición a cuestionar todas las normas democráticas. Estos cuatro elementos, reunidos, ayudan a conformar una paranoia generalizada que lleva a los israelíes a considerar al mundo entero como una amenaza existencial a la supervivencia judía en Oriente Medio o en cualquier otro lugar. El primer y sin duda más perverso efecto de esta nueva ideología es la aceptación del estado de sitio doméstico y de la normalización de la muerte.» (Michel Warschawski, «Israeli Democracy»)

Un estado no puede tener aparentemente derechos minoritarios liberales mientras insiste en la separación de los pueblos y en la institucionalizada inferioridad de uno frente a otro, una condición similar a la vida judía de hace un siglo en Rusia. La esquizofrenia judía se ha traspasado a los palestinos. Ahora los judíos israelíes son blancos y europeos y civilizados, manteniendo a raya a los genética y culturalmente defectuosos y sospechosos y violentos árabes de piel oscura.

La tensión patológica entre el poder absoluto e ilimitado, agresividad, desafío y victimismo, temor existencial e inseguridad, produce la violencia inherente al estado judío. A determinado nivel, la terca presencia de los palestinos desafía los mecanismos de denegación y provoca el impulso de extirpar la presencia cultural, política y física del Otro para no acordarse así de uno mismo, de la humanidad de uno mismo. Los israelíes son conscientes del hecho de que su estado fue creado en sus orígenes mediante la fuerza a expensas de los palestinos, pero reaccionan ante esta psicosis con denegación y violencia. Haim Hanegbi expresa la condición israelí de este modo:

«No soy psicólogo, pero creo que todo aquel que vive con las contradicciones del sionismo se condena a sí mismo a una prolongada locura. Es imposible vivir de esa forma. Es imposible vivir con tan terrible equivocación. Es imposible vivir con tales criterios morales en conflicto. Cuando veo no sólo los asentamientos y la ocupación y la supresión, sino también ahora ese muro demente tras el que los israelíes intentan esconderse, tengo que concluir que hay algo aquí muy profundo, en nuestra actitud ante el pueblo indígena de esta tierra, que nos lleva a perder el juicio.»

«Hay algo gigantesco aquí que no nos permite reconocer verdaderamente a los palestinos, que no nos permite llegar a la paz con ellos. Y ese algo tiene algo que ver con el hecho de que incluso antes que la devolución de la tierra y de las casas y del dinero, el primer acto de expiación de los ocupantes hacia los nativos de esta tierra debe ser el de devolverles su dignidad, su memoria, su razón de ser.

Pero eso es precisamente lo que somos incapaces de hacer. Nuestro pasado no nos permite hacerlo… Incluso si Israel se rodea de una verja y un foso y un muro, eso no nos va a ayudar. Porque… Israel como estado judío no podrá existir.» (Entrevista de Ari Shavit, en Ha’aretz, con Haim Hanegvi y Meron Benvenisti, 28 de agosto de 2003, publicada en Znet)

A otro nivel, la brutalidad y la crueldad contra los palestinos es el desplazamiento de la de la respuesta inconsciente ante el sufrimiento y humillación y persecución de los judíos y su firme negativa, desafiando a Dios, a lamentar o llorar su destino. Esa ira y rabia formidables no se calmará, para poder calmarse tendría que someterse a la mansedumbre y a la impotencia y al sacrificio, como hicieron en los procesos judíos, tímida y disciplinadamente, en la carnicería de la Alemania nazi.

Es como si no hubiera términos medios para el sionismo, ni duda, ni introspección: es nuestra existencia o la de ellos. Esta psicopatología se hace toda ella más palpable debido a intensas contradicciones morales: aunque ha logrado cosas impresionantes, incluida la «democracia judía», un lugar para que algunos judíos se refugien o tengan probabilidades de sobrevivir, y un desarrollo económico y tecnológico, Israel es una sociedad ocupante colonial en sus orígenes al igual que el sionismo es también una variante del nacionalismo judío; es a la vez no democrático en su exclusión de los no judíos y democrático para su mayoría judía.

Independientemente de cómo uno lo vea, el resultado final es, como los mismos observadores israelíes han comentado, la barbarie, la decadencia o degradación moral, de la sociedad israelí. ¿Cómo podría ser de otra forma, con una ideología sionista que, desde sus orígenes, trató a los palestinos con crueldad, desdén, violencia y aversión, un trato común en todas las sociedades coloniales-ocupantes? ¿Y con un estado que desde 1948 ha indoctrinado tan profundamente la sociedad israelí, mediante las guerras y la manipulación de los temores existenciales, la ocupación y la implacablemente violenta opresión? ¿Y con sistema educativo racista -que retrata a los «árabes» como inferiores, vagos, fatalistas, sucios, fácilmente inflamables, violentos, sedientos de sangre- y la socialización de la superioridad y separación y alienación de los judíos de los no judíos en ciudades y barriadas, en las tierras y dominios públicos apropiadas por los judíos?

La naturaleza patológica de esta adoctrinación se ve ilustrada por el asesinato a sangre fría en octubre de 2004 de la colegiala de 13 años Iman al-Hams por un tal «Capitán R», quien seguidamente fue absuelto y promovido. Después de dispararle dos veces en la cabeza, se marchó y entonces volvió de nuevo y vació todo el contenido de su rifle automático, 17 balas, sobre ella para «confirmar la muerte». El capitán, en el vídeo grabado, «aclara» por qué mató a Iman: «Así lo dice el mando. Cualquier cosa móvil, que se mueva en la zona [de seguridad], aunque tenga tres años de edad, hay que matarla.» (Véase Chris McGreal, Guardian, 16 de noviembre de 2005). Periodistas y organizaciones de derechos humanos han documentado innumerables casos de israelíes matando a niños, incluso como deporte y juego. Téngase en cuenta aquí el lenguaje del capitán: «Hay que matar cualquier cosa que se mueva…». No alguien que se mueva. Los niños palestinos considerados como animales, como algo que se mueve, ellos, ello, necesitan (necesita) ser matado.

El Capitán R resultó ser druso, un ejemplo elocuente del malsano éxito de la socialización e adoctrinación israelí. Este druso, históricamente un intruso marginal en la sociedad islámica dominante, interiorizó la orden de pisotear a nivel étnico y racial de Israel -la psicopatología heredada colonialmente por la cual los indígenas se convierten en animales-, desplazando violentamente así su inferioridad, como los judíos Mizrahi [*] hacen con los palestinos. Deshumanizar, odiar y matar a palestinos representa el perturbado acto máximo de pertenencia y lealtad hacia una sociedad acostumbrada a que sus miembros influyentes se refieran a los palestinos como bestias, animales de dos patas, cucarachas y gusanos, ignorantes de su propia degradación y deshumanización en el proceso.

Este estado de aguda psicosis social y política, manifestada por una aplicación irracional del poder y por una conducta deshumanizadora hacia uno mismo, revela un temor profundamente asentado: mientras Israel posea un santificado poder desigual y su clase político-militar se sienta segura de su capacidad para prevalecer militarmente contra los ejércitos árabes, el país está incesantemente, silenciosamente, angustiado por la posibilidad de ser un día abandonado por los EEUU. Sin su patrón, su poder es nada, no sólo necesariamente a nivel militar, sino también a nivel emocional y psicológico.

Una fuerza militar sobrecogedora y el mito de ser invencibles no es más que un tenue hilo psicológico, que oculta los más profundos temores existenciales israelíes de que los millones de seres a los que han desposeído, asesinado y continúan atormentando no puedan al final ser silenciados y tornen para atormentarles. Pero las actuales elites israelíes parecen incapaces de trascender su parálisis psicológica: se resisten a abandonar, incluso a reflexionar de forma autocrítica, sus desgastadas aspiraciones ideológicas expansionistas; hasta ahora siguen deseando que los pueblos circundantes les acepten, con los cuales sólo son capaces de relacionarse con el lenguaje y la lógica de la violencia absoluta.

La condición sionista-israelí, si continúa sin transformarse, no es más que una receta segura para la aniquilación regional general.

N. de T.:

[*] Judíos Mizrahi: judíos que descienden de las comunidades judías en Oriente Medio.

Texto original en inglés:

www.countercurrents.org/leb-Khalaf290706.htm

Sinfo Fernández es miembro del colectivo de Rebelión.